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Había oído su voz cuando despené. Venía de abajo, una voz replicando a la de Olvido. Las palabras incomprensibles, lejanas, el techo alto en que las vigas parecían los dedos de una enorme mano que me ocultase en su hueco, el gran armario en cuyo espejo fulguraba suavemente un brillo azulado que se concentraba en una esquina, formando una mancha intensa, luminosa y redonda como un ojo, las contras de madera que dejaban pasar apenas unas hebras finas de luz, se me presentaron como los sonidos y los muebles de algún lugar irreal, soñado. Sólo mi ropa, desparramada sobre un viejo sillón de anea, y mis zapatos, de donde sobresalían los calcetines desmadejados como grandes gusanos, testimoniaban la realidad.

Me levanté, abrí la ventana (un cielo plomizo y cercano se extendía sobre los tejados) y, mientras llenaba la palangana del aguamanil (cuyas florecillas azules grabadas en la porcelana me devolvieron, también sin estridencia, una imagen olvidada), intentaba reconocer aquella voz masculina.

La voz ha cambiado, es ahora menos aguda, hace en los finales de las palabras un quiebro ronco. Pero la facilidad para la irritación, esa irritación propiciadora de empecinamientos inamovibles, es la misma.

Acerca mucho su cara a la mía. Casi grita, en su tartamudez:

– Cómo que no vale.

Después de sopesar tranquilamente el tema, yo no soy optimista:

– Al abuelo hay que agradecerle la intención, pero creo que las partes legales no pueden olvidarse. Yo sólo te digo que me da mala espina.

El perro olfatea con ansia bajo una piedra, araña la tierra húmeda con zarpazos frenéticos.

Estamos en lo alto del castro, contemplando el pueblo. Hoy el sol no brilla en el río que corre por el valle, y las aguas reflejan la mañana gris entre las grandes masas arbóreas. Junto a unas peñas hay una pequeña excavación.

Lupi mantiene su rostro muy cerca del mío, acciona con energía.

– Si hay que ir a pleito, se va.

Yo no quiero seguir amargándole el día y guardo silencio. Por otra parte, el paisaje tiene una diafanidad de la que parece fluir un sosiego no sólo comprensible mediante la mirada, un sosiego que llega a todos mis miembros y me induce a una indolencia alegre. Desde el castro se ve el pueblo, extendido a lo largo de la carretera. Las casas están puestas siguiendo un orden misteriosamente lógico, indescifrable como un jeroglífico. También los humos dibujan un mensaje. La casa del abuelo queda un poco apartada y destacan las altas