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Dios, pensaste, Jesucristo, Virgen Santa, no podéis permitirlo. Pero mientras musitabas oraciones con una pasión nunca sentida antes, tuviste la intuición de una horrible realidad: aquel Tescatepuca, aquel Uichilobos, aquella Madre Que Llora Por La Noche, eran poderosos.

Entre la muchedumbre apiñada al pie del templo, que había lanzado un grito unánime de alborozo ante el sacrificio, un grito que acalló los aullidos de la víctima, y los sacerdotes, y los ídolos, fluía una corriente intensa, evidente, que se elevaba al cielo. Aquí Dios, Jesucristo, la Virgen del Camino, los Santos Ángeles Custodios, la mismísima Vera Cruz, no tenían influencia alguna.

Así, mientras intentabas abstraerte en tus desesperadas oraciones, conjurando aquellos poderes de los dioses infernales, fuiste asistiendo al sacrificio de todos tus compañeros.

Argüello no lloró: mugía como un gran toro, haciendo caer y arrastrarse a los indios que le sujetaban, que eran por lo menos diez. Los demás gritaron, lloraron, maldijeron. Pero los sacerdotes partían sus pechos con el cuchillo de piedra, introducían la mano ensangrentada en la chorreante herida, y arrancaban el corazón con ademán jubiloso.

Sí, los dioses de los indios eran poderosos, implacables. El mundo era, por tanto, un incomprensible entramado de poderes contrapuestos y ningún Dios, fuera de los espacios de sus fieles, podía propiciar consuelo o ayuda. La presencia de aquellas potestades se podía sentir como un efluvio, como un intenso reverbero.

Fue transcurriendo el día, sucediéndose aquellos horrendos sacrificios, aquella carnicería de hombres, el festín canibalesco al pie del alto cu, donde grandes vasijas llenas de salsas servían para sazonar el abominable manjar. El sol, el dios, fue recorriendo su camino glorioso, pletórico. Por fin se hizo la tarde, con igual rapidez que la mañana, y el cielo se volvió otra vez color turquesa.

Eras la última víctima. Los torsos desmembrados y descabezados de tus compañeros, ya solamente objetos que parecían inorgánicos, montones de carne informe, habían sido arrastrados al interior de la estancia inmediata, dejando en el suelo largos y espesos charcos de sangre, en muchos trechos ya oscura y seca.

Aprestabas todo tu horror al momento en que el cuchillo abriese tu carne, y ese miedo profundo parecía consolarte como una coraza; tensabas tus músculos, como si ello sirviese para prevenir el dolor inevitable y, al tiempo, paradójicamente, hacías un esfuerzo por estar despierto. El calor, el griterío, la debilidad, la sed de la larga jornada, te empujaban a un sopor que te cubría algunas veces como una red caída de improviso sobre ti, haciéndote incluso dormitar unos segundos.

Aquella mezcla de tensión y desvanecimiento añadía al suceso un tono de pesadilla, y llegaste a sospechar que todo aquello no estuviese sucediendo realmente, que sin duda dormías en el real, en el lapso entre dos guardias, que sufrías entre las garras, inocuas a la postre, de algún sueño malo.

Por fin, te empujaron hasta la piedra de los sacrificios y te forzaron a tumbarte de espaldas sobre ella. Notaste la superficie superior de aquella pequeña pirámide calcándote en el espinazo, produciéndote un dolor que casi te hizo olvidar tus ansias de sobrevivir y desear el pronto final.

Un sacerdote, cubierto ya totalmente de sangre (lo que hacía aún más siniestro el movimiento de sus ojos y de su boca desdentada), musitaba las oscuras oraciones, con cierto cansancio también, como asaltado también por el sueño. Levantó al fin el gran cuchillo y tú contemplaste el cielo, mucho más arriba de aquellos brazos ensangrentados, y te sorprendió verle tan plácido, tan indiferente: las primeras estrellas empezaban a lucir sobre la tersura de un atardecer cotidiano. Cerraste los ojos.

