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Lupi observaba las calles, los edificios, con la curiosidad de un conocimiento superficial, mientras yo iba recobrando, con afecto y nostalgia, la contemplación de las viejas calles. De algún modo, en una época ya muy lejana de mi vida, aquellas tabernas habían acogido mi juvenil desconcierto, aquellos rincones habían protegido mi nocturno deambular.

– Yo he venido con Abilio Curto a las ferias, algunas veces -decía Lupi-. Comíamos congrio en La Gitana.

La Gitana ya no existía. Bajamos hasta Casa Benito, atravesando lentamente el plano inclinado de la Plaza Mayor llena de tenderetes bajo cuyas lonas (un simple rectángulo estirado) se mostraban las frutas, los pollos, los huevos, las hortalizas.

Aquel mercado tenía un sabor ancestral. Sin duda, desde los tiempos mismos de la fundación de la Legión romana, ya vencidos los indígenas rebeldes y conquistado su territorio, las gentes del alfoz traían, como ahora, las legumbres, las castañas, los conejos, las cecinas, los quesos, para venderlos.

Un sol cenital lo hacía resaltar todo con contrastes de colorín de película antigua, de película cuya acción transcurriese en algún país exótico, oriental, y las trepidantes persecuciones llevasen al héroe a través de un mercado igual de luminoso pero súbitamente desordenado a su paso: y rodarían por el suelo las frutas, aletearían las aves, se desmoronarían los frágiles mostradores y con ellos los toldillos que daban sombra a la mercancía; alguna película de los años infantiles, de cuando yo recorría este mercado de la mano de la pobre Ovidia, aquella criada mayor que acabó volviéndose loca y que me decía, tan en secreto, que un día vendrían a por ella, para llevarla a la cárcel, porque mamá la había denunciado ala Guardia Civil, pero que era mentira que ella se guardase el café.

Aquel aspecto de la ciudad, las viejas calles, las tabernas, las pequeñas tiendas, el mercado, me la devolvía a mi infancia, a mi mocedad, a mis recuerdos originales, pero también a sus antiguas raíces rurales. Todo eso la hacía entrañable para mí, y singular y única. Amaba la ciudad bajo aquella apariencia, del mismo modo que aborrecía en ella los aspectos falsamente modernos. Con el tiempo, había comprendido hasta qué punto las gentes entre las que yo había nacido se sentían imprecisamente avergonzadas de aquellos resabios rurales, oscuros, humildes, obligándose a simular en su actuación, muchas veces, un ridículo cosmopolitismo.

Este era sin duda el Porthos que yo conocí, aunque ahora tenía la barba muy cerrada y grandes entradas sobre la frente. Me estrechó la mano con fuerza, haciendo con el otro brazo un amago de apretón.

– Jodío Chino, qué es de tu vida.

Nuestro aspecto le había sorprendido y no podía disimularlo: su mirada recorría nuestras zamarras con discreto pero seguro repaso.

Mientras Lupi guardaba un silencio atento, hablamos de los tiempos colegiales: del Nerón, que se había salido, se casó y ahora tenía siete hijos y estaba de alcalde en un pueblo de Zamora; de Munio, el Pibe, que se fue a Barcelona y llevaba la delegación de una óptica alemana muy importante; de Paco-Puto, que estaba de profesor en Valencia, después de colgar en el Brasil la sotana de jesuita… De los de nuestro curso, la mayoría se fue de León. Sólo habían quedado aquí los que siguieron en el negocio familiar,

– ¿Y Athos?

Una sombra cruzó su rostro. Me contó que tuvo la mala suerte de perder a su padre, pero de eso ya hace mucho, que se casó con aquella Anita Puente, la que le gustaba desde siempre. Todo se produjo casi al mismo tiempo y no llegó a terminar la carrera.

– Yo tampoco terminé la carrera, no te vayas a creer.

Seguía hablando de Athos, como con pesar.

– Ya no nos hablamos. Dice que soy el abogado de los empresarios. Pero yo no hago política. Yo trabajo para quien me paga.

Salió de su leve abatimiento dándome una fuerte palmada en la espalda:

– ¡Jodío Chino! Estás como siempre.

