Doris se quedó mirando al alcalde fijamente durante un buen rato. Sin lugar a dudas, ese hombre sabía perfectamente qué tecla había que pulsar en cada momento. Además, tenía razón. Podía imaginar lo que Jeremy acabaría escribiendo si ella no asistía a la cena y él sólo recibía información por parte del alcalde. Tom tenía razón: ella era la única que podía organizar una cena en tan poco tiempo.
Al alcalde no se le escapaba que Doris se había estado preparando para el duro fin de semana que se avecinaba, y que en la cocina del Herbs tenía comida de sobras para abastecer a todo un regimiento.
– De acuerdo -capituló Doris-. Me encargaré de la cena, pero ni por un segundo creas que me pondré a servir a toda esa gente. Será un bufé libre, y yo me sentaré en una de las mesas, como el resto de los invitados.
Gherkin sonrió.
– Es que no lo aceptaría de otro modo, Doris.
Rodney Hopper, el ayudante del sheriff, estaba sentado en su coche, aparcado justo enfrente de la biblioteca, preguntándose si debía entrar o no a hablar con Lexie. Podía ver el auto del urbanita en el aparcamiento, lo cual significaba que ya habían regresado de quién sabía dónde, y podía ver luz en el despacho de Lexie a través de la ventana.
Se imaginó a Lexie sentada delante de la mesa, leyendo, con las rodillas dobladas y los pies sobre la silla, jugueteando con un mechón de pelo con una mano mientras que con la otra pasaba las páginas de un libro. Deseaba verla, pero el problema era que sabía que no tenía ninguna excusa para hacerlo. Jamás se dejaba caer por la biblioteca para charlar con ella porque era consciente de que tal vez Lexie no quería que lo hiciera. Ella nunca le había sugerido que fuera a verla, y si alguna vez él intentaba encauzar la conversación en esa dirección, Lexie cambiaba de tema. En cierto modo tenía sentido, porque ella tenía que trabajar, pero al mismo tiempo, Rodney pensaba que si la convencía para que le permitiera visitarla de vez en cuando, eso supondría otro pequeño paso adelante en su relación.
Vio pasar una figura cerca de la ventana y se preguntó si el urbanita estaba en el despacho con ella.
Súbitamente se puso tenso. Eso sería terrible. Primero una cita para comer -algo que él y Lexie jamás habían hecho-, y ahora una visita de confianza en el trabajo. Apretó los dientes con rabia ante tal pensamiento. En menos de un día ese tipo había logrado abrir una brecha e instalarse plácidamente en la vida de Lexie. Bueno, quizá tendría que intercambiar unas cuantas palabras con él y dejarle las cosas claras, para que comprendiera exactamente la situación.
Por supuesto, con esa actitud constataría que la relación entre Lexie y él iba en serio, algo de lo que no estaba tan seguro. Hasta el día anterior se había mostrado satisfecho con el estado de su relación; bueno, si era franco consigo mismo, quizá no del todo satisfecho. Habría preferido que las cosas avanzaran con un poco más de rapidez, pero eso era otra cuestión. El asunto ahora era que hasta el día anterior estaba convencido de no tener ningún adversario, y en cambio, hoy, ese par estaba sentado ahí arriba, ¡los dos juntos! Probablemente reían y bromeaban, disfrutando como enanos, mientras él estaba sentado en el coche, con el motor parado, espiándolos desde la calle.
Pero claro, quizá Lexie y el urbanita no estaban juntos en el despacho. Quizá Lexie estaba haciendo…, bueno, su trabajo de bibliotecaria, mientras él se hallaba en la otra punta de la biblioteca, sentado, con el cuerpo encorvado, leyendo algún libro más que aburrido. A lo mejor Lexie sólo pretendía ser cortés con él, ya que no podía obviar el hecho de que era forastero. Consideró un par de veces dicha posibilidad, y admitió -no sin alivio- que tenía sentido. Maldición; todo el mundo se esmeraba por intentar que ese tipo se sintiera como en casa, el alcalde el primero. Esa mañana, cuando tenía acorralado al urbanita, justo en el momento en que iba a dejar claras las reglas del juego, el alcalde (¡el alcalde!) había ayudado a ese energúmeno a escapar airoso. Y ahora, ese desgraciado y Lexie estaban recogiendo flores y contemplando juntos el arco iris.
