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– Tu abuela demostró ser una mujer muy inteligente. Me refiero a lo que hizo.

– Es una mujer muy inteligente.

– Es cierto -ratificó Jeremy, y justo entonces Lexie se acercó más a él, como si se esforzara por ver algo a lo lejos.

– Supongo que querrás encender las cámaras -dijo ella.

– ¿Por qué?

– Porque se acercan. ¿No lo notas?

Jeremy estaba a punto de bromear sobre el hecho de lo ávido que era como cazafantasmas cuando se dio cuenta de que no sólo podía ver a Lexie, sino también las cámaras que quedaban más apartadas. Y también divisó la senda hasta el coche. En esos momentos empezaba a haber más luz.

– ¡Eh! -exclamó ella-. ¿Vas a dejar escapar tu gran oportunidad?

El parpadeó varias veces seguidas para asegurarse de que sus ojos no le estaban jugando una mala pasada, luego activó el control remoto de las tres cámaras. Los pilotos rojos se encendieron a lo lejos. Era todo lo que podía hacer para procesar el hecho de que sucedía algo anómalo.

Miró a su alrededor, como buscando algún coche que pasara cerca de la carretera o alguna casa iluminada, y cuando volvió a mirar hacia las cámaras, decidió que definitivamente pasaba algo raro. No sólo podía ver las cámaras, sino también el detector electromagnético en el centro del triángulo. Cogió las gafas de visión nocturna.

– No las necesitarás -anunció ella.

De todas formas, Jeremy se las puso, y súbitamente el mundo adoptó un resplandor verde fosforescente. Mientras se incrementaba la intensidad de la luz, la niebla empezaba a adoptar formas más sinuosas.

Consultó la hora: pasaban diez segundos de las 23.44, y anotó el dato para no olvidarlo. Se preguntó si la luna había salido repentinamente; lo dudaba, pero de todos modos pensaba consultar la fase lunar cuando regresara a su habitación en el Greenleaf.

Pero esos pensamientos no eran más que secundarios. La niebla, tal y como Lexie había predicho, continuó haciéndose más luminosa, y Jeremy se quitó las gafas por un momento, notando la diferencia entre las imágenes. La luminosidad iba en aumento, pero el cambio todavía parecía más significativo con las gafas. Se moría de ganas de comparar las imágenes grabadas con las cámaras una a una. Pero en esos precisos instantes, todo lo que podía hacer era mirar fijamente hacia delante, esta vez sin las gafas.

Conteniendo la respiración, contempló cómo la niebla delante de ellos se tornaba más plateada, antes de cambiar a un amarillo pálido, luego a un blanco opaco, y finalmente adquirir una luminosidad prácticamente cegadora. Por un momento, sólo un momento, casi todo el cementerio se hizo visible -como un campo de fútbol iluminado antes de que empiece el partido-, y pequeñas porciones de la luz de la niebla empezaron a agitarse en un círculo de reducidas dimensiones antes de esparcirse súbitamente hacia el exterior del núcleo, como si se tratara de una estrella que acabara de explotar. Por un instante, Jeremy imaginó que veía las formas de personas o de cosas, pero justo entonces la luz empezó a retirarse, como si alguien la estuviera arrastrando con un hilo, hacia atrás, hacia el centro, y antes de que pudiera darse cuenta, las luces habían desaparecido y el cementerio volvía a estar completamente a oscuras.

Jeremy parpadeó para asegurarse de que no estaba soñando y acto seguido consultó nuevamente la hora. La visión había durado veintidós segundos exactamente. A pesar de que sabía que debía incorporarse e ir a inspeccionar el equipo, se quedó unos instantes con la mirada clavada en el punto donde los fantasmas de Cedar Creek habían hecho su aparición.

