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Madre e hija estaban en la habitación de invitados situada en el medio, y por la pregunta de la niña Eddie conjeturó que miraban la foto en la que Timothy, cubierto de barro, lloraba

– Pero ¿qué le ha pasado a Timothy? -preguntó Ruth, aunque conocía la respuesta tan bien como Marion. Por entonces, hasta Eddie conocía las historias de todas las fotos

– Thomas le ha empujado a un charco -respondió Marion.

– ¿Qué edad tiene Timothy ahí, en el barro? -quiso saber Ruth

– Tiene tu edad, cielo -le dijo su madre-. Sólo tenía cuatro años…

Eddie también conocía la foto siguiente: Thomas, vestido con el equipo de hockey, tras un partido en la pista de Exeter. Está en pie, rodeando a su madre con un brazo, como si ella se hubiera mostrado fría durante todo el partido; pero también parece orgullosa en extremo por estar ahí, al lado de su hijo, que la rodea con el brazo. Aunque se ha quitado los patines y posa, absurdamente, con el uniforme de hockey y unas zapatillas de baloncesto que tienen los cordones desatados, Thomas es más alto que Marion. Lo que a Ruth le gustaba de la fotografía era que Thomas sonreía de oreja a oreja, sosteniendo un disco de hockey entre los dientes

Poco antes de quedarse dormido, Eddie oyó que Ruth preguntaba a su madre:

– ¿Qué edad tiene Thomas con esa cosa en la boca?

– Tiene la edad de Eddie -le oyó decir el muchacho-. Sólo tenía dieciséis años…

El teléfono sonó hacia las siete de la mañana. Cuando Marion respondió, todavía estaba en la cama. El silencio le indicó que se trataba de la señora Vaughn

– Está en la otra casa -dijo Marion, y colgó el aparato. Durante el desayuno Marion le dijo a Eddie:

– Voy a hacerte una apuesta: Ted va a romper con ella antes de que le quiten los puntos a Ruth

– Pero ¿no se los quitan el viernes? -le preguntó Eddie. Sólo faltaban dos días para el viernes

– Te apuesto a que rompe con ella hoy mismo -replicó Marion- o que por lo menos lo intenta. Si ella le pone pegas, es posible que tarde otro par de días

En efecto, la señora Vaughn iba a poner pegas y Ted, que probablemente las preveía, trató de romper con la señora Vaughn enviando a Eddie para que lo hiciera por él

– ¿Qué dices que he de hacer? -le preguntó el muchacho. Estaban junto a la mesa más grande del cuarto de trabajo de Ted, donde éste había reunido un rimero de unos cien dibujos de la señora Vaughn. A Ted le costaba un poco cerrar la abultada carpeta. Era la más grande que había tenido, con sus iniciales, T. T. C. (Theodore Thomas Cole), grabadas en oro sobre el cuero marrón

– Le darás estos dibujos, pero no la carpeta, ¿de acuerdo? Quiero que me devuelvas la carpeta

Eddie sabía, por Marion, que ésta le había regalado aquella carpeta

– Pero ¿no irás hoy a casa de la señora Vaughn? -le preguntó Eddie-. ¿No te está esperando?

– Dile que no voy a ir, pero que deseo que se quede con los dibujos -respondió Ted

– Me preguntará cuándo vas a ir -observó Eddie

– Dile que no lo sabes. Limítate a darle los dibujos y habla lo menos posible

A Eddie le faltó tiempo para contarle a Marion lo que Ted le había encargado

– Te envía para romper con ella… ¡Qué cobarde! -comentó Marion, tocándole el cabello de aquella manera tan maternal. Él estaba seguro de que iba a decirle algo sobre la insatisfacción perpetua que le producía su corte de pelo, pero le dijo-: Será mejor que vayas temprano, cuando todavía se esté vistiendo. Así no será tan fácil que sienta la tentación de invitarte a entrar y te evitarás un bombardeo de preguntas. Lo mejor que podrías hacer es tocar el timbre y limitarte a darle los dibujos. Procura que no te haga pasar y cierre la puerta… créeme. Y ándate con cuidado, esa mujer podría albergar intenciones asesinas

Eddie O'Hare tenía presentes estas advertencias cuando llegó temprano a la dirección de Gin Lane. A la entrada del sendero de acceso cubierto de costosa gravilla, se detuvo junto al impresionante seto de aligustres para sacar de la carpeta de cuero los cien dibujos de la señora Vaughn. Temía encontrarse en la incómoda situación de darle los dibujos a la mujer y quitarle la carpeta mientras la menuda y morena mujer le miraba hecha una fiera. Pero Eddie había calculado mal la fuerza del viento. Dejó la carpeta en el portaequipajes del Chevrolet y depositó los dibujos en el asiento trasero, donde el viento los revolvió y dejó en un montón desordenado. Eddie tuvo que cerrar las portezuelas y ventanillas del Chevy para poder colocar bien los dibujos en el asiento trasero, y entonces no pudo evitar echarles un vistazo

Estaban primero los retratos de la señora Vaughn con su hijo, el chiquillo de expresión enojada. Las bocas pequeñas y muy apretadas de la madre y el hijo le parecieron a Eddie un rasgo genético poco afortunado. Cuando madre e hijo posaban sentados el uno al lado del otro, tanto la señora Vaughn como su hijo tenían una mirada penetrante e impaciente, con los puños cerrados y colocados rígidamente sobre los muslos. En los dibujos en que el pequeño estaba sentado en el regazo de su madre, parecía a punto de emprenderla a arañazos y patadas para librarse de ella, a menos que la mujer, que también parecía a punto de hacer algo drástico, decidiera impulsivamente estrangularlo primero. Había casi una treintena de estos retratos, cada uno de los cuales transmitía una sensación de descontento crónico y tensión creciente

Entonces dio comienzo la serie de dibujos en los que la señora Vaughn estaba sola, al principio vestida del todo, pero muy sola, y Eddie se compadeció al instante de ella. Si lo que primero había observado Eddie era el carácter esquivo y sigiloso de la mujer, que había cedido el paso a la sumisión, la cual, a su vez, la había conducido a la desesperación, lo que al muchacho se le había pasado por alto era la profunda desdicha de la señora Vaughn. Ted Cole había captado ese rasgo incluso antes de que la mujer empezara a quitarse la ropa

Los desnudos presentaban una triste secuencia. Al principio los puños seguían cerrados sobre los tensos muslos y la señora Vaughn estaba sentada de perfil. A menudo uno de los hombros le ocultaba los senos. Cuando por fin estaba de cara al artista, su destructor, se rodeaba con los brazos para ocultar los pechos y juntaba las rodillas. La entrepierna estaba oculta casi por completo y el vello púbico, cuando era visible, consistía sólo en unas tenues líneas

Entonces Eddie gimió en el coche cerrado. Los desnudos posteriores de la señora Vaughn tenían tan poco disimulo como las fotografías más crudas de un cadáver. Los brazos le pendían fláccidos a los costados, como si se le hubieran dislocado brutalmente los hombros tras una caída violenta. No llevaba sostén y los pechos le colgaban. El pezón de uno de los senos parecía mayor, más oscuro y más caído que el otro. Tenía las rodillas separadas, como si hubiera perdido toda sensación en las piernas o como si se hubiera roto la pelvis. Para ser tan menuda, el ombligo era demasiado grande y el vello púbico demasiado abundante. Los labios de la vagina estaban entreabiertos y laxos. El último de los desnudos era la primera imagen pornográfica que Eddie veía, aunque el muchacho no acababa de comprender qué era lo pornográfico de aquellos dibujos. Se sintió angustiado y lamentó profundamente haber visto tales imágenes, que reducían a la señora Vaughn al orificio que tenía en el centro. Aquellas imágenes degradaban a la mujer todavía más que el fuerte olor que había dejado en las almohadas de la casa alquilada

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