Una exclamación común surgió de la multitud (el ruido seco de una ola golpeando en la orilla) y hubo apresuradas palabras entre los sacerdotes. El cuchillo no bajaba. Abriste los ojos. Los sacerdotes y sus acólitos volvían los rostros al cielo, aflojando la fuerza con que te sujetaban, y con ello volvió estridente ese dolor en la espalda al que habías acabado por acostumbrarte.

Por el cielo, ahora ya francamente azul oscuro, cruzaba una luz roja, cada vez más blanca. Al cabo estalló sin ruido, como una inmensa flor pirotécnica y silenciosa.

También ahora el cielo es azul oscuro. Una sombra de luz hace palidecer la tierra delante del bohío y se pueden incluso vislumbrar los cuerpos de los innumerables sapos que han pululado en la noche, que reinan todavía entre esas tinieblas que empiezan a desteñirse. Llega hasta tu olfato un olor desde el brasero de las tortillas y la luz del ascua crece y decrece en la oscuridad.

– ¿Estás despierta? -preguntas.

– No duermo. No puedo dormir.

Aquel lucero, aquel cometa, aquella estrella, brilla todavía sobre ti. Los dioses habían escuchado tus plegarias, pero no tus dioses. Era sin duda la piedad de aquellos otros dioses monstruosos.

Así, entraste en este mundo donde los puntos cardinales son de colores, donde hay solamente dos estaciones, donde el sol y la luna, el cielo y la tierra, el grano dormido y el grano germinado, son los únicos protagonistas, y los hombres un apéndice, una excrescencia simplemente que está del todo sometida a aquéllos.

Pasaste de mano en mano, testimonio vivo del capricho clemente de los dioses. Labraste tus mejillas, agujereaste tus lóbulos. Cada vez más lejos de los lugares donde tus compatriotas proseguían su empecinada aventura, fuiste comprendiendo el nuevo mundo como el único mundo. Sin duda el caos permanecía, porque todo era caos, un caos de fuerzas en permanente lucha, pero tú te acogías a los poderes predominantes, borrabas de tu recuerdo y de tu corazón todo lo que una vez creíste necesario para regular tu vida, lo permutabas por las nuevas normas, por las diferentes actitudes.

Al fin quedaste incorporado a una comunidad, entraste en el ciclo de su vivir, te hiciste uno de los suyos. Te dieron mujer, "ella te dio hijos.

– Tranquilízate, mujer, duerme, descansa. Yo no me iré. Yo no me voy a ir.

Ya no volverás con ellos. Ellos son los extraños, los extranjeros. Tú ya no les perteneces.

Y sigues contemplando cómo la luz se impone sobre los brillos del cielo y del agua.

A los quince días de nuestro traslado

A los quince días de nuestro traslado, una noche, Lupi se afeitó y se puso una muda limpia. Yo estaba reanimando el rescoldo del hogar y me quedé mirándole con extrañeza, pero él me dijo que me arreglase y me fuese con él. Con la risa burlona de sus momentos felices, exclamó:

– Hoy no vas a necesitar rescoldo para calentarte.

Así encontré de nuevo a las hijas de Abilio Curto. Llegamos al Bar Alameda en la vieja moto. El nombre del bar no aparecía en el exterior del edificio (donde había solamente una oxidada enseña anunciando un refresco) pero, pintado en un gran cartel con colores chillones, presidía el minúsculo recinto colgado de una viga.

El bar consistía en un pequeño mostrador y dos mesas de material sintético. Cuando llegamos, había en el exterior un camión inmóvil, apagado. A la luz de nuestro faro, brilló la lona oscura con esa apariencia de terciopelo que añade la escarcha. En el recinto no había nadie. De pronto, apareció la cabeza de una mujer tras el mostrador. Como luego supe, estaba sentada en un taburete de tijera, leyendo una novela a la luz de un pequeño flexo.

– Esta es Felisa -dijo Lupi-. Tienes que acordarte de ella.

Me acordaba perfectamente. En aquel rostro redondo, entre el pelo teñido de un color rojizo y el escote que dejaba asomar los inicios de dos pechos abundantes, brillaban los mismos ojos burlones de la niña que bailaba con Lupi en la fiesta del pueblo, que cruzaba con él sobreentendidos y risas cuyo significado se me escapaba.

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