Mientras Alvin hablaba, Jeremy pulsaba algunas teclas del ordenador para acceder al Canal del Tiempo a través de internet. En el mapa de Estados Unidos que apareció en pantalla, la zona del nordeste no era más que una tupida mancha blanca.
«Caramba. ¿Quién se lo iba a imaginar?», pensó.
– Es que he estado muy ocupado -balbuceó a modo de excusa.
– ¡Ya! Pues a mí me parece que has estado escurriendo el bulto -comentó Alvin-. Pero espero que la chica valga la pena.
– ¿De qué estás hablando?
– A mí no me engañas, chaval. Somos amigos, ¿recuerdas? Nate estaba al borde de un ataque de nervios porque no conseguía contactar contigo; tú no has leído la prensa, ni tampoco has mirado las noticias. Ambos sabemos lo que eso significa. Siempre actúas igual cuando conoces a un nuevo pimpollo.
– Mira, Alvin…
– ¿Es guapa? Me apuesto lo que quieras a que sí. Siempre te han gustado las más espectaculares. Qué rabia que me da…
Jeremy dudó antes de responder, pero al final acabó por ceder. Si Alvin iba a venir, era mejor que se lo contara cuanto antes.
– Sí, es muy guapa. Pero no es lo que crees. Sólo somos amigos.
– ¡Anda ya! -espetó Alvin, riendo-. Lo que pasa es que tu idea de amistad no coincide con la mía.
– No, esta vez es distinto -reconoció Jeremy.
– ¿Tiene hermanas? -preguntó Alvin, ignorando el comentario.
– No.
– Pero tendrá alguna amiga, supongo. Y te recuerdo que no estoy interesado en bailar con la más fea.
Jeremy notó un incipiente dolor de cabeza, y su tono de voz cambió de forma radical.
– Mira, no estoy de humor para esas tonterías, ¿vale?
Alvin se quedó mudo al otro lado del aparato.
– ¿Qué te pasa? Simplemente estaba bromeando.
– Lo que me pasa es que no me hacen gracia algunas de tus bromas.
– Te gusta, ¿eh?
– Ya te he dicho que sólo somos amigos.
– No te creo. Te estás enamorando como un pardillo.
– No -replicó Jeremy.
– Te conozco como si te hubiera parido, así que no intentes negarlo. Y me parece genial; raro, pero genial. Desgraciadamente, tendremos que continuar hablando de este tema tan interesante más tarde, porque si no, perderé el avión. El tráfico está fatal, como puedes imaginar. Pero de verdad, me muero de ganas por ver a la mujer que finalmente ha conseguido domarte.
– No me ha domado -protestó Jeremy-. ¿Por qué no haces el favor de escucharme?
– Pero si es lo que estoy haciendo. Lo que sucede es que también oigo las cosas que no quieres contarme.
– Bueno, dejémoslo ahí, ¿vale? ¿Cuándo llegarás?
– Hacia las siete de la tarde. Nos vemos luego, ¿de acuerdo? Ah, y salúdala de mi parte. Dile que me muero de ganas por conocerla, a ella y a su amiga…
Jeremy colgó antes de que Alvin tuviera la oportunidad de acabar, y, como si quisiera rematar el incómodo diálogo, introdujo el móvil en el fondo del bolsillo.
Por eso lo había mantenido desconectado. Debía de haber sido una decisión del subconsciente, basada en el hecho que sus dos mejores amigos a veces mostraban una tendencia a ser unos auténticos pesados. Primero Nate, el conejito incombustible de las pilas Energizer y su interminable búsqueda de la fama. Y ahora esto.
Alvin no tenía ni idea de acerca de qué estaba hablando. Quizá habían sido amigos en el pasado, habían pasado muchos viernes por la noche mirando a mujeres descaradamente por encima de las jarras de cerveza, a lo mejor habían hablado sobre temas trascendentales durante horas y, sin lugar a dudas, Alvin había llegado a creer que tenía razón. Pero en esta ocasión no era así, simplemente porque no podía serlo.
Después de todo, los hechos hablaban por sí solos. Básicamente, porque Jeremy no había amado a ninguna mujer desde hacía una eternidad, y a pesar de que había llovido mucho desde la última vez que estuvo enamorado, todavía recordaba lo que había sentido. Estaba seguro de que habría reconocido ese sentimiento de nuevo, y francamente, no era así. Y puesto que prácticamente acababa de conocer a Lexie, la idea le parecía absolutamente ridícula. Incluso su madre, italiana de pura cepa y exageradamente sentimental, no creía en el amor a primera vista. Como con sus hermanos y sus cuñadas, su madre sólo deseaba que Jeremy se casara y tuviera hijos; pero si él apareciera por la puerta y anunciara que había conocido a la mujer de su vida dos día antes, su madre le propinaría un fuerte escobazo, proferiría insultos en italiano, y lo arrastraría derechito a la iglesia, convencida de que le ocultaba algunos pecados más serios que necesitaban ser confesados.
Su madre conocía a los hombres. Se había casado con uno, había criado a sus seis hijos -todos varones-, y tenía la certeza de que lo había visto todo. Sabía exactamente qué era lo que los hombres pensaban cuando miraban a una mujer, y a pesar de que se fiaba más del sentido común que de la ciencia, estaba completamente segura de que era imposible enamorarse en tan sólo un par de días. El amor podía ser un dispositivo que se disparaba rápidamente, pero el verdadero amor necesitaba tiempo para madurar hasta convertirse en algo más fuerte y duradero. El amor era, por encima de todo, un sentimiento que requería compromiso y dedicación y la creencia de que el compartir años con una determinada persona derivaría a algo más trascendental que la suma de lo que las dos almas podrían conseguir por separado. Únicamente el tiempo, sin embargo, sería capaz de demostrar si uno había tomado la decisión acertada al elegir a su pareja.
La lujuria, en cambio, podía suceder casi instantáneamente, y ése era el motivo por el que su madre le habría pegado con la escoba. Para ella, la descripción de lujuria era simple: dos personas se dan cuenta de que son compatibles, nace una atracción entre ellas y se activa el instinto primitivo de preservar la especie. Y todo eso significaba que mientras la lujuria era una posibilidad, él no podía amar a Lexie.
Así estaban las cosas. Caso cerrado. Alvin se equivocaba, Jeremy tenía razón, y de nuevo la verdad le daba alas para ser libre. Sonrió con satisfacción por un momento antes de fruncir el ceño.
Sin embargo…
Bueno, la cuestión era que tampoco estaba seguro de que fuera lujuria lo que sentía por Lexie, al menos no esa mañana. Porque más que desear abrazarla o besarla, simplemente sentía unas inmensas ganas de volver a verla, de pasar un rato con ella, de hablar con ella. Quería ver esa divertida mueca de fastidio cuando él soltaba alguna tontería, quería volver a sentir la calidez de su mano sobre su brazo como el día previo. Deseaba observar cómo se arreglaba nerviosamente el pelo detrás de la oreja, y escucharla mientras ella le contaba anécdotas de su infancia. Anhelaba preguntarle cuáles eran sus sueños y sus esperanzas para el futuro, descubrir sus secretos.
No obstante, eso no era lo más extraño de todo. Lo más extraño era que no podía percibir un motivo oculto para sus impulsos. Cierto, no diría que no si Lexie le insinuara que quería acostarse con él, pero aunque ella no quisiera, con sólo pasar un rato con ella se daba por satisfecho, al menos de momento.
En el fondo, simplemente le faltaba un motivo oculto. Ya había tomado la decisión de que nunca más pondría a Lexie en un aprieto, como había hecho la noche previa. Se requería un enorme coraje, más del que él tenía, para decir lo que ella había dicho. Después de todo, en los dos días que hacía que se conocían, Jeremy no había sido capaz de contarle que ya había estado casado.
Pero si eso no era amor ni tampoco parecía que fuera lujuria, ¿qué era? ¿Que le gustaba Lexie? Por supuesto; pero esa explicación tampoco definía exactamente lo que sentía. Era demasiado imprecisa. A la gente le gustaban los helados; a la gente le gustaba mirar la tele. No, era una expresión demasiado vaga, y francamente no reflejaba por qué, por primera vez, él sentía la necesidad de contarle a alguien la verdad sobre su divorcio. Sus hermanos no sabían el motivo, ni tampoco sus padres. Pero, si bien no sabía por qué, no podía dejar de pensar que deseaba contárselo a Lexie; y justo en ese momento ella se hallaba en algún lugar que él desconocía.