El asesino había desenroscado la bombilla de la lámpara de pie que había junto a la butaca de las felaciones. Era una bombilla de tan pocos vatios que la disminución de la luz se notaba menos que el hecho de que la habitación era manifiestamente menos roja. (El hombre también había quitado la pantalla de cristal coloreado.)
Entonces, del voluminoso maletín que había dejado sobre la butaca de las felaciones, el hombre topo sacó una especie de proyector de alto voltaje y lo enroscó en el portalámparas de la lámpara de pie. La habitación de Rooie se inundó de luz, una nueva luz que no mejoraba ni el aspecto de la estancia ni el cuerpo de Rooie, y que además iluminaba el ropero. Ruth veía claramente sus tobillos por encima de los zapatos. Y en la estrecha ranura de la cortina también veía su cara
Por suerte el asesino había dejado de examinar la habitación. Lo único que le interesaba era la manera en que la luz incidía en el cuerpo de la prostituta. Dirigió el potentísimo foco de modo que iluminara al máximo la cama, y con un gesto de impaciencia golpeó el brazo insensible de Rooie, pues no se había mantenido en la posición en que él lo había colocado. También parecía decepcionado porque los pechos estuvieran tan caídos, pero ¿qué podía hacer? Le gustaba más tendida de lado, con sólo uno de los senos a la vista
Bajo aquella luz deslumbrante, la calva del asesino relucía de sudor. Su piel tenía una tonalidad grisácea, en la que Ruth no había reparado antes, pero el jadeo había disminuido
El asesino parecía más relajado. Examinó el cuerpo de Rooie a través del visor de su cámara. Ruth reconoció la cámara, una Polaroid anticuada, de formato grande…, la misma que usaba su padre para hacer fotos de las modelos. Era necesario preservar el positivo en blanco y negro con el maloliente revestimiento Polaroid
El asesino tardó poco tiempo en tomar una sola foto, tras lo cual la pose de Rooie no pareció importarle lo más mínimo. La desalojó de la cama, empujándola bruscamente, a fin de usar la toalla que estaba debajo del cuerpo para desenroscar el proyector, que guardó de nuevo en el maletín. (Aunque sólo había estado encendido unos minutos, sin duda el proyector estaba muy caliente.) El asesino también utilizó la toalla para limpiar las huellas dactilares que había dejado en la pequeña bombilla que antes había desenroscado de la lámpara de pie. También eliminó las huellas de la pantalla de vidrio coloreado
El hombre sacudió la foto que se estaba revelando y que tenía más o menos el tamaño de un sobre. No esperó más de veinte o veinticinco segundos antes de abrir la película. Se acercó a la ventana y descorrió un poco la cortina a fin de juzgar la calidad del positivo con luz natural. Pareció muy satisfecho de la foto. Cuando regresó a la butaca de las felaciones, guardó la cámara en el maletín. En cuanto a la fotografía, la limpió cuidadosamente con el maloliente revestimiento de positivos y la agitó para secarla
Además de su jadeo, ahora muy reducido, el asesino tarareaba una tonada cuyo hilo era imposible seguir, como si estuviera preparando un bocadillo que esperaba comerse a solas. Sin dejar de sacudir la foto ya seca, se acercó de nuevo a la puerta principal, manipuló la cerradura hasta encontrar la manera de abrirla y, entreabriéndola un poco, echó un rápido vistazo al exterior. Para poder tocar la cerradura y el pomo de la puerta sin dejar huellas, se metió la mano en la manga del abrigo
Cuando el asesino cerró la puerta, vio la novela de Ruth Cole No apto para menores sobre la mesa donde la prostituta había dejado las llaves. Tomó el libro, le dio la vuelta y contempló la fotografía de la autora. Acto seguido, sin leer una sola palabra de la novela, abrió el libro por el centro e introdujo la fotografía entre las páginas. Metió la novela de Ruth en el maletín, pero éste se abrió al alzarlo de la butaca de las felaciones. La lámpara de pie estaba apagada y Ruth no pudo ver el contenido del maletín que había caído sobre la alfombra, pero el asesino se arrodilló. El esfuerzo de recoger los objetos y devolverlos al maletín afectó a su jadeo, que volvió a adquirir la agudeza de un silbato cuando por fin se levantó y cerró firmemente el maletín
Entonces el asesino dio un último vistazo a la habitación. Ruth se sorprendió al ver que no miraba por última vez a Rooie. Era como si ahora la prostituta sólo existiera en la fotografía. Y casi con la misma celeridad con que la había matado, el topo de semblante grisáceo se marchó. Abrió la puerta de la calle sin detenerse a observar si pasaba alguien por la Bergstraat o si una prostituta vecina estaba en su umbral. Antes de cerrar la puerta, inclinó la cabeza como si Rooie estuviera dentro, despidiéndole. Volvió a cubrirse la mano con la manga del abrigo para tocar la puerta
A Ruth se le había dormido el pie derecho, pero esperó un minuto o más en el ropero, por si el asesino volvía. Entonces salió cojeando del ropero y tropezó con la hilera de zapatos. Se le cayó al suelo el bolso, que como de costumbre estaba abierto, y tuvo que palpar la alfombra en la penumbra, buscando cualquier cosa que pudiera haberse caído. Comprobó que dentro del bolso estaba todo lo que era importante para ella (o que tenía su nombre inscrito). Su mano encontró en la alfombra un tubo de algo demasiado graso para ser abrillantador de labios, pero lo metió en el bolso de todos modos
Aquello que más adelante consideraría una cobardía vergonzosa (su pusilánime inmovilidad en el ropero, donde había permanecido paralizada de miedo) se acompañaba ahora de una cobardía distinta. Ya estaba cubriendo sus huellas, deseando primero no haber estado nunca allí y luego fingiendo que así era en efecto
No pudo dirigir una última mirada a Rooie. Se detuvo en la puerta y durante un tiempo que pareció eterno aguardó en la habitación con la puerta entreabierta, hasta que no vio a ninguna prostituta en los demás umbrales ni transeúnte alguno en la Bergstraat. Entonces salió a la calle y echó a andar con paso enérgico bajo la luz del atardecer, esa luz que tanto le gustaba en Sagaponack pero que allí no tenía más rasgos distintivos que el frío de un fin de jornada otoñal. Se preguntó quién repararía en que Rooie no había recogido a su hija en la escuela
Durante diez, tal vez doce minutos, intentó convencerse de que no estaba huyendo. Ése fue el tiempo que tardó en caminar hasta la comisaría de la Warmoesstraat en De Wallen. Cuando volvió a encontrarse en el barrio chino, Ruth redujo considerablemente la rapidez de sus pasos. Tampoco abordó a los dos primeros policías que vio. Montaban a caballo, a una altura notable por encima de ella. Al llegar a la entrada de la comisaría, en el número 48 de la Warmoesstraat, no se decidió a entrar y dio media vuelta para regresar al hotel. Empezaba a comprender no sólo lo cobarde que era, sino también su nulidad como testigo
Allí estaba la famosa novelista con su propensión al detalle. No obstante, en sus observaciones de una prostituta con un cliente, no se había fijado en el detalle más importante de todos. Nunca podría identificar al asesino, pues apenas era capaz de describir su aspecto. ¡Se había propuesto no mirarle! Los ojillos con su aspecto de vestigios oculares, que tan vivamente le habían recordado al hombre topo, casi no eran una característica identificadora. Lo que Ruth había retenido mejor del asesino era lo más corriente, su inexpresividad