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– Mira, Eddie me gusta -le decía a Ruth-, pero he de admitir que ese hombre tiene algo raro

Lo que a Hannah le parecía "raro" era que Eddie, por su parte, había eliminado a las mujeres jóvenes de su vocabulario sexual

Para Ruth, el "vocabulario sexual" de Hannah era todavía más inquietante que el de Eddie. Si la atracción que éste sentía hacia las mujeres mayores resultaba extraña, por lo menos lo era de un modo selectivo

– Supongo que soy muy rígida en cuestiones sexuales… ¿Es eso lo que quieres decir? -le preguntó Hannah

– Cada uno es como es -replicó Ruth con tacto

– Mira, querida, vi a Eddie en el cruce de Park Avenue con la Calle 89… Empujaba la silla de ruedas de una anciana -dijo Hannah-. Y una noche también le vi en el Russan Tea Room. ¡Estaba con una vieja que llevaba un collarín para mantener el cuello rígido!

– Podría tratarse de accidentes -respondió Ruth-. No es que se estuvieran muriendo de viejas. Hay jóvenes que se rompen una pierna. La de la silla de ruedas tal vez se hubiese caído esquiando. Y hay accidentes de tráfico. A veces se producen desnucamientos…

– Por favor, Ruth -le suplicó Hannah-. Esa vieja no podía moverse de la silla de ruedas, y la del collarín era un esqueleto ambulante: ¡tenía el cuello tan delgado que no le sostenía la cabeza!

– Creo que Eddie es un encanto -se limitó a decir Ruth-. También tú envejecerás, Hannah. ¿No te gustaría que entonces hubiera alguien como Eddie en tu vida?

Pero incluso Ruth tenía que confesar que Una mujer difícil exigía una considerable ampliación de la llamada suspensión voluntaria de su incredulidad. Un hombre de cincuenta y pocos años, que tiene notables similitudes con Eddie, es el amante de una mujer de setenta y muchos, de la que está profundamente enamorado. Hacen el amor en medio de una intimidante cantidad de precauciones sanitarias e incertidumbres. No es sorprendente que se conozcan en el consultorio de un médico, donde el hombre aguarda con inquietud su primera sigmoidoscopia

– ¿Y qué le ocurre a usted? -le pregunta la anciana al hombre maduro-. Parece muy sano

El hombre admite que está nervioso por el examen que van a hacerle

– Vamos, no sea tonto -le dice la anciana-. Los heterosexuales siempre son unos cobardes cuando van a penetrarlos. No es nada del otro mundo. A mí me han hecho por lo menos media docena de sigmoidoscopias. Eso sí, esté preparado: le provocarán algunos gases

Al cabo de unos días los dos se encuentran en un cóctel. La anciana viste tan bien que el hombre más joven no la reconoce. Además, ella se le acerca de una manera tan coqueta que resulta alarmante

– Le vi cuando estaba a punto de ser penetrado -le susurra-. ¿Cómo le fue?

– ¡Ah!, muy bien, gracias -responde él, farfullando-. Y tenía usted razón. ¡No era tan terrible!

– Yo le enseñaré algo que sí es terrible -le susurra la anciana, y así empieza una historia de amor turbadoramente apasionada, que sólo termina cuando la anciana muere

– Por el amor de Dios… -le dijo Allan a Ruth, al hablarle de la quinta novela de Eddie-. Una cosa hay que reconocerle a O'Hare… ¡No se siente avergonzado por nada!

A pesar de que no había abandonado el hábito de llamar a Eddie por su apellido, algo que desagradaba profundamente a Eddie, Allan sentía un verdadero aprecio por él, aunque no por su obra, mientras que Eddie, aunque Allan Albright era la antítesis de cuanto él apreciaba en un hombre, le tenía más afecto de lo que habría creído posible. Cuando Allan murió eran buenos amigos, y Eddie no se había tomado a la ligera las responsabilidades de su funeral

La relación de Eddie con Ruth, sobre todo el grado limitado en que él comprendía los sentimientos de la hija hacia la madre, eran otra cosa. Aunque Eddie había observado los enormes cambios que Ruth había experimentado al convertirse en madre, no se daba cuenta de que precisamente la maternidad la había vuelto aún más implacable hacia Marion

En pocas palabras, Ruth era una buena madre. Cuando murió Allan, Graham sólo tenía un año menos de los que tenía Ruth cuando la abandonó su madre. Ruth preferiría morir antes que abandonar a Graham. La idea de hacer semejante cosa no le cabía en la cabeza

Y si a Eddie le obsesionaba el estado mental de Marion, o lo que del mismo le revelaba la novela McDermid, jubilada, Ruth había leído la cuarta novela de su madre con impaciencia y desdén. (Pensaba que llega un momento en que la pesadumbre se convierte en autocomplacencia.)

En su calidad de editor, Allan había hecho provechosas gestiones acerca de Marion, había averiguado todo lo posible sobre la autora de novelas policíacas canadiense llamada Alice Somerset. Según su editor canadiense, la autora no tenía suficiente éxito en Canadá para vivir de las ventas de sus obras en su propio país. No obstante, las traducciones francesa y alemana eran mucho más populares, y gracias a ellas se ganaba la vida con holgura. Tenía un piso modesto en Toronto, y además pasaba los peores meses del invierno canadiense en Europa. Sus editores alemán y francés le buscaban de buen grado pisos de alquiler

– Una mujer amena, pero un tanto fría -le dijo a Allan el editor alemán de Marion

– Encantadora pero con aires de superioridad -comentó el editor francés

– No sé por qué utiliza seudónimo, pero me parece una persona muy reservada -le dijo a Allan el editor canadiense de Marion, el mismo que le había proporcionado la dirección de la escritora en Toronto

– Por el amor de Dios -le decía una y otra vez Allan a Ruth. Incluso habían hablado de ello pocos días antes de su muerte-. Aquí tienes la dirección de tu madre. Eres escritora, ¿no?, ¡pues escríbele una carta! Incluso podrías ir a verla, si quisieras. Te acompañaría con mucho gusto, o podrías ir sola. También podrías ir con Graham… ¡Seguro que le interesará Graham!

– ¡A mí no me interesa ella! -exclamó Ruth

Ruth y Allan viajaron a Nueva York para asistir a la fiesta organizada con motivo de la publicación de la novela de Eddie; era una noche de octubre, poco después de que Graham cumpliera tres años. Había sido uno de esos días cálidos y soleados que parecen de verano, y cuando oscureció, el aire nocturno trajo el contraste de una frescura que parecía la quintaesencia del otoño. Ruth recordaría que Allan comentó: "¡Un día insuperable! "

Ocupaban una suite de dos habitaciones en el hotel Stanhope. Habían hecho el amor en su dormitorio, mientras Conchita Gómez llevaba a Graham al restaurante del hotel, donde trataron al pequeño como a un principito. Los cuatro habían ido en automóvil desde Sagaponack hasta Nueva York, aunque Conchita protestó, diciendo que ella y Eduardo eran demasiado mayores para pasar una sola noche separados. Uno de ellos podría morir, y era terrible que una persona felizmente casada se muriese sola

El tiempo espectacular, por no mencionar el sexo, había causado una impresión tan favorable a Allan que insistió en recorrer a pie las quince manzanas hasta el lugar donde se celebraba la fiesta de Eddie. Más adelante Ruth pensaría que, cuando llegaron, Allan tenía el rostro un poco enrojecido, pero entonces lo consideró una señal de buena salud o el efecto del fresco aire otoñal

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