Él no me pudo penetrar; pensativo, me miraba sin hablar, su cuerpo empapado en sudor frío, era la primera vez en más de veinte años que se enfrentaba al sexo opuesto.
En el mundo de los hombres la capacidad sexual tiene casi la misma importancia que la vida, cualquier defecto en ese aspecto es un sufrimiento difícil de soportar. Lloró, yo también lloré. Toda la noche nos besamos, nos amamos, nos susurramos. Pronto me enamoré de sus besos dulces, del suave consuelo de sus abrazos. Sus besos en la punta de la lengua se derretían como helado. Con él supe por primera vez que los besos tienen alma, que tenían color.
Él, con su naturaleza bondadosa y amorosa de delfín pequeño, logró atrapar el corazón de esta chica salvaje y desenfrenada. Lo demás, como los chillidos, la explosión de placer, la sensación de vacío, el orgasmo, de pronto perdieron importancia.
Milan Kundera, en La insoportable levedad del ser, hace una afirmación muy acertada sobre el amor: "Hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos sentimientos muy distintos, el primero es deseo, goce pleno de los sentidos, lo segundo es amor, sumergirse uno en el otro como en la espuma".
Nunca me imaginé que esto me podía ocurrir a mí; sin embargo, los acontecimientos en cadena que luego vinieron y la aparición de otro hombre en mi vida fueron una evidencia irrefutable de la situación.
Las nueve de la mañana, salimos de la cama, él se sumergió en la gran bañera y yo me fumé el primer cigarrillo Siete Estrellas de la jornada, en la pequeña cocina hervía la sopa de arroz, los huevos y la leche. Afuera de la ventana brillaba una luz dorada, las mañanas de verano están llenas de sentido poético, parecen miel derretida. Relajada, escuchaba el ruido del agua en la bañera.
– ¿Vienes conmigo al Lüdi? -Con una taza de leche en la mano entré en el baño lleno de vapor.
Cerró los ojos como pez y estornudó:
– Cocó, tengo una idea -dijo en voz baja.
– ¿Qué idea? -le ofrecí la taza, no la agarró, sorbió un poco directamente.
– ¿Dejarías el trabajo de la cafetería?
– ¿Y qué voy a hacer?
– Tenemos suficiente dinero, no tienes que salir a ganártelo, quédate a escribir. -Parecía que hubiera cocinado esta idea por mucho tiempo, él quería que yo escribiera una novela impresionante, que sacudiera el mundo literario. -Ahora en las librerías no hay casi nada que valga la pena, por todos lados sólo hay historias falsas que decepcionan.
– Esta bien -dije-. Pero no ahora, aún quiero trabajar un tiempo, en la cafetería puedo ver gente muy interesante.
– Como quieras -refunfuñó, ésa era su manera de expresar que había oído, que estaba conforme y no pensaba decir más.
Desayunamos juntos, luego me vestí y me maquillé, caminé por el departamento como una belleza matutina incitante, finalmente encontré mi cartera de leopardo. Estaba a punto de salir, él sentado en el sillón con un libro en la mano, me miró de reojo.
– Te llamaré por teléfono -dijo.
En la ciudad era la hora pico. Los autos y los transeúntes se entretejían, se cruzaban y fluían como un torrente por un cañón, donde se mezclan deseos invisibles e innumerables secretos. El sol brillaba en la calle. Los rascacielos, ese invento loco del hombre, como las escamas de un pez, se elevan entre el cielo y la tierra a ambos lados de la calle. Y como polvo flota en el aire la insignificante cotidianidad, la esencia de la monotonía de la era industrial.
II La ciudad de los rascacielos
Los rascacielos se elevan ante mis ojos, los rayos del sol se asoman a través de sus estructuras. Miro todo Nueva York que desde Harlem hasta Battery se explaya ante mis ojos. Miro las calles congestionadas por masas que parecen hormigas. Miro los vagones correr sobre sus rieles. Miro la gente fluir saliendo de los teatros. Levemente recuerdo que no sé cómo está mi mujer.
