Tanto ella como su hermana manifestaban ante mi presencia ocasionales arrebatos de hilaridad. Se trataba, al parecer, de la forma de mis ropas, de mi modo de hablar, del sello de oro con mis iniciales, regalo de la tía Aurelia, que llevaba en el anular de la mano izquierda. Aquellas sonrisas secretas, que al principio me desconcertaban, con el tiempo me pusieron furioso, y mi rabia se transmutaba en abrumadora timidez, de modo que enrojecía violentamente, hasta notar yo mismo el sonrojo en aquel calor especial que me iba envolviendo inmediatamente las orejas.
Trini fue testigo una vez de aquellos encuentros (las dos hermanas habían venido a la tienda en el carro, acompañando a su padre) y debió decírselo a la abuela, ya que ésta, después de cenar, cuando me hacía rezar delante de ella el «Yo pecador», tras un minucioso signarme y persignarme, me dijo que las niñas de estos pueblos eran muy palurdas, que se reían de todo, y luego, tras un pescozón:
– Con ese primo tuyo ya tienes compañía de sobra.
Pero no fue la opinión de la abuela la que me hizo abandonar la ocasional compañía de las dos hermanas, sino las risas y los burlones murmullos.
Aquellos ojos seguían siendo, pues, los mismos. Y cuando bajó la hermana (un rato después del grueso y velludo camionero, que se marchó tras una breve despedida llena de familiaridad), la identidad con el pasado se hizo aún más evidente. Como cuando niña, era la más delgada de las dos. Seguía llevando el pelo cortado a lo chico, sin teñir. Tenía unos ojos oscuros, muy brillantes, bastante juntos, y una boca grande.
Ellas también me recordaban. Ambas se miraron y esperé, con insoslayable congoja, una sonrisa secreta que no hubo. Y nos sentamos los cuatro, a charlar.
Las hijas de Abilio Curto habían emigrado en los mismos años en que yo empecé a estudiar la carrera. Habían sido baqueteadas por todos los trenes de Europa, en las singladuras de la emigración. Del menaje habían pasado a otros menesteres, susceptibles de producir mayor rentabilidad. Ahora eran dueñas de este edificio solitario, vergonzantemente separado del pueblo, sobre la carretera, de este bar que propiciaba el descanso breve de los viajantes, el intermitente desahogo de los transportistas, la escapada de algún pescador. Ellas soñaban con establecerse en la capital.
Aquella noche, mientras Lupi y Felisa permanecían en el piso de arriba, Isolina y yo hablamos en el bar. Una estufa de butano muy cercana nos envolvía en su caliente efluvio. Bebíamos anís. Hablábamos de Europa como dos viajeros de casta que la recordasen desde algún rincón perdido de otro continente. Nada personal se cruzó en nuestra charla, ni tuvimos más íntimo contacto que aquel intercambio de tarjetas postales rememoradas alternativamente.
Tenía las manos flacas, y unas orejas muy finas. Al contrario que su hermana, que hablaba con la voz alta y lanzaba grandes carcajadas, Isolina tenía el hablar suave y nunca levantaba la voz. Había en ella un impreciso ensimismamiento, que se hacía más acusado en el trance amoroso, cuando extraviaba la mirada, estiraba el cuello hacia atrás con descoyuntado esfuerzo y murmuraba frases ininteligibles, entre suspiros prolongados.
Con ella se conseguía una extraña intimidad. Después del amor, le gustaba hablar. Con su voz suave, muy baja, emprendía unos diálogos que, de no ser por su nerviosa exigencia de que el compañero los interpolase (no necesitaba la aquiescencia o la negación, se conformaba con un monosílabo e incluso con un carraspeo), serían auténticos monólogos.
– Mira -decía-, a mí me hubiera gustado pintar. ¿Sabes? ¿Me oyes?
– Sí.
– Aquí, en el pueblo, yo qué sabía, pobre. Pero en París conocí a un pintor. Pintaba las olas del mar por la noche. Las olas abajo y la luna arriba. ¿Sabes? ¿Me escuchas?
– Sí.
– Siempre pintaba el mismo cuadro. Siempre igual. No cambiaba ni una rayita, ni un color. Qué talento tenía aquel hombre. ¿Oyes?
– Sí.
