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Ted Cole segaba personalmente el césped y sólo lo regaba cuando creía que la hierba lo necesitaba o cuando encontraba tiempo para hacerlo. Puesto que el jardín no estaba terminado, como resultado del distanciamiento entre Ted y Marion, no era un jardín que mereciera la atención de un jardinero a dedicación plena. No obstante, el hombre de la camioneta sí parecía un jardinero a dedicación plena.

Eddie se vistió y bajó a la cocina. Allí, desde una de las ventanas, pudo ver mejor al conductor de la camioneta. Ted, que sorprendentemente ya estaba despierto y había preparado café, miraba por una ventana al misterioso jardinero, que para él no era ningún misterio.

– Es Eduardo -susurró Ted a Eddie-. ¿A qué habrá venido? Eddie reconoció entonces al jardinero de la señora Vaughn, aunque sólo le había visto una vez, y brevemente, cuando Eduardo Gómez le frunció el ceño desde lo alto de la escalera de mano. Allá arriba, el hombre trágicamente maltratado se dedicaba a retirar pedazos de dibujos pornográficos del seto de los Vaughn.

– Tal vez la señora Vaughn le ha contratado para matarte -especuló Eddie.

– ¡No, Eduardo no! -replicó Ted-. Pero ¿la ves a ella en alguna parte? No está en la cabina ni detrás.

– A lo mejor está tendida debajo de la camioneta -sugirió Eddie.

– Hablo en serio, hombre. -Yo también.

Ambos tenían motivos para creer que la señora Vaughn era capaz de asesinar, pero Eduardo Gómez parecía estar solo, sentado al volante de su camioneta. Ted y Eddie vieron el vapor que salía del termo de Eduardo cuando se sirvió una taza de café. El jardinero aguardaba cortésmente hasta que tuviera alguna indicación de que los habitantes de la casa se habían despertado.

– ¿Por qué no vas a enterarte de lo que quiere? -le preguntó Ted a Eddie.

– Yo no voy -respondió el muchacho-. Me has despedido…, ¿no es cierto?

– Joder… Por lo menos acompáñame.

– Será mejor que me quede al lado del teléfono -replicó Eddie-. Si tiene un arma y te pega un tiro, llamaré a la policía. Pero Eduardo Gómez iba desarmado. La única arma del jardinero era un trozo de papel de aspecto inocuo, que sacó de la cartera y mostró a Ted. Era el cheque borroso, ilegible, que la señora Vaughn había lanzado al agua del surtidor.

– Ha dicho que es el cheque de mi última paga -le explicó Eduardo a Ted.

– ¿Le ha despedido?

– Sí, porque le advertí a usted que le perseguía con el coche -dijo Eduardo.

– Ah -musitó Ted, sin desviar la vista del cheque nulo-. Ni siquiera se puede leer. Podría estar en blanco.

Tras su aventura en el surtidor, el cheque estaba cubierto por una pátina de tinta de calamar desvaída.

– No era mi único trabajo -le explicó el jardinero-, pero sí el más importante, mi principal fuente de ingresos.

– Ah -repitió Ted, y tendió a Eduardo el cheque color sepia, que el jardinero devolvió con gesto solemne a su cartera-. A ver si le entiendo bien, Eduardo. Usted cree que me salvó la vida y que eso le ha costado su empleo.

– No es que lo crea, es que le salvé la vida y eso me ha costado el empleo.

La vanidad de Ted, que se extendía a la ligereza de sus pies, le impulsaba a creer que, aunque la señora Vaughn le hubiera sorprendido cuando estaba inmóvil, podría haber reaccionado y corrido más que su Lincoln. No obstante, Ted nunca habría discutido el hecho de que el jardinero se había comportado con valentía.

– ¿De cuánto dinero exactamente estamos hablando? -le preguntó Ted.

– No quiero su dinero, no he venido aquí en busca de limosna-respondió Eduardo-. Confiaba en que tuviera algún trabajo para mí.

– ¿Quiere usted trabajo? -inquirió Ted.

– Sólo si tiene alguno para mí -replicó Eduardo.

El jardinero contemplaba con desesperación el jardín casi abandonado. Ni siquiera el césped desigual mostraba señales de cuidado profesional. Necesitaba fertilizante, por no mencionar la evidente falta de riego. Y no había arbustos con flores ni plantas perennes ni anuales, o por lo menos Eduardo no veía ninguna. Cierta vez la señora Vaughn le había dicho a Eduardo que Ted Cole era rico y famoso, y ahora el jardinero pensaba que aquel hombre no invertía dinero en adornos vegetales.

– No parece que tenga algún trabajo para mí -le dijo a Ted. -Espere un momento. Le enseñaré dónde quiero poner una piscina y algunas cosas más.

Desde la ventana de la cocina, Eddie los vio caminar alrededor de la casa. El muchacho no percibió nada amenazante en su conversación y supuso que podía reunirse con ellos sin ningún temor.

– Quiero una piscina sencilla, rectangular, no es necesario que sea de tamaño olímpico -le decía Ted a Eduardo-. Sólo necesito que tenga una parte honda y otra de menor profundidad, con escalones. Y sin trampolín. Los trampolines son peligrosos para los niños. Tengo una niña de cuatro años.

– Yo tengo una nieta de cuatro años, y estoy de acuerdo con usted -convino Eduardo-. No construyo piscinas, pero conozco a quienes lo hacen. Puedo ocuparme del mantenimiento, desde luego, pasar el aspirador y mantener las sustancias químicas en equilibrio, ya sabe, de manera que no se enturbie el agua o la piel no se le vuelva verde o lo que sea.

– Lo que usted diga -dijo Ted-. Puede ocuparse de ello. Lo único que no quiero es un trampolín. Y puede plantar algo alrededor de la piscina, para que los vecinos y los transeúntes no nos estén mirando siempre.

– Le recomiendo un escalón, bueno, tres escalones -propuso Eduardo-. Y encima de los escalones, para afirmar el suelo, le sugiero unos olivos silvestres. Aquí arraigan bien, y las hojas son bonitas, de un verde plateado. Tienen unas flores amarillas fragantes y un fruto parecido a la aceituna. También se les llama acebuches.

– Usted mismo, lo dejo en sus manos. Y luego está la cuestión del perímetro de la finca. Creo que ésta nunca ha tenido un límite visible.

– Siempre podemos plantar un seto de aligustres -replicó Eduardo Gómez. El hombrecillo pareció estremecerse un poco al pensar en el seto del que había colgado, agonizando a causa de los gases de escape. Sin embargo, podía obrar maravillas con el seto de aligustres. El de la señora Vaughn había crecido bajo sus cuidados una media de cuarenta y cinco centímetros al año-. Sólo tiene que abonarlo, regarlo y, sobre todo, podarlo -añadió el jardinero.

– Claro, pues entonces que sea ligustro -convino Ted-. Me gustan los setos.

– A mí también -mintió Eduardo.

– Y quiero más césped -dijo Ted-, quiero librarme de las estúpidas margaritas y las hierbas altas. Apuesto a que hay garrapatas en esas hierbas altas.

– Seguro que las hay -convino Eduardo.

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