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Estaba claro que aunque uno transmitiese todos esos valores y educase a un buen chaval, te seguiría dando muchos disgustos. Tal y como estaba haciendo Katie. No tan sólo no apareció por la tienda, sino que además parecía que tampoco iba a presentarse a la Primera Comunión de su hermanastra pequeña. ¿En qué demonios estaría pensando? Seguramente en nada, ése era el problema.

Al darse la vuelta para contemplar cómo Nadine avanzaba por el pasillo Jimmy se sintió tan orgulloso de ella que, por un momento, se olvidó de la ira (y sí, de la leve preocupación y de la pequeña aunque constante inquietud) que sentía por Katie; sin embargo, sabía que volvería de nuevo. La Primera Comunión era un acontecimiento muy especial en la vida de un niño católico, era un día para ir bien vestido, para dejarse adorar y adular, y para que le llevaran a Chuck E. Cheese después de la ceremonia, y Jimmy creía que debía festejar los acontecimientos importantes de la vida de sus hijos y hacer que fueran radiantes y memorables. Por eso estaba tan cabreado con Katie por no haberse presentado. Tenia diecinueve años, de acuerdo, y con toda probabilidad el mundo de sus hermanastras pequeñas no era nada en comparación con los modelitos, los chicos y poder colarse en bares en los que hacían la vista gorda con los menores de edad. Jimmy comprendía todo eso y no solía reñirle por ello, pero faltar a un evento tan importante, especialmente después de todo lo que Jimmy había hecho cuando Katie era más joven para celebrar los momentos importantes de la vida de su hija mayor, no tenía excusa.

Sintió que la indignación crecía de nuevo y supo que tan pronto como la viera tendrían otro de sus «debates», tal y como los calificaba Annabeth, y que en los dos últimos años se habían convertido en algo habitual.

Fuera lo que fuere, al diablo con ello.

Porque allí llegaba Nadine, y se acercaba al banco de Jimmy. Annabeth le había hecho prometer a la niña que no miraría a su padre cuando pasara delante de él, con el fin de no estropear la seriedad del sacramento con algún gesto atolondrado o infantil, pero Nadine le echó una mirada de todos modos, rápida y suficiente para que Jimmy supiera que se arriesgaba a hacer enfadar a su madre sólo para demostrarle el amor que sentía hacia él. No se vanaglorió delante de su abuelo, Theo, ni delante de los seis tíos que llenaban el banco que había detrás del de Jimmy, y éste la respetó por ello: se acercaba a la frontera, pero no la había cruzado. Le miró por el rabillo del ojo izquierdo y Jimmy, que le siguió la mirada por debajo del velo, le dedicó un saludo con tres dedos a la altura de la hebilla del cinturón y pronunció un «hola» amplio y silencioso.

Nadine soltó una sonrisa tan blanca que ni el velo, ni el vestido, ni los zapatos podían igualar; Jimmy sintió que le hacía estallar el corazón, los ojos y las rodillas. Las mujeres de su vida, Annabeth, Katie, Nadine y su hermana Sara, podían hacerle sentir así con cualquier pretexto; con tan sólo una sonrisa o una mirada podían conseguir que le temblaran las piernas y que se sintiera débil.

Nadine bajó los ojos y arrugó su pequeño rostro para ocultar la sonrisa, pero Annabeth consiguió verla de todos modos. Le dio un codazo a Jimmy entre las costillas y la cadera izquierda. Se volvió hacia ella, notando cómo enrojecía.

– ¿Qué? -preguntó.

Annabeth le lanzó una mirada que indicaba que tendría que vérselas con ella cuando volvieran a casa. Después miró hacia delante, con los labios apretados, pero una ligera sonrisa en las comisuras.

Jimmy sabía que tan pronto como dijera «¿algún problema?» con su voz de niño inocente característica, Annabeth empezaría a morirse de risa por mucho que le pesara, porque había algo en las iglesias que hacia que uno tuviera ganas de reírse, y ése siempre había sido uno de los grandes dones de Jimmy: tenía la habilidad de hacer reír a las señoras, pasara lo que pasare.

