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Después de la muerte de Marita, los vecinos rumoreaban: «Bien, ¿qué esperaban? Eso es lo que sucede cuando uno va en contra de la naturaleza de las cosas. Sin embargo, Katie sí que será una belleza; las mestizas siempre lo son».

Cuando Jimmy salió de Deer Island, le llovieron las ofertas. Jimmy era un profesional; era uno de los mejores ladrones que había salido de un barrio que tenía una lista de ladrones digna de estar en el Hall of Fame . Incluso cuando Jimmy les decía: «No, gracias, es que desearía vivir dentro de la ley, por la niña, saben…», la gente asentía con la cabeza y sonreía, ya que sabían que volvería a ellos tan pronto como las cosas se pusieran difíciles y tuviera que escoger entre pagar el coche o comprar un regalo de navidades a Katie.

Sin embargo, las cosas no fueron así. Jimmy Marcus, un genio del allanamiento de morada, que había dirigido su propia banda de hombres antes de alcanzar la edad legal para beber, el hombre que estaba detrás del robo a mano armada de Keldar Technics y de un montón de robos más, fue tan recto que llegó un momento en que la gente se creía que se mofaba de ellos. Incluso circulaban rumores de que Jimmy había empezado a hablar con Al DeMarco para comprarle la tienda, permitiendo que el viejo se retirara como propietario oficial y dándole un montón de dinero que, según se suponía, Jimmy había guardado del robo de Keldar. Jimmy de tendero, con un delantal… «Sí, sí, seguro», decían.

Durante la recepción que Val y Terese hicieron en el Knights of Columbus [2] de Dunboy, Jimmy sacó a bailar a Annabeth y todo el mundo lo vio de inmediato: cómo se movían al ritmo de la música, cómo inclinaban la cabeza mientras se miraban fijamente a los ojos, valientes como toros, la dulzura con la que le acariciaba la espalda con la palma de la mano y cómo Annabeth se apoyaba en ella. Alguien comentó que se conocían desde que eran niños, aunque él era un poco mayor que ella. Tal vez ese sentimiento siempre había estado allí, esperando a que la portorriqueña se fuera o que Dios la mandara a buscar.

Habían bailado al son de una canción de Rickie Lee Jones, que por alguna razón que Jimmy desconocía, tenía unas frases que siempre le llegaban a lo más hondo: «Bien, adiós, chicos / Oh, mis amigos I Oh, mis Sinatras de ojos tristes…». Se la cantó a Annabeth mientras se balanceaban, relajado y cómodo por primera vez después de muchos años; también le cantó el estribillo acompañando el susurro triste de Rickie: «Ha pasado tanto tiempo, avenida solitaria…», sonriéndole a aquellos ojos verdes transparentes; ella también le sonreía, de una forma dulce y reservada que le había hecho estallar el corazón; los dos se comportaban como si ya hubieran bailado juntos un centenar de veces, a pesar de que era el primer baile.

Fueron los últimos en marcharse. Se sentaron en el amplio porche de la entrada, bebieron cervezas sin alcohol y fumaron, y saludaron a los otros invitados a medida que éstos se dirigían hacia sus coches. Permanecieron allí fuera hasta que la noche de verano empezó a refrescar y Jimmy le puso la chaqueta por encima de los hombros. Le explicó cosas sobre la cárcel y Katie, sobre los sueños de Marita de tener cortinas color naranja; ella, a su vez, le contó cómo había sido su infancia, creciendo en una casa llena de hermanos maníacos, los detalles de su único baile de invierno en Nueva York antes de darse cuenta de que no era lo suficientemente buena para estudiar en la escuela de enfermería.

Cuando los responsables del Knights of Columbus les hicieron abandonar el porche, fueron paseando hasta su casa y llegaron justo en el momento en que Val y Terese tenían la primera discusión de casados. Cogieron un paquete de seis cervezas del frigorífico de Val y se marcharon; se encaminaron poco a poco hacia la oscuridad del autocine Hurley y, sentándose junto al canal, escucharon su triste chapaleteo. Hacía ya cuatro años que habían cerrado el cine, y cada mañana se dirigían hacia allí pequeñas excavadoras amarillas y camiones de escombros del Departamento de Parques y Jardines y del Departamento de Transporte, y convertían toda la zona que había alrededor del Pen Channel en una explosión de suciedad y de trozos de cemento. Se rumoreaba que iban hacer un parque, pero en aquel momento tan sólo era un autocine destrozado y la pantalla aún aparecía blanca por detrás de las enormes pilas de escombros color pardo y de montañas negras y grises de restos de asfalto.