Pero a lo mejor no era así, tuvo que recordarse a sí mismo. Odiaba no saber qué era lo que pasaba, y justo en el momento en que se preparaba para salir del coche y dirigirse al edificio, sus pensamientos se vieron truncados por unos golpecitos secos en la ventana del coche. Necesitó unos instantes para enfocar la cara que había al otro lado del cristal.
El alcalde. ¡Vaya con ese plasta inoportuno! Era la segunda vez que lo interrumpía en el mismo día.
Rodney bajó el cristal, y una bocanada de aire helado penetró en el coche. El alcalde se apoyó en el marco de la ventana usando sus manos como soporte.
– ¡Justo el hombre que andaba buscando! -exclamó Gherkin-. Pasaba por aquí y he visto tu coche aparcado, y de repente he pensado que esta noche necesitaremos a un representante de las fuerzas de la ley.
– ¿Para qué?
– Para la fiestecita que estoy organizándole a Jeremy Marsh, nuestro ilustre visitante, esta noche, en la plantación de Lawson.
Rodney parpadeó varias veces seguidas.
– Bromeas, ¿verdad?
– No, de ningún modo. De hecho, le he pedido a Gary que le haga una copia de la llave de la ciudad.
– La llave de la ciudad -repitió Rodney.
– Por supuesto, pero no se lo cuentes a nadie. Es una sorpresa. Pero ya que todo este tema está adoptando un cauce demasiado oficial, te agradecería mucho que vinieras esta noche. De ese modo conferiríamos a la velada un aire más… más solemne. Mira, podrías estar a mi lado cuando le entregue la llave de la ciudad.
Rodney hinchió el pecho, sintiéndose adulado. No obstante, no había ninguna posibilidad de que aceptara la proposición.
– Me parece que eso debería hacerlo mi jefe, ¿no te parece?
– Bueno, sí. Pero ambos sabemos que estos días está en la montaña cazando, y puesto que tú asumes el cargo cuando él no está, es una de esas cosas que te toca hacer.
– No sé, Tom. Tendría que buscar a alguien para que me reemplazara. Es una pena, pero no creo que pueda hacerlo.
– Sí, es una pena, pero lo comprendo. El deber es lo primero.
Rodney suspiró aliviado.
– Gracias.
– Estoy seguro de que a Lexie le sabrá mal no verte.
– ¿Lexie?
– Sí, claro. Es la bibliotecaria, y eso la convierte en una de las dignatarias que tiene que asistir. Precisamente venía para comunicárselo. Bueno, probablemente no le importará pasar la noche charlando con nuestro huésped, si tú no estás. -El alcalde se incorporó-. Pero no te preocupes; lo comprendo, de veras.
– ¡Un momento! -gritó Rodney mientras su cerebro intentaba procesar la información rápidamente-. Has dicho que es esta noche, ¿verdad?
Gherkin asintió.
– No sé en qué estaba pensando, pero creo que Bruce tiene guardia, así que seguramente podré organizarme para venir un rato.
Gherkin sonrió.
– Me alegro mucho. Y ahora, si me perdonas, me voy a la biblioteca a charlar con la señorita Darnell. ¿Tenías intención de hablar con ella? Porque si es así, puedo esperar.
– No -repuso Rodney-. Simplemente dile que la veré más tarde.
– Se lo diré, no te preocupes.
Tras conseguir alguna información adicional para Jeremy y hacer una rápida incursión en su despacho, Lexie se halló rodeada de una veintena de niños, algunos cómodamente instalados en las faldas de sus madres. Sentada en el suelo, Lexie empezó a leer su tercer libro. En la sala había un gran alboroto, como siempre. En una mesita baja situada en un rincón había galletas y ponche; en la esquina más alejada, algunos de los niños
que mostraban menos interés por la narración jugaban con los juguetes que Lexie había colocado en las estanterías. Otros se dedicaban a pintar con los dedos sobre un tapete que ella había diseñado. La sala estaba decorada con colores intensos; las estanterías se asemejaban a divertidos lápices de colores, y a pesar de las protestas de algunos de los voluntarios más veteranos y de los empleados -que querían que los niños se sentaran en silencio mientras duraba la sesión de lectura, tal y como habían hecho siempre-, Lexie deseaba que los pequeños se lo pasaran en grande en la biblioteca. Quería que tuvieran ganas de venir, aunque eso implicara abarrotar las estanterías de juguetes y disponer de una sala menos silenciosa. A lo largo de los años había tenido la satisfacción de ver cómo docenas de niños disfrutaban jugando durante un año o más antes de descubrir el placer de las historias, y eso le parecía un gran logro. Siempre y cuando siguieran yendo a la biblioteca, claro.