Los fraudes, los errores sin mala fe y las coincidencias eran las explicaciones más frecuentes para eventos tachados de sobrenaturales, y hasta ese momento, cada investigación llevada a cabo por Jeremy encajaba en una de esas tres categorías. La primera tendía a ser la razón más predominante en situaciones en que alguien intentaba sacar alguna clase de provecho. En esta categoría se encontraba William Newell, por ejemplo, que alegaba haber encontrado, en su granja de Nueva York en 1869, los restos petrificados de un gigante, una estatua conocida como el Gigante de Cardiff. Timothy Clausen, el espiritista, era otro ejemplo.

Mas los fraudes también incluían a aquellos que simplemente querían ver a cuánta gente podían engañar, no por dinero, sino únicamente para constatar si eso era posible. Doug Bower y Dave Chorley los granjeros ingleses que crearon el fenómeno conocido como los círculos en los sembrados, eran un claro ejemplo; el médico que fotografió al monstruo del lago Ness en 1933 era otro. En ambos casos, el engaño fue originalmente perpetrado como una broma práctica, pero el interés que sus engaños despertaron en el público fue tan grande que los culpables no se atrevieron a realizar las confesiones pertinentes.

Los errores sin mala fe, por otro lado, eran simplemente eso: alguien que confundía un globo aerostático con un ovni, un oso con Bigfoot, o de repente se descubría que alguien había movido unos restos arqueológicos hasta la ubicación que ocupaban en la actualidad cientos o miles de años después de su emplazamiento original. En esos casos, el testigo veía algo, pero la mente convertía la visión en algo completamente distinto.

En el saco de las coincidencias tenía cabida prácticamente el resto de los casos, y era simplemente una cuestión de probabilidad matemática. Por increíble que pudiera parecer que un evento sucediera, mientras existiera la más leve posibilidad de que pasara, probablemente acabaría sucediéndole a alguien, en algún lugar, en algún momento. Por ejemplo, la novela Futilidad de Robert Morgan, publicada en 1898 -catorce años antes del hundimiento del Titanic-, narraba la historia del barco de pasajeros más grande del mundo que partía del puerto de Southampton en su viaje inaugural, durante la travesía chocaba contra un iceberg, y un nutrido número de sus pasajeros ricos y famosos perecían trágicamente en las gélidas aguas del Atlántico Norte por falta de suficientes botes salvavidas. El nombre del barco, irónicamente, era Titán.

Sin embargo, lo que había sucedido en el cementerio de Cedar Creek no acababa de encajar en ninguna de estas tres categorías. A Jeremy no le pareció que las luces fueran fruto ni de un fraude ni de una coincidencia, y tampoco creyó que se tratara de un error sin mala fe. Debía de haber alguna explicación lógica, pero allí sentado en el cementerio, todavía aturdido por la visión que acababa de presenciar, no tenía ni idea de lo que podía ser.

Durante el transcurso de los acontecimientos, Lexie había permanecido sentada y no había pronunciado ni una sola palabra.

– ¿Y bien? -preguntó finalmente-. ¿Qué opinas?

– Todavía no lo sé -admitió Jeremy-. He visto algo, de eso estoy seguro.

– ¿Habías visto algo parecido en tu vida?

– No -confesó él-. Por primera vez tengo la impresión de estar ante algo misterioso.

– Es increíble, ¿no crees? -declaró ella, con una voz inmensamente suave-. Casi había olvidado lo bonitas que eran. He oído hablar de las auroras boreales, y a veces me pregunto si deben de asemejarse.

Jeremy no respondió. Allí sentado en silencio, recreó las luces mentalmente, pensando que la intensidad progresiva que habían ido adquiriendo le recordaba a los faros de un coche en dirección contraria después de una curva. Simplemente tenían que ser el resultado de alguna clase de vehículo en movimiento, pensó. Miró otra vez hacia la carretera, esperando a que pasara un coche, pero no le sorprendió no ver ninguno.

Durante unos minutos, Lexie no lo interrumpió. Después se inclinó hacia delante y le dio un golpecito en el brazo para llamar su atención.

– Bueno, ¿qué hacemos ahora?

Jeremy sacudió enérgicamente la cabeza, intentando enfocar toda su atención en ella.

– ¿Hay alguna autopista cerca, o alguna carretera principal?

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