– Dicen que uno lo lleva en la sangre -espetó Annabeth.

– ¿El que?

– El hecho de robar, de cometer delitos…-se encogió de hombros- Ya sabes a lo que me refiero.

Jimmy le dedicó una sonrisa desde detrás de la botella de cerveza y tomó un trago.

– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó.

– No sé -ahora le tocó a él encogerse de hombros-. Tengo muchas cosas en la sangre, pero eso no quiere decir que tengan que salir a la luz.

– No te estoy juzgando, créeme.

Tanto su rostro como su voz eran del todo ilegibles y él se preguntaba qué deseaba que le dijera: ¿Que aún seguía con ese estilo de vida? ¿Que ya lo había dejado? ¿Que la haría rica? ¿Que nunca jamás volvería a perpetrar un delito?

Desde lejos, Annabeth tenía un rostro tranquilo y poco expresivo, pero cuando uno la miraba de cerca, veía muchas cosas que no llegaba a comprender, y tenía la sensación de que la mente le iba a toda velocidad y que no la dejaba descansar.

– Lo que quiero decir es que… El baile lo lleva uno en la sangre, ¿no es verdad?

– No lo sé. Supongo que sí.

– Sin embargo, ahora que te han dicho que ya no puedes seguir haciéndolo, lo has dejado, ¿no es así? Es posible que duela, pero te has enfrentado con el problema.

– Bien…

– De acuerdo -dijo, y sacó un cigarrillo del paquete que estaba entre ellos encima del banco de piedra-. Sí, era muy bueno en lo que hacía, Pero tuve problemas, mi mujer se murió y eso jodió la vida de mi hija -se encendió el cigarrillo y espiró profundamente mientras intentaba explicárselo del mismo modo que se lo había dicho a sí mismo un centenar de veces-: No pienso volver a joder la vida de mi hija, ¿entiendes Annabeth? No soportaría que yo tuviera que pasar dos años más en la cárcel. Mi madre no está bien de salud. Si ella muriera mientras yo estuviera encerrado, se llevarían a mi hija, estaría bajo tutela del estado y acabarían llevándola a algún centro tipo Deer Island para niños. No podría soportarlo, así de simple. Esté o no en la sangre, o cualquiera que sea el motivo, joder, te aseguro que no tengo ninguna intención de meterme en líos.

Jimmy le sostuvo la mirada mientras ella le examinaba el rostro. Sabía que buscaba algún defecto en su explicación, algún tufillo o mentira, y él esperaba haber conseguido que el discurso fuera coherente. Se lo había estado pensando durante suficiente tiempo, preparándose para un momento como aquel. Y en realidad casi todo lo que había dicho era verdad. Lo único que había omitido era una cosa que se había prometido a sí mismo que nunca contaría a nadie, no importara quien fuera. Así pues, la miró a los ojos, esperó a que ella tomara una decisión, intentando apartar las imágenes de aquella noche junto al río Mystic (un tipo de rodillas, con la saliva goteándole barbilla abajo, el sonido chirriante de sus súplicas), imágenes que seguían intentando taladrarle la cabeza como si fueran brocas.

Annabeth cogió un cigarrillo. Él se lo encendió y ella confesó:

– Estuve loca por ti, ¿lo sabías?

Jimmy mantuvo la cabeza erguida, la mirada tranquila, a pesar de que la sensación de alivio que le recorrió el cuerpo era propia de un avión a reacción. Sólo le había dicho media verdad. Si las cosas salían bien con Annabeth, ya no tendría que volver a repetirlo.

– ¡No puede ser! ¿Por mí?

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[1] Sala o edificio que se usa para conmemorar a las personalidades norteamericanas más destacadas. El más famoso es el de Nueva York. (N. de la T.)

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[2] Orden fundada en 1882 por el padre Michael J. McGivney, en la iglesia de Santa Maria en New Haven, Connecticut. Hoy, más de un siglo después, se ha convertido en la organización laica más grande en la Iglesia Católica (N. de la T.)

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