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Lupi se queda pensando unos instantes.

– Valer, vale todo.

Pero yo repito:

– La casa, eso es lo que vale. A ver si nos dejan quedarnos con ella, por lo menos.

Bajamos ya del castro.

– Para una vez que hereda uno -exclama Lupi.

Inmóvil, recogida, la casa nos espera. Entramos por fin en el amplio zaguán y llega hasta nuestro olfato el olor apetitoso de un guiso. Por la ventana del fondo se divisa la huerta. En la cocina, las formas de Olvido encienden otra vez en mí ese deseo que anoche, de modo tan inesperado, pudo al fin cumplirse. Ella me mira sin que ningún gesto especial delate nuestra intimidad, con la misma mirada sonriente y un poco lejana de los años infantiles:

– ¿No tenéis hambre? Hala, iros sentando, que ahora mismo os pongo la comida.

Nos sentamos. Lleno los vasos mientras Lupi corta unas rebanadas de pan.

– La casa, esto es lo bueno, Lupi. Vamos a ver si nos quedamos con la casa.

Y al decir esto, sentado en aquel lugar de la mesa, el mismo lugar en que se sentaba el abuelo, ya no me considero el visitante que llegó ayer. La cocina me rodea con una familiaridad que cristaliza algo más que el recuerdo entrañable de mis años infantiles. Me parece que siempre estuve aquí, que este es mi lugar verdadero e irremplazable.

Pero Lupi, que lleva un rato sin hablar, se pone bruscamente en pie, con la hogaza en una mano y el cuchillo en la otra. Su rostro está otra vez rojo. Ante la atónita mirada de Olvido, grita con rabia:

– ¡Y nos limpiamos el culo con la voluntad del abuelo!

Cierras los ojos y te parece que sigues allí

Cierras los ojos y te parece que sigues allí. Este calor, después de un frío tan largo, le da a tu cuerpo una fruición inesperada, que se esparce lentamente por todos los miembros, como esa lasitud serena de las convalecencias. El frío, el frío intenso hecho de heladas y nieve, un frío desconocido en tu vida anterior, presidió el invierno con el imperio de una enfermedad rigurosa. Tú te acurrucabas, te mantenías silencioso y encogido, llegabas a temer que el invierno no terminase nunca, que estuvieses condenado para siempre a la desolación gimoteante de las ventiscas.

Hoy, aunque la noche tuvo todavía un aliento gélido, el tibio soplo de la primavera se ha apoderado de la mañana. Cierras los ojos y recibes con quietud este calor, escuchas el rumor del río y te parece que sigues allí, que nunca viniste a esta tierra.

Ese rumor suave del río, que sólo se oye cuando, distraído, te lo encuentras por sorpresa, el bisbiseo, el murmurado deslizarse que viene de tan lejos y trae incorporados los ecos simultáneos de su paso por todos los paisajes anteriores, es el mismo rumor del otro río. Y aún con los ojos abiertos, sin que los cerrases, hoy que el tiempo es suave y el aura cálida, el reverbero del sol en las riberas, las figuras de los muchachos en la orilla, podrían hacerte imaginar que has vuelto allí otra vez.

De modo que permaneces así, con los ojos cerrados, convaleciente de un invierno implacable. Gritan los muchachos en la aventura de la pesca, alargando sobre el agua esos varales de los que pende un sedal de cuyo extremo, envueltos en hilos multicolores y pedacitos de pluma de gallo, cuelgan los anzuelos. También allí los muchachos pescaban, con varales también, y con cestas y pequeñas redes. Chillan los tordos y aletean las palomas antes de desperdigarse en los rastrojos. Sientes el sol que calienta casi con estridencia y una nostalgia profunda te sube hasta la cabeza con la violencia de un vómito. Porque sabes que no estás allí, junto a aquel otro río, en aquel otro lugar de suaves inviernos. Y la nostalgia, como un cuerpo cercano, desprende también calor.

Sin embargo, esta tierra era un mito legendario que aprendiste cuando niño, como todos los demás, y que imaginabas semejante a un paraíso. En los relatos insistentemente repetidos, toda felicidad tenía su asiento aquí; y en aquellas promesas que recibías, formuladas en la sinceridad de una fe inmutable y que venían repitiéndose de generación en generación, no sólo comprendías la lengua, las leyes, los usos y los ritos de un mundo exclusivamente habitado por vosotros, sino también los ríos fertilizadores, las tierras fecundas, las calles bulliciosas. Y nunca se te ocurrió dudar del cielo siempre luminoso y del sol perenne que lo llenaría todo de tibieza.