– A mí me hubiera gustado saber pintar bodegones. Cosas encima de una mesa. Cacharros. Frutas. ¿Te gustan los bodegones?
– Sí.
– Pero sin animales muertos. A mí me dan asco esos animales muertos que ponen en los bodegones. ¿Sabes lo que digo?
– Sí.
– Esos conejos, esas perdices. Los peces, no tanto. Polarizaba sus vocaciones hacia el mundo del arte.
– Cuando nos vayamos para León voy a dar clases de baile. ¿Sabes? ¿Duermes?
– No, te escucho.
– Me gusta mucho el baile español. Dicen que no bailo mal. ¿Eh?
– Bueno.
– El próximo día bailaré. Pondremos música flamenca. A ver qué opinas. Lo malo es que no sé tocar las castañuelas. ¿Sabes?
Uno de los que trabajaba en las explanaciones de la Planta le había prestado los libros de un curso de pintura por correspondencia, y ella se lo estaba aprendiendo de memoria. Por falta de medios materiales, reservaba para la instalación en la capital, con una fe ingenua, los aspectos prácticos del curso.
– ¿Tú sabías que de las nueces se saca un aceite muy bueno para diluir los colores?
– No.
– Cuando se pinta al óleo, los colores, que se llaman pigmentos, hay que diluirlos mezclándolos con un aceite que le dicen aglutinante. ¿Me escuchas?
– Ah.
– ¿Tú sabrías distinguir a simple vista una pintura al óleo de una acuarela?
– Claro, mujer.
– ¿Es muy difícil?
Era capaz de continuar largo tiempo aquellos murmullos, mientras yo, pegado a su cuerpo, me sumía en una dulce modorra de la que sólo me sacaban sus intermitentes interrogaciones, hasta que llegaba a acostumbrarme a ellas y permanecía dormitando, ajeno a sus palabras, acompasando un leve sonido gutural al ritmo y al sonido de sus preguntas.
Las dos mujeres pasaron a conformar el horizonte de mi hábito, del mismo modo que antes, de un modo secreto, habían conformado el de Lupi.
Al poco tiempo, nos reuníamos los cuatro una noche cada semana, sería el lunes o el martes. Ese día cerraban el bar bastante antes de lo acostumbrado. Cenábamos lo propio de la época -unas truchas, picadillo, judías verdes- y jugábamos una partida de parchís, con la tele, en la que perdíamos la mirada de vez en cuando, encendida sobre nosotros. Luego, nos íbamos a dormir, Lupi con Felisa siempre, yo siempre con Isolina.
Sólo una vez cambiamos de pareja, tras una cena en la que bebimos con exceso. Lupi, al día siguiente, me pidió, de modo bastante desmañado, que no volviese a propiciar una mudanza semejante: sin duda su atracción por Felisa, que toleraba la interferencia de los extraños ocasionales, se había llenado de celos con la mía.
Averiada ya de modo definitivo mi relación con mis parientes más cercanos, Felisa. Isolina y Lupi pasaron a ser mi única familia. Veo, placenteramente pero con la justeza de un documento, transcurrir una por una mis veladas con ellos.
Mi entorno habitual fue así encontrando cambios importantes. Por otra parte, mis andanzas como vendedor de seguros me hicieron conocer la realidad de las gentes de la comarca. Y así, comencé a ver al pueblo y a sus habitantes con una mirada enderezada del sesgo infantil.
Otros hechos fueron también obligando a que la nueva situación se encaminase en un sentido imprevisible: sobre todo, las obras de la Planta que, aunque traían una prosperidad momentánea, que a todos parecía beneficiarnos, motivaron muchos cambios: así, hicieron que las hermanas incorporasen, a su clientela habitual, a los trabajadores fijos que permanecían en el pueblo. El Bar Alameda se amplió, y se instalaron máquinas de bolas, y una gramola eléctrica.
Así, nuestros lunes hogareños empezaron a hacerse menos habituales. También se modificaron aquellas fiestas ocasionales de antes, que se suscitaban con la concurrencia de algunos clientes (otro del pueblo, un taxista de Cistierna, el guarda de los cotos) para beber y cantar, y en que un viajante de productos textiles proyectaba acaso unas películas que mantenían a la concurrencia en un silencio turbado, sólo interrumpido por los comentarios rijosos del operador.