Nate estaría esperando su llamada, pero de repente eso no le pareció tan importante, ni tampoco el que Alvin estuviera de camino. Si todo salía bien, todavía podrían llevar a cabo la filmación tanto esa noche como la siguiente. Contaba con diez horas por delante hasta que aparecieran las luces; calculó que en dos horas podría llegar a Hatteras en una lancha. Le sobraba tiempo para llegar hasta allí, hablar con Lexie y regresar, siempre y cuando encontrara a alguien que se aviniera a llevarlo de vuelta.
Pero las circunstancias podían torcerse, por supuesto. A lo mejor no conseguiría alquilar una barca, aunque si eso sucedía, era capaz de conducir hasta Buxton. Una vez allí, sin embargo, no estaba seguro de que lograra encontrar a Lexie.
Nada tenía sentido en su plan. Pero ¿qué más daba? Muy de vez en cuando, todo el mundo tenía derecho a cometer alguna locura, y ahora era su turno. Llevaba dinero en el billetero, y pensaba encontrar la forma de llegar hasta su destino. Asumiría ese riesgo sólo para ver cómo reaccionaba Lexie, aunque únicamente fuera para demostrarse a sí mismo que podía abandonarla y no volver a pensar jamás en ella.
De eso se trataba. Cuando Doris le insinuó que quizá no la volvería a ver, sus pensamientos se nublaron. Sí, iba a marcharse del pueblo en un par de días, pero eso no significaba que su historia con Lexie tuviera que darse por concluida; por lo menos todavía no. Podría venir a visitarla de vez en cuando, y ella también podría desplazarse hasta Nueva York; buscarían la forma de verse periódicamente. Eso era lo que hacía mucha gente, ¿no? Aunque eso no fuera posible, aunque ella hubiera tomado la inamovible determinación de poner punto y final a su amistad, Jeremy quería que se lo dijera a la cara. Sólo entonces podría regresar a Nueva York con la certeza de que no le había quedado ninguna otra opción.
Sin embargo, mientras llegaba a la barrera que daba acceso al primer puerto que avistó, se dio cuenta de que no quería que ella pronunciara esas palabras. No se dirigía a Buxton para escuchar un adiós ni para oír cómo Lexie le decía que no deseaba verlo nunca más. De hecho -y se sorprendió ante tal descubrimiento-, sabía que iba a averiguar si Alvin tenía razón.
El atardecer era el momento favorito del día de Lexie. La tenue luz invernal, combinada con la austera belleza natural del paisaje, hacía que el mundo pareciera de ensueño. Incluso el faro parecía un espejismo, coloreado con rayas negras y blancas como si se tratara de una barra de caramelo.
Mientras paseaba por la playa, intentó imaginarse lo difícil que debió de ser para los marineros y pescadores navegar por esa zona cuando todavía no existía el faro. Las aguas poco profundas que se extendían mar adentro con bancos de arena movedizos recibían el nombre de «la tumba del Atlántico», y en sus fondos descansaban los restos de miles de embarcaciones que habían naufragado. El Monitor, que había intervenido en la primera batalla entre barcos acorazados durante la guerra civil, se había hundido en ese lugar. Y la misma suerte había corrido el Central America, cargado con oro de California, cuyo naufragio fue uno de los motivos de la terrible crisis financiera de 1897. El barco de Barbanegra, el Queen Anne's Revenge, fue hallado cerca de Beaufort Inlet, y media docena de submarinos alemanes que se hundieron durante la segunda guerra mundial recibían ahora la visita casi a diario de un sinfín de submarinistas.
Su abuelo era un entusiasta de la historia, y cada vez que paseaban por la playa cogidos de la mano, le contaba anécdotas sobre los barcos que habían desaparecido a lo largo de los siglos. Aprendió cosas sobre los huracanes y las enormes olas peligrosas y los fallos en la navegación que motivaban que los barcos embarrancaran hasta que eran despedazados por la furia del mar. Aunque no estaba particularmente interesada y a veces incluso se asustaba al imaginarse esas tremendas situaciones, la cadencia lenta y melódica con que su abuelo relataba las historias tenía un efecto sedante, y jamás intentó cambiar de tema. Sabía que hablarle sobre esas cuestiones significaba mucho para él. Unos años más tarde se enteró de que el barco de su abuelo fue torpedeado durante la segunda guerra mundial y que él sobrevivió de milagro.
El recuerdo de esas largas caminatas hizo que de repente echara de menos a su abuelo con una súbita intensidad. Los paseos habían formado parte de su rutina diaria, algo sólo entre ellos dos, y normalmente lo hacían cuando faltaba una hora para la cena, mientras Doris cocinaba. A menudo él se hallaba sentado, leyendo, con las gafas en la punta de la nariz; de repente cerraba el libro con un suspiro y lo dejaba a un lado. Se levantaba de la silla y le preguntaba si le apetecía dar un paseo para ver los caballos salvajes.
Lexie se volvía loca ante la mera idea de ver los caballos. No sabía por qué; jamás había montado uno de esos animales, ni tampoco era algo que deseara particularmente, pero recordaba cómo se plantaba en la puerta en un abrir y cerrar de ojos tan pronto como su abuelo mencionaba la posibilidad. Por lo general los caballos se mantenían alejados de la gente y salían a la carrera cuando alguien se les acercaba, pero les gustaba pacer al anochecer, y entonces bajaban la guardia, aunque sólo fuera unos minutos. A menudo era posible acercarse lo suficiente para ver sus marcas distintivas y, con un poco de suerte, incluso escuchar sus relinchos, como si la advirtieran que no se acercara más.
Eran caballos descendientes de los mustang españoles, y su presencia en la Barrera de Islas databa desde 1523. En esos días el Gobierno aseguraba su supervivencia a través de unas normas muy estrictas, y los cuadrúpedos formaban parte del paisaje del mismo modo que los ciervos en Pensilvania, con el único inconveniente de que a veces había demasiados ejemplares. Los habitantes de la zona no solían prestarles atención, salvo cuando se convertían en un incordio; pero para muchos veraneantes, verlos era uno de los objetivos del viaje. A esas alturas Lexie se consideraba casi como una habitante más de la localidad, pero siempre que veía los caballos se sentía rejuvenecer, como si todavía fuera una niña, con mil sueños y expectativas por delante.
Deseaba sentirse de ese modo, aunque sólo fuera para escapar de las presiones de su vida de adulta. Doris la había llamado para contarle que Jeremy la había estado buscando, lo cual no la sorprendió en absoluto. Suponía que él se preguntaría qué error había cometido o por qué ella se había marchado de esa manera tan precipitada, pero a la vez pensaba que él se recuperaría del chasco rápidamente. Jeremy era una de esas personas fuertes con suficiente confianza en sí mismas que avanzaban por la vida sin arrepentirse de nada de lo que hacían y sin volver la vista atrás.
Avery también era así, y aún recordaba el sentimiento de dolor que le provocaba su arrolladora confianza en sí mismo y la indiferencia que le demostró cuando ella se sintió herida. Ahora reconocía que debería haber interpretado esos defectos de su carácter como lo que eran, pero en esos momentos no hizo caso de las señales de alerta: cómo observaba a las mujeres demasiado rato, o con qué efusividad abrazaba a otras mujeres, aunque él le aseguraba que sólo se trataba de amigas. Al principio quiso creerlo cuando le dijo que sólo había sido infiel una vez, pero poco a poco fue atando cabos con la ayuda de conversaciones olvidadas que emergieron de nuevo: una vez, una de sus amigas de la universidad le confesó que había oído rumores acerca de una historia tórrida entre Avery y otra estudiante; uno de sus compañeros de trabajo mencionó unas cuantas ausencias laborales injustificadas de Avery. Odiaba verse en el papel de una pobre inocentona, pero lo cierto era que lo había sido, y le dolía más la decepción que había sentido consigo misma que la decepción que sintió con él. Supuso que no tardaría en reponerse, que conocería a un buen chico…, alguien como el señor sabelotodo, quien le demostró de una vez por todas que no era una buena psicóloga a la hora de juzgar a los hombres. Parecía incapaz de mantener una relación estable.