Esta tierra es hermosa; pero su hermosura te es ajena, y no consigue desvanecer el recuerdo de la otra. Lo piensas con vergüenza y con miedo. Tu nostalgia te pesa como un pecado que, sin embargo, no te atreves a confesar. A veces, hablando con el Abad, has estado a punto de decírselo. Pero hay tanto ánimo en ellos (en los monjes, en los mismos muchachos, en tu propia familia, en la gente toda del poblado) que proclamar tu decepción te parecería casi un sacrilegio, como renegar de algún modo de esa ilusión que, durante tantos años, ha hecho que se mantuviese incólume vuestra identidad diferenciada.

Y, sin embargo, frente a este paisaje casi deshabitado donde las escasas viviendas se pierden entre los árboles, junto a este río que solo flanquea la soledad de las peñas y de los ramajes, añoras la ciudad abigarrada de casas, llena de gentes y de voces, donde todas las luces del día, escurriéndose por los rincones y las plazuelas, parecen darle una vida especialmente adecuada a los hombres y a las mujeres que las recorren, y el río con el puente gigantesco que lo cruza y que parte la ciudad en dos grandes cuerpos blancos, escalonados en una línea infinita de terrazas sucesivas, florecidas en súbitas torres.

Eras un extraño en aquella ciudad y, sin embargo, hoy sabes hasta qué punto aquel extrañamiento era sólo aparente. Mantenías una lengua y un diferente modo de ser público, pero también sabías hablar la lengua suya, también tenías amigos entre ellos e incluso algunos de tus mejores amigos estaban, precisamente, entre ellos mismos. Ibas a nidos y a pescar en su compañía, te reías con ellos y, muy lejos de la hostilidad que se manifestaba entre vuestras comunidades cuando no mediaba ese conocimiento respectivo, individualizado en una cara y una voz concretas, hacías burla con ellos (una burla ambigua, pero secreta) de la hostilidad oficial entre los vuestros.

Cierras los ojos y te parece encontrarte allí: y en esa imaginación hay un sentimiento gozoso que, sin embargo, se amarga en la sospecha de pecado y de traición. Acaso tu pecho esconde un corazón renegado. Y esa nostalgia, que pone en esta mañana de primavera la tibieza recordada y el color de aquellos jardines; que pone en el rumor de este río y de estos gritos el Humor de aquel otro y las palabras, también de juego, dichas con otro sonido en la excitación de otra pescata, esa nostalgia se ve interrumpida por la culpa, que brota en tu sentimiento como un matorral espinoso que quisiese obstaculizar el placentero discurrir de tu recuerdo.

Cierras los ojos y allí está la ciudad, tan blanca. Acaso a esta hora volverías de llevar la comida a tu padre y a tus hermanos. El sol está muy alto, como lo estaba siempre en estos momentos. Cruzarías ya junto al lavadero, y acaso hoy también estará allí la muchachita del pañuelo naranja, colgando las prendas de ropa.

Te la encontrabas muchas veces al pasar, cuando volvías de la cantera. Era muy menuda, morena, con los ojos negros y brillantes. Un día de mucho calor que ella no estaba, te sentaste a descansar unos instantes a la sombra húmeda y fresca de la ropa tendida y el momento (tal era la quietud bajo el esplendor solar) se convirtió en un objeto sólido que, de pronto, retumbaba bajo sus pasos rápidos: y allí estaba ella, acercándose para tender la ropa.

Fue la primera vez que hablasteis. Se echó a reír al oírte pronunciar su lengua, pero no rechazó la conversación. Fuisteis coincidiendo en días sucesivos y, si estaba sola, tú buscabas el acomodo de alguna piedra y te sentabas cercano a ella, pero no demasiado, y cambiabas con ella algunas frases que, día tras día, iban enhebrando una charla que se convertía en la misma por el imperio mágico de la luz, de la hora y del escenario. Y así transcurrió casi un año, sin que nadie se apercibiese de aquella comunicación que se iba entreverando de confidencias.

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