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Ahora me sorprende la impasibilidad con que, tanto Lupi como yo, asumimos el hecho. Porque el fuego, un fuego al parecer enorme, que mantenía aún calientes las bardas de los corrales cercanos y chamuscadas las sebes, había sido en la casa del abuelo.

Cuando llegamos hasta allí, había alrededor mucha gente. Quietos, impávidos, contemplaban las ruinas humeantes, donde brillaban las brasas.

El comandante del Puesto tenía la cara enrojecida y sudorosa.

– No hubo nada que hacer.

Fue Lupi el primero en acordarse de Olvido. Yo había quedado sumido en un estupor que era incluso reconfortante, mientras miraba la oscuridad vacía, iluminada por el rescoldo, en aquel lugar donde se alzó la gran mole de la casa. A veces se oían chisporroteos y saltaban al aire las centellas.

– Se salvaron las bestias -dijo el cabo-. Y algunos muebles.

– Y la moto -le dijeron a Lupi.

El fue el primero en acordarse.

– ¿Y Olvido? -preguntó.

Yo estaba callado, contemplando el espacio tenebroso, lleno de brasas, reverberante de calor. La casa parecía tan grande, y ahora, tras el incendió, resultaba un exiguo montón de residuos.

El cabo sacó las manos de los bolsillos, se llevó una a la frente, en un ademán de pensar, de recordar, definitivamente tosco.

– Yo no la vi, no sé nada de ella, pero dicen que la vieron.

La gente nos rodeaba en silencio, con las miradas encendidas como otras brasas, en la emoción del accidente. Latía en todos un palpable sentimiento de respeto por la catástrofe.

– Mi hijo Miguel dice que la vio, como a media tarde, con una maleta -dijo uno.

– ¿Con una maleta? -pregunté yo entonces.

El hombre hablaba con la voz muy baja, como temiendo despertar a alguien.

– Sería la hora del Martiniano para Santander.

El chaval se acercó a nosotros a través del muro de los adultos, que se iba abriendo. A la luz escasísima de la bombilla de la calle, sólo los ojos brillaban en la masa blanquecina y desvaída del rostro.

– Yo la vi, con una maleta. Iba para el puente nuevo. Iba como llorando.

– ¿Con una maleta? -repitió Lupi.

El chaval afirmó con la cabeza. Un sonido de hundimiento, que tronó en las ruinas humeantes, pareció rematar su gesto.

Esta noche tan oscura, poblada de brillos

Esta noche tan oscura, poblada de brillos y luces y fuegos escasos que no consiguen vencer la negrura, sino apenas parcelarla en infinitos pedazos también negros, desordenados, caóticos, podría ocultar una enorme ruina, una ruina total, gigantesca, subsiguiente a algún incendio también desmesurado, universal.

Del mismo modo, entre aquella generalidad oscura de fragmentos quemados, sobrevivía algún brillo, brasas, lentas humaredas que iban flotando sobre la luz tenue del amanecer. Había llovido durante la noche y los cascotes ahumados, las vigas carbonizadas, los trozos de ladrillo, los adobes desmoronados, estaban empapados de agua, y fulguraba el musgo de las tejas junto a los humos de las brasas recónditas.

Aquellas ruinas desplomadas y húmedas se habían volcado sobre mi conciencia como las paletadas de tierra sobre un ataúd. Aquel maremágnum sutil de materiales que una vez sostuvieron una vivienda, era ahora solamente el alud que ha borrado las huellas y las identidades. Allí debajo permanecía, ya cada vez más borroso en la luz progresivamente incrementada de la mañana, mi pasado: mi infancia, mis abuelos, mi mocedad, mis padres, Olvido.

La constatación de aquel desgajamiento, de pronto luminosa (porque todo descubrimiento es luminoso), me trajo no obstante un enorme cansancio. Me quedé allí, frente a las ruinas negruzcas, largo tiempo, dando breves paseos, respirando despacio. Hasta tal punto mi cansancio era rotundo, que tardé en oír a Lupi, cuando vino a avisarme de que mi hermano me llamaba.

– Es tu hermano -repitió-. Dice que es muy urgente. Se ha debido morir alguien.

Al parecer, me había estado llamando toda la tarde anterior, hasta que cerró Teléfonos.

– Ya voy, ya voy -dije al fin.

Pero había recordado los rostros de ellos, ayer, cuando se cruzaron conmigo frente al hospital, sin reconocerme, y aquellos gestos, las miradas ausentes de los dos, adquirieron de pronto el sentido de una perplejidad triste o miedosa que resultó premonitoria. Así, cuando hablé con Alfonso por teléfono, no tuve ninguna sorpresa. Mamá acababa de morir. Ayer había entrado en coma. Todo había sido sin estridencia, sin sufrimiento.

– Alfonso -le dije yo-, también ayer se incendió la casa del abuelo. Ardió toda. No queda más que escombro.

Aquellas ruinas humeantes enmarcan, en mi memoria, esa etapa de mi vida que comenzó cuando me fui a vivir a casa de Lupi. Me veo otra vez entrando en el pequeño zaguán y, así como todos mis recuerdos de la casa del abuelo parecen encerrados en algún portentoso artilugio que les conservase con la frescura de una misteriosa simultaneidad, mi memoria, desde la entrada allí, tras empujar aquella puerta que tenía en su parte inferior una gatera grande y perfectamente redondeada, se organiza día a día, casi hora a hora, como ajustándose a las hojas sucesivas del calendario que, por entonces, me acostumbré a tachar al final de cada jornada.

Veo sucederse las fechas con meticulosa rememoración. Veo todos los sucesos de aquellos años, desde el primer otoño, desde mi traslado, precisamente cuando comenzaron a explanar el lugar donde debería alzarse la Planta, y enumerarse, con una precisión admirable, todas las acciones.

Lupi había transformado en taller casi todas las dependencias de la pequeña casa de su madre, excepto la cocina y el desván. El primer invierno fue particularmente duro. El sol suave, descolorido, apenas conseguía deshacer las grandes heladas, apretadas como sombras blancuzcas al pie de las tapias y de los muros, extendidas en la vega como un gigantesco y crujiente caparazón que resecaba las matas y dejaba los terrenos duros y frágiles, y dormíamos los dos en la cocina, entre el escaño y el hogar en que, previamente, habíamos encendido un gran montón de leña. El rescoldo mantenía, a lo largo de la noche, un foco escasísimo de calor. Sin embargo, era suficiente para llevar cierta consolación a nuestro ánimo, mientras el cierzo gemía en el exterior.

Y recuerdo también, con idéntica precisión,' como fui descubriendo que el incendio y la ruina de la casa del abuelo parecían formar parte de una realidad nueva y distinta: así, comprendí de modo paulatino que sólo se mantenía exteriormente, en su aspecto más inmediato, el pueblo que yo había conocido en mis veranos infantiles. La mancha de una quemadura en la pared, un desconchón alrededor de una argolla, un poyo oscurecido, el agua de la presa crepitando sobre los guijarros, las masas de chopos tras las casas, la sombra de la espadaña, se ostentaban como prueba aparente de una personalidad invariable y permanente, mantenida siempre igual a sí misma, pero no era verdad: la señal de la hoguera se iría borrando cada vez más sin que ningún hojalatero la reviviese; las argollas donde los hombres como Abilio Curto sujetaron, más por costumbre que por necesidad, los ronzales de sus bestias, estaban oxidadas, a punto de desprenderse.

El desuso había puesto su signo en todo: en los poyos, en las fachadas, en los goznes, como en las calles que ningún afilador recorría ya y en las orillas de la presa, ahora enzarzadas en una maraña impenetrable. Las sombras de los edificios, las cancelas que permitían alguna perspectiva instantánea de huertas y sembrados, el recodo familiar de alguna calle, sólo mantenían su vieja vitalidad desde una visión superficial: una mirada más detenida permitía descubrir los frutales sin podar, los sembrados descuidados, las entradas de los portales cerradas con un hermetismo que, por el largo abandono, iba descubriendo, en sus debilidades, su propia y desastrada caricatura.

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