Tuviste frío entonces. Las ráfagas de brisa helada os golpeaban mientras Lupi se te acercó y murmuraba que les esperases allí, pero no como una orden, sino como una disculpa, y te dieron ganas de gritarle que no se preocupase, que estabas allí de modo plenamente voluntario, pero no dijiste nada: ellos se siguen alejando, al principio como un grupo compacto, dispersos luego, hasta que cruzan la carretera y desaparecen, sus cuerpos ya sólo sombra entre la sombra y sus pasos confundidos con el rumor del río.
Ya solo, apoyado en el capó, sentiste cómo el frío de la chapa se pegaba a tus manos, a tu cuerpo entero, y te separaste para seguir la carretera hasta el puente por hacer algo, por verlos todavía, por asistir aunque fuese de lejos al nudo de su aventura.
Aquel paseo te tranquilizó otra vez. Tus pasos sobre la gravilla de la cuneta parecían llenarlo todo de ritmo. La noche y el mundo se movían al compás de ese craas-craas que ibas haciendo.
Llegaste a la desviación y te dirigiste al puente que habías conocido llamándose 'nuevo» y que ya no lo es y tuviste la primera visión dudosa del pueblo. Allí te detuviste, allí mismo, y desde allí levantaste los prismáticos, observando a través de ellos los volúmenes y los claroscuros de los edificios.
Ahora lo recuerdas todo vívidamente, mientras cierras de nuevo la mano e intentas separar tu mejilla del áspero cepillo vegetal, extender tus piernas en el desarrollo de ese pataleo que no consiguieron terminar, separar tu costado del suelo y levantarte.
Porque ahora las voces son más cercanas, las palabras más nítidas (o se trata de la misma palabra, de las últimas sílabas de una frase que suena desde siempre, desde hace unos instantes que, sin embargo, por ser los únicos, son eternos y no han empezado ni terminarán) y la luz hace brillar los ojos desorbitados de Lupi.
La palabra, la voz, se desenreda todavía por el aire y, mientras quieres decirle que intente levantarse él también, todos esos recuerdos se suceden como fotogramas: te vuelves a ver en la furgoneta, ante el paisaje de papel de plata vislumbrado desde la desembocadura del puente; te encuentras otra vez descubriendo el rumor de la noche, el silencio de la noche cuando detuviste la furgoneta, cuando pensaste que ese rumor era en realidad un caparazón que encerraba otros rumores, otros silencios.
Pero se produjeron unas detonaciones y luego una ráfaga que simuló un solo ruido sincopado. Tras una breve pausa, sonaron otras. La noche perdió de pronto su serenidad de postal. Todo era auténtico: las perspectivas se alargaban dificultosamente entre las asperezas del terreno lejanas, invisibles; las masas vegetales escondían espacios reales. Todo era verdadero. Alrededor de la Planta se encendieron varios focos nuevos, con lo que la blancura se hizo excesiva, amenazante.
Te quedaste inmóvil, mientras el eco de las detonaciones se perdía en la noche y sonaba el alarido de una alarma; inmóvil ante la noche clara y helada, como ante el quicio de la puerta de una estancia que escondiese un secreto descomunal y pavoroso.
Te volviste al fin y echaste a correr por la carretera y luego por el borde lleno de gravilla hasta llegar cerca de la furgoneta, cuyo bulto parecía agazaparse como el cuerpo de un gigantesco animal a punto de saltar, a un lado del camino.
Entraste en la furgoneta, te sentaste y apretaste el volante con ambas manos, sintiendo su frío como una quemadura. Los cristales estaban sucios y desde allí dentro la purpurina de la noche adquiría un tono menos firme, como más ajado, como si el papel de plata hubiese sido desarrugado minuciosamente después de estar hecho una pelota y hubiese perdido, por tanto, casi todo su terso fulgor.
Y contemplaste la oscuridad de la noche que, de ese modo, se hacía todavía más irreal, mientras el miedo se ajustaba a ti como un sudario. Porque, aunque sospechabas que se había producido una catástrofe, no podías irte.
Encendiste el motor y, con las luces apagadas, esperabas el desenlace con fatalismo.
Las puertas estaban abiertas de par en par
Las puertas estaban abiertas de par en par. Se marcaban en el suelo del zaguán, pequeñas y húmedas, las huellas de unas pisadas de perro. Sacudí varias veces el llamador y sonó en el interior de la casa un ronco ulular que se fue desintegrando en ladridos rápidos y breves. Me aparté hasta la misma línea de la calle y, tras unos instantes, pregunté con voz fuerte si había alguien en casa.
Quieto delante de aquella estancia amplia, vacía, llena de luz dorada, recuperé por un momento la imagen del recibidor de doña Ambrosia (estrecho, atestado de muebles y objetos, oscuro): imagen inesperada que, acaso por su sustancial paradoja, por ser el exacto reverso de ésta, resultó especialmente intensa. Y, con aquel recuerdo, recuperé también a doña Ambrosía surgiendo de entre la sombra como otra sombra, despegando su figura menuda de la oscuridad del pasillo para entregarme el telegrama.
Como si me esperase. Yo había abierto la puerta con mi llave, la había cerrado cuidadosamente a mis espaldas, recorrí apenas tres pasos y allí estaba de pronto ella, con sus ojos saltones y su pelo desteñido (una melena escasa, en permanente decoloración), alargándome una mano con gesto indefiniblemente acusatorio:
– Tiene usted un telegrama. Le firmé yo el recibí.
Parece otra imagen, una imagen profana y viva que santificase alguna especie de decrepitud inextinguible y pacífica, del mismo modo que la Virgen, con su largo pelo verdadero, sus manos en actitud de orar y esas gotas de cera sobre las mejillas de porcelana grisácea, santifica los también inextinguibles, aunque más crispados, Dolores de Nuestra Señora.
El recibidor, el pasillo, el despacho de un marido lejanamente muerto, el apartado cubículo que habita, serían la urna de doña Ambrosía, urna invisible que es también la adecuada réplica de esta otra urna de cristal en que la Virgen permanece a sus pies siempre unas flores de tela ya muy deslucidas y una lamparilla que fue de aceite, pero que es eléctrica tras las últimas reformas de la casa.
– Estaba reposando y tuve que levantarme -añade.
Yo la observo sin rechistar. El rostro de la Virgen y el de doña Ambrosia tienen, además, un sutil parecido: acaso por el gesto de los labios, siempre a punto de distenderse de algún modo (pero sin hacerlo jamás), como para marcar una nueva mueca muda cuyo significado (risa, dolor, asco) sería, en cualquier caso, imposible desentrañar.
– Esa chica se ha ido al dentista y no vuelve -concluye.
La gran urna, las caracolas y los corales sobre la mesilla, las sillas negras incrustadas de pedacitos de nácar, en tantos puntos descascarillado, son el entorno perfecto para estos dos rostros pálidos que permanecen tan cerca de mí, fijando en mí unos ojos que brillan con avidez unánime, esperando quizá que abra el telegrama y lo lea en su presencia.
Yo me fui a mi cuarto, tras agradecerle a doña Ambrosia sus molestias y la diligencia en cumplir el recado. Luego, al leer el mensaje, tardé unos instantes en descifrar la escueta oración. Mi incomprensión inicial de su contenido convertía en absurdo, incluso como objeto, aquel pequeño papel azulado del que sobresalían tiritas blancas.
El texto del telegrama se inicia con la primera persona del pretérito perfecto del verbo morir y me ordena (a mí, puesto que soy su indiscutible destinatario) que vaya inmediatamente. Y está firmado.
«He muerto. Ven enseguida. Tu abuelo Manuel.»
Sorprendido por la curiosa formulación de la noticia, sentado frente a la ventana, la mirada distraída en la calle (un bullicio gris entre el escaparate de la pequeña lencería que anuncia oportunidades con carteles artesanos; el restaurante económico tras cuya breve luna se desmadejan los habituales pollos oscuros, las acelgas y las manzanas, o afirman una inescrutable firmeza polvorienta varias botellas de Valdepeñas y un bote de melocotón en almíbar; el teatrillo mugriento con sus fotos de mujeres que ostentan humildes desnudeces; el puesto de periódicos), permanecí largo rato, mientras en la habitación inmediata tecleaba sin parar la máquina de mi vecina, la vieja escritora, como contrapunto del rumor callejero.