Sin embargo, después de aquello estuvo un rato sin mirar a Annabeth: simplemente siguió la misa y los ritos sacramentales a medida que cada uno de los niños iba recibiendo por primera vez la hostia en las manos ahuecadas. Había enrollado el folleto del programa que humedeció por el sudor de la palma de la mano, mientras lo usaba para darse suaves golpes en la pantorrilla. Observó cómo Nadine alzaba la hostia de la mano y se la llevaba a la lengua, y luego se santiguaba, con la cabeza baja; Annabeth se inclinó hacia él y le susurró al oído:

– ¡Nuestra niña! ¡Dios mío, Jimmy, nuestra niña!

Jimmy la rodeó con el brazo y la estrechó hacia él, deseando poder retener ciertos momentos de la vida como si fueran fotos instantáneas y seguir disfrutándolos, sin interrupción, hasta que uno estuviera preparado para abandonarlos, sin importar las horas o los días que uno hubiera pasado gozando de ellos. Volvió la cabeza y besó a Annabeth en la mejilla; ésta se le acercó un poco más y ambos, sin apartar los ojos de Nadine, contemplaron el ángel sublime que tenían por hija.

El tipo con la espada de samurái se hallaba de pie junto a la entrada del parque, de espaldas al Pen Channel; tenía un pie levantado del suelo y con el otro iba dando vueltas poco a poco, a la vez que sostenía la espada con un extraño ángulo por detrás de la coronilla. Sean, Whitey, Souza y Connolly se le fueron acercando despacio, mirándose entre ellos como diciendo «¿qué coño está haciendo?». El tipo continuó con sus lentos giros, sin prestar atención a los cuatro hombres que se le iban aproximando a medida que bordeaban el parque. Se pasó la espada por encima de la cabeza y empezó a blandirla a la altura del pecho. En ese momento debían de encontrarse a unos seis metros de distancia y el tipo, que había dado un giro de I80 grados, estaba de espaldas a ellos. Sean vio que Connolly se llevaba la mano a la cadera derecha, que desabrochaba la hebilla de la funda de su pistola y que dejaba la mano apoyada en la culata de su Glock.

Antes de que todo aquello se complicase más, o que alguien resultara herido, o que el tipo les hiciera el haraquiri, Sean se aclaró la voz y dijo:

– Disculpe, señor. ¿Señor?

El tipo inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera oído a Sean, pero siguió con sus giros deliberados, que cada vez eran más rápidos y más cercanos.

– Señor, debería dejar el arma en el suelo.

El tipo apoyó el pie en el suelo y se dio la vuelta para mirarles, con los ojos abiertos de asombro al contemplar cada una de ellas (una, dos, tres, cuatro pistolas), y alargó el brazo con el que sostenía la espada, o para señalarles o para entregársela; Sean no lo acababa de tener claro.

– ¿Está sordo, joder? ¡Al suelo! -le ordenó Connolly.

– ¡Sssh! -exclamó Sean, y se detuvo.

Debían de estar a unos tres metros del tipo; empezó a pensar en los rastros de sangre que habían encontrado por el camino unos cincuenta metros atrás, sabiendo todos ellos lo que esos rastros implicaban, para encontrarse con un Bruce Lee que blandía una espada del tamaño de una avioneta. Dejando aparte que Bruce Lee era asiático, mientras que no había ninguna duda de que aquel tipo era blanco; parecía joven, debía de tener unos veinticinco años, y tenía el pelo negro y rizado, iba afeitado y llevaba una camiseta blanca por dentro de unos pantalones vaqueros color gris.

Se había quedado congelado y Sean estaba casi seguro de que les seguía apuntando con la espada paralizado por el miedo; era probable que el cerebro se le habría quedado agarrotado y que fuera incapaz de darle instrucciones al cuerpo.

– Señor -dijo Sean, con un tono de voz severo para conseguir que el tipo le mirara a los ojos-. Hágame un favor, ¿de acuerdo? Deje la espada en el suelo. Solo tiene que abrir la mano y dejarla caer.

– ¿Quién coño son?

– Somos agentes de la policía -Whitey Powers le enseñó la placa-. ¿Lo ve? confíe en mí, señor, y suelte esa espada.

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