Henry Miller, Trópico de Cáncer
A las tres y media de la tarde el Lüdi estaba vacío. Un rayo de sol pasaba a través de las hojas de un árbol fénix sobre la acera y penetraba en la habitación. Un polvo oscuro flotaba en el aire. Las revistas de moda sobre la barra y el jazz en el equipo de música daban al ambiente un aire extraño, como de residuo de los años treinta, restos del desenfreno.
Estaba parada detrás de la barra sin nada qué hacer. Cuando no había clientes la cafetería era aburrida.
El viejo Yang, el gerente, dormía la siesta en el cuartito de al lado. Era pariente del patrón y día y noche se dedicaba a cuidar sus cuentas y a vigilarnos a nosotros los empleados.
Mi compañero, la Araña, aprovechó la oportunidad para recorrer los negocios de computación de la calle en búsqueda de piezas y partes baratas. Era un joven descarriado decidido a ser un superhacker. Se puede decir que era mi medio compañero de estudios de la Universidad Fudan, con un coeficiente intelectual de ciento cincuenta, pero no pudo terminar la carrera de computación; las causas fueron sus múltiples ataques a los portales de Internet de Shangai, con la astucia de un loco usaba cuentas ajenas, por supuesto robadas, para navegar por la red.
Yo, una periodista sin futuro, y él, un delincuente cibernético famoso, de meseros en una cafetería, qué panorama. Era, sin lugar a dudas, un chiste de la vida. Lugar equivocado, ángulo equivocado, y sin embargo estábamos entretejidos en el centro del remolino de un sueño juvenil. La civilización de la era industrial nos había marcado con sus orines, había contaminado nuestros cuerpos, nuestro espíritu tampoco podía salvarse.
Empecé a juguetear con un gran ramo de lirios perfumados, mezclando en el agua las hermosas flores blancas, de manera sorpresivamente tierna. Mi amor por las flores me hacía una mujer irremediablemente corriente, pero yo sabía que un día compararía mi imagen en el espejo con la de una flor envenenada. Además, en mi cacareada novela revelaré el verdadero rostro de la humanidad, su violencia, su refinamiento, su erotismo, su exaltación, sus enigmas, sus máquinas, su poder y su muerte.
El viejo teléfono de disco sonó irritante. Era Tiantian. Prácticamente a diario a la misma hora recibía su llamada. Justo cuando ambos sentíamos aburrimiento en nuestros respectivos espacios. Con un tono imperativo y a la vez cálido me dijo:
– A la misma hora, en el mismo lugar, te espero para cenar juntos.
Caía la tarde, me saqué el uniforme de trabajo, una blusa corta de seda y una minifalda. Me puse mis jeans ajustados y con la cartera en la mano salí lentamente de la cafetería.
Era la hora en que se encienden las luces de la calle, los anuncios de los negocios brillaban como oro molido. Caminé por la avenida ancha y sólida fundiéndome con los miles de caminantes bien vestidos y los autos que pasaban, como una vía láctea fluyendo entre la gente. Comenzaba la hora más emocionante de la ciudad.
El restaurante Cotton Club estaba en el cruce de las calles Huaihai y Fuxing. Esta parte se parecía a la Quinta Avenida de Nueva York o a Champs-Elysées de París. A lo lejos, una construcción de dos pisos de estilo francés exudaba una superioridad arrogante. Los que salían y entraban eran extranjeros de mirada turbia y exuberantes bellezas asiáticas con poca ropa encima. Un mundo azulado parecía la descripción de Henry Miller acerca de los chancros sifilíticos. Justo porque me gustaba esa sarcástica e inteligente comparación, Tiantian y yo frecuentábamos ese lugar. (Miller, además de escribir Trópico de Cáncer, vivió ochenta y nueve años y tuvo cinco esposas, no tenía dinero pero supo arreglárselas. Siempre lo he considerado mi padre espiritual.)
Empujé la puerta, eché un vistazo a todo el lugar y vi a Tiantian sentado cómodamente, saludándome con la mano. Lo que me sacó de onda fue ver a su lado a una elegante dama. Una sola mirada me bastó para distinguir su peluca de aspecto natural pero patética. Vestida completamente de negro, tenía la cara llena de maquillaje y sombras doradas y plateadas, parecía que acababa de regresar de un viaje fantástico hacía algún planeta lejano, irradiaba una energía sobrenatural.