Y siguió contándome historias de otros compañeros que yo no recordaba. Al cabo, me confesó que estaba de presidente de la Asociación de Ex-Alumnos. Pero el tiempo iba pasando. En un momento determinado, entre aquella malla de recuerdos colegiales que cada vez amenazaba ser más tupida, saqué los papeles y los extendí sobre la mesa. Entonces, él adoptó un ademán circunspecto y ligeramente envarado.

– ¿Tú sabes algo del asunto? -le pregunté.

(Más tarde, mientras retornábamos a casa y Lupi seguía dándole vueltas, con fatalismo no exento de admiración, a las implicaciones legales, yo recordaría la camaradería de los años colegiales, cuando la solidaridad de la pandilla, aunque tan precaria por los celos y las continuas rivalidades, saltaba como un resorte de defensa entre aquella pedagogía de abstrusos teoremas y bendita sea tu pureza, dejando para el futuro, para la insospechada memoria, el regusto de un sabor verdadero.)

– Cómo no lo voy a saber. Aquí todo se sabe.

Yo seguí esperando sus palabras, encontrando de pronto en su rostro la máscara profesional que borró de golpe las líneas juveniles. Me habló con voz reposada, confianzuda, muy inclinado sobre mí, volviendo algunas veces los ojos hacia Lupi, pero sólo un instante. Me dijo que, según su opinión, no teníamos nada que hacer. Nada de nada. Luego, aludió confusamente a la posible resonancia del caso, y a lo que él llamaba significado público de Alfonso. Desde este punto de vista, Alfonso era un hombre con mucho futuro y, al parecer, cosas como lo del testamento podían serle perjudiciales.

Se me ocurrió que Porthos se había pasado a Richelieu, y estuve a punto de soltar la carcajada. Pero insistí en que imaginase alguna posibilidad, no obstante.

– Nada de nada, de verdad -afirmó, rotundo-; son ganas de gastar el tiempo y el dinero.

Entonces nos explicó, con precisión y paciencia, los conceptos jurídicos del caso. Lupi le escuchaba sin pestañear. El café se había llenado ya de gente y de humo. Por fin, nos despedimos.

– Cómo te voy a cobrar nada -dijo-. Qué cosas tienes.

Tampoco se dejó invitar. Luego, en la puerta, tras un titubeo, me propuso que fuese algún día por la Asociación, que total estábamos a un paso, que alguna vez que celebrasen algo me avisaría.

(Mientras retornábamos a casa, con la misma precisión gráfica que ahora mismo, pasaba por mi memoria el colegio, desde el local antiguo al nuevo, los grandes patios, aquel de cemento donde se jugaba al baloncesto, al balón-volea, donde patinaba Jaguayana, y el de tierra, aquella gran extensión flanqueada por dos porterías, con el frontón en uno de los rincones, en una sucesión de imágenes que, siendo rapidísima, respetaba no obstante lo estático de cada fotograma, como si fuesen pe!:s, aquellas que eran trofeo del tacón, pelis que revolotearan súbitamente por los hondones de mi alma. Por allí íbamos los Mosqueteros, enredados en la trama de alguna benéfica conspiración, buscando mazmorras para arrancar de ellas reclusos inmemoriales, rincones donde aniquilar a contrincantes feroces y estúpidos, o a punto de recuperar el Collar que, bellísimo en el cuello real, era mortífero en manos enemigas.)

Sin duda no había transcurrido tanto tiempo. Dos años a lo más desde mi vuelta al pueblo. Porthos no era un chaval, pero tampoco un viejo. Andaríamos todos rondando ya los cuarenta.

Los faros del autobús alumbraban intermitentemente los chopos deshojados, suscitaban súbitas luminosidades cuando tropezaban con muros y casas. Yo miré a Lupi.

– Anda, déjalo ya. No le des más vueltas.

Sacó del bolsillo una cajetilla arrugada, un mechero, y fumamos ambos sin decirnos nada, mecidos por el bamboleo del vehículo.

Cuando nos acercamos al pueblo, había en la vega una bruma espesa y opaca. Un olor sutil a humo fue penetrando en el autobús. El pueblo estaba envuelto en un espeso celaje. Debía haber habido un gran fuego, y la serenidad de la noche fría y quieta aplastaba el humo contra las casas.

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