– Hasta qué punto me acuerdo… -dijo Ruth
Hundió el dedo en el charquito de ketchup, arrugando la nariz, como una niña
– Ahora toca la servilleta
Eddie deslizó la servilleta de papel hacia ella. Ruth titubeó, pero él le tomó la mano y le apretó con suavidad el dedo índice sobre el papel
Ruth se lamió el resto del ketchup que había quedado en el dedo, mientras Eddie colocaba la servilleta exactamente donde quería, detrás del vaso de agua de Ruth, de manera que el cristal ampliaba las huellas dactilares. Y allí estaba, como lo estaría siempre: la línea perfectamente vertical en el dedo índice derecho. Vista a través del vaso de agua, su tamaño casi duplicaba al de la cicatriz real
– ¿Te acuerdas? -le preguntó Eddie.
Las lágrimas empañaron el hexágono de Ruth. No podía hablar
– Nadie tendrá jamás unas huellas dactilares como las tuyas -prosiguió Eddie, como se lo dijera el día que su madre se marchó
– ¿Y mi cicatriz siempre estará ahí? -le preguntó Ruth, tal como se lo preguntó treinta y dos años atrás, cuando tenía cuatro.
– La cicatriz será siempre parte de ti -le aseguró Eddie, como se lo asegurara entonces
– Sí -susurró Ruth-. Lo recuerdo. Lo recuerdo casi todo -le dijo mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas
Más tarde, a solas en su suite del Stanhope, Ruth recordó que Eddie le había sostenido la mano mientras ella lloraba, así como la estupenda comprensión mostrada por Allan. Sin decir palabra, algo poco frecuente en él, rogó a Karl y a Melissa que le acompañaran y los tres se acomodaron en otra mesa del restaurante. Le pidió con insistencia al maitre que fuese una mesa alejada, desde donde no pudieran oír a Ruth ni a Eddie. Ruth no supo cuándo sus amigos abandonaron el local. Finalmente, mientras ella y Eddie debatían la incómoda cuestión de cuál de los dos pagaría la cuenta (Ruth se había tomado una botella entera de vino y Eddie no había probado un solo sorbo), el camarero interrumpió la discusión diciéndoles que Allan ya lo había pagado todo
Ahora, en la habitación del hotel, Ruth pensó en telefonear a Allan para darle las gracias, pero probablemente estaría dormido. Era casi la una de la madrugada, y charlar con Eddie y escuchar sus palabras, le había estimulado tanto que no quería llevarse una decepción, como podría suceder si hablaba con Allan
La sensibilidad de su editor la había impresionado, pero el tema de su madre, que Eddie abordó enseguida, pesaba demasiado en su mente. Aunque no necesitaba más bebida, Ruth abrió uno de esos botellines de coñac letal que siempre acechan en los minibares. Se tendió en la cama y, mientras saboreaba el fuerte licor, se preguntó qué iba a anotar en su diario, pues era mucho lo que quería decir
Ante todo, Eddie le aseguró que su madre le había amado. (¡Podría escribir todo un libro al respecto!) El padre de Ruth había tratado de convencerla de ello durante treinta y dos años nada menos, pero no lo había logrado, debido al cinismo que evidenciaba cuando se hablaba de Marion
Por supuesto, Ruth estaba enterada de la teoría aquella de que sus hermanos fallecidos habían despojado a su madre de la capacidad de amar a otro hijo. Según otra teoría, Marion había temido amar a Ruth, por si alguna calamidad como la que les sobrevino a sus hijos se abatía sobre ella y perdía a su única hija
Pero Eddie le habló del momento en que Marion reconoció que Ruth tenía un defecto en un ojo, aquel hexágono amarillo brillante, que ella también tenía en uno de los suyos. Le había dicho que Marion lloró de puro miedo, pues aquella mancha amarilla significaba, a su modo de ver, que Ruth podría ser como ella, algo que su madre no quería
De repente, el hecho de que Marion hubiera deseado que no hubiese ningún rasgo suyo en su hija representaba más amor del que Ruth podía imaginar
Comentaron con cuál de sus padres tenía Ruth un mayor parecido. (Cuanto más escuchaba Eddie a Ruth, más rasgos de Marion encontraba en ella.) Esta cuestión le importaba mucho a Ruth, porque, si iba a ser una mala madre, prefería prescindir de la maternidad
– Eso es justamente lo que decía tu madre -observó Eddie.
– Pero ¿existe algo peor que el abandono de una hija? -le preguntó Ruth
– Eso es lo que dice tu padre, ¿verdad?
Ruth le confesó que su padre era un "depredador sexual", pero que siempre había sido "bueno a medias" como padre. Nunca la había descuidado. Si le odiaba era como mujer, pero en tanto que hija le idolatraba… Por lo menos, siempre estuvo a su lado
– Si los chicos hubieran vivido, su influencia sobre ellos habría sido terrible -comentó Eddie, y Ruth convino sin dudar en que eso era muy cierto-. Por eso tu madre ya tenía intención de abandonarle, quiero decir antes de que los chicos sufrieran el accidente
Eso no lo sabía Ruth. Expresó un considerable rencor hacia su padre por haberle escamoteado esa información, pero Eddie le explicó que Ted no podría habérselo dicho por la sencilla razón de que éste ignoraba que Marion fuera capaz de abandonarle
La conversación había sido tan larga y jugosa que Ruth no podía resolverse a dejar constancia de ella en su diario. Eddie incluso había dicho de su madre que había sido "el comienzo y la cima sexuales" de su vida. (Ruth por lo menos anotó esta frase.)
Y en el taxi, de regreso al Stanhope, con la bolsa de libros de aquella espantosa vieja entre las rodillas, Eddie le dijo:
– Esa "espantosa vieja", como la llamas, tiene más o menos la edad de tu madre. Por lo tanto, no es ninguna "espantosa vieja" para mí
¡Ruth estaba asombrada de que un hombre de cuarenta y ocho años todavía siguiera enamorado de una mujer que ahora tenía setenta y uno!
– Suponiendo que mi madre viva hasta los noventa y tantos, ¿seguirás siendo un sexagenario enamorado? -le preguntó Ruth.
– Estoy absolutamente seguro de ello -respondió Eddie
Lo que Ruth Cole también anotó en su diario fue que Eddie O'Hare era la antítesis de su padre. Ahora, a los setenta y siete años, Ted Cole perseguía a mujeres de la edad de Ruth, aunque cada vez tenía menos éxito en su empeño. Lo más corriente era que lo lograra con mujeres próximas a la cincuentena…, ¡mujeres que tenían la edad de Eddie!
Si el padre de Ruth vivía hasta llegar a los noventa, era posible que al final persiguiera mujeres que por lo menos parecieran cercanas a la edad de Ted, ¡es decir, mujeres que "sólo" fueran septuagenarias!
Sonó el teléfono. Ruth no pudo evitar sentirse decepcionada al oír la voz de Allan. Lo había descolgado con la esperanza de que se tratara de Eddie. ¡Tal vez éste había recordado alguna otra cosa y quería decírsela!
– Espero que no estuvieras dormida -le dijo Allan-. Y confío en que estés sola