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Y, frente a los fantasmas de papel y de sueño, los fantasmas reales: ese dolor que, por los vericuetos de la sensibilidad obnubilada, se disfraza de otros dolores, se camufla en otros embelesos, y esos ojos de Lupi, su mano y la mía, el dedo temblón, los bultos de nuestros cuerpos, el gran cabás. Todo se mezcla: las cosas verdaderas y las soñadas. Lo que de veras sucedió, y lo que no se sabe si sucedió, y lo que puede suceder, hasta hacer de todo una sugestión única en que se encienden los brillos de las estrellas de muchos tiempos y de muchos espacios diferentes y los brillos de los cangrejos que suben desde lo hondo para asomar sus ojos fosforescentes; en que el suelo escarchado del invierno está también invadido por millares de sapitos tropicales; en que el viento resuena entre las ramas cargadas de hojas de oro, y su gemido es también el de las campanitas sobre la entrada de la puerta de un bohío.

Los chopos, las ceibas, los robles, los ahuehuetes, todos los árboles son como humildes figuras, fetiches del árbol único, aquel Primer Árbol a cuya sombra estaba el cielo para algunos. La noche, como la imaginación, está llena de caminos, de sendas que cruzan el bosque hiperbóreo, de carreteras blancas que brillan en la negrura cálida. Y hay momentos en que todos tienen la misma presencia, la misma verosimilitud, del mismo modo que hay otros momentos en que algunos son los únicos verdaderos. Los brillos, a veces, parecen provenir de otros focos, parecen reflejarse en sucesivos objetos diferentes.

Quiero desentrañar el sentido de esos cambios, de esas transformaciones, y pienso que se trata simplemente de puras asociaciones que, sin objeto alguno, la propia mente va desenredando. Pero la realidad del dolor físico es una sola: y es de esa de la que no puedo evadirme, tirado sobre el suelo, con un balazo en la espalda. Los ojos, tan inmóviles, de Lupi, están muy cerca de mí. Ellos me sugirieron el recuerdo del caldero de oro, por la similitud de una mirada impasible, de una cabeza resaltando. No hay caballo alguno, ni amanece, ni es de día, ni es otra noche distinta, ni mastican los lobos, ni un niño habla entre sueños. Es preciso que no pierda esta verdad, que no me olvide de ella.

Y, sin embargo, sobre la imagen del narrador del caldero de oro se sobrepone ahora el recuerdo de aquellas figuras del cine nic, dibujadas de modo similar, los muslos ligeramente oblicuos, formando con las piernas un ángulo casi recto, para conseguir la ilusión de la carrera, moviéndose con un vaivén de tijeras, en un pataleo instantáneo hecho de gestos extremos, cuyo violento esquematismo sólo conseguía matizar, aunque muy levemente, un giro lentísimo de la manivela.

Un muñequito del cine nic moviendo como tijerillas sus piernas, en un bosque apenas sugerido por unos árboles hechos de simples líneas enmarañadas, y unas sombras que son manchas negras. Y todo en silencio: aquella armónica que funciona al compás de la manivela (empujando el aire desde un pequeño fuelle a través de las perforaciones que llenaban de misteriosas e irregulares ventanitas la parte ancha de aquellos rollos encerados), ha quedado muda para siempre, como inmóvil el muñeco.

Sí, todo está mezclado, entretejido, como esperando el esfuerzo del desentrañamiento, un esfuerzo imposible, ya que nadie sería capaz de separar todos esos estratos que se imbrican y entrelazan hasta formar un solo y único volumen, con una sola y única medida y transcurriendo en el único instante, un instante eterno, pasado y futuro, al mismo tiempo 'vivo y muerto, siempre vibrante y para siempre inmóvil. O acaso no hay ningún caos y sólo una gran madeja de líneas embrolladas que, sin embargo, tienen todas un sentido, independientes las unas de las otras, aunque para mí exista solamente una correcta, que me sacará del embrollo como en aquellos laberintos y galimatías cuya solución era necesario resolver con la punta del dedo o con un lapicero, para llevar a Jaimito hasta el juguete que le habían dejado los Reyes Magos, o al monigote del salacof, que siempre se parecía al amito Morcillón del TBO, para salir de la jungla en la que acechaban las panteras de peligrosas fauces y las serpientes pitón, en las revistas infantiles.

Como me parece saber también, aunque en este momento me sienta incapaz de recordarlo, el significado e incluso el nombre que formarían, si se ordenasen correctamente, las iniciales del caldero de oro, del mosaico con la medusa, de las baldosas musicales del pasillo de la casa paterna, del nombre borroso de aquella lápida con un caballito y tres árboles; y aquel otro, olvidado, del misterioso antepasado que se fue con Cortés; y del reloj del bisabuelo de mi abuelo; y de su propio guardapolvos.

Pero todo es ensoñación, o no hay ensoñación alguna y soy realmente un hombre que agoniza, un guerrero herido mortalmente, un viejo jinete que ha dado su última cabalgada, alguien que, definitivamente, ya no volverá. Y, sin embargo, las nubes pasan rápidas, como los recuerdos, y a veces brillan detrás las estrellas (las estrellas y no otros brillos, no los fuegos chisporroteantes que pueden significar una conmemoración festiva y jubilosa y también la destrucción y la muerte; no las extrañas luminarias de raros peces o cangrejos que suben a la superficie durante la noche; ni el reverbero de un sol sin celajes sobre los blancos muros, en las callejuelas apretadas, sobre las terrazas, contra las ropas inmóviles, tendidas a secar mientras cruzan el aire mariposas y moscones; no las hojas doradas, en el soto, resplandeciendo mientras las mueve el viento del otoño; no objetos o formas entrevistos en penumbras diferentes que, por un milagro de ubicuidad, coincidiesen delante de mis ojos) y los olores son, indiscutiblemente, los olores del invierno, del río, de la tierra dormida y húmeda, y las sensaciones se corresponden directamente con esos olores y esas visiones de la floresta desolada e invernal.

En cuanto a la voz, es un grito de alto, una advertencia, una amenaza. Bajan por la ladera buscándonos, moviendo a un lado y a otro sus potentes linternas.

He recuperado, por tanto, la conciencia plena de la situación. Tengo que levantarme, despabilar a Lupi. Debemos seguir huyendo, escapando entre lo oscuro. Y así, por fin, mi esfuerzo se resuelve en acción, consigo hablar, decirte Lupi, levántate, corre, me incorporo, me pongo en pie, doy unos pasos, empiezo a correr.

Alguien me empuja, alguien me da en la espalda unos suaves, afectuosos golpecitos, y vuelo, estoy volando, caigo al agua, o no es el agua, sino el espacio helado, infinito, oscuro, floto en el agua, en el espacio. Y veo por fin, tan cercanos, infundiendo en mí una serenidad sin límites, los resplandores dorados del caldero.

(Julio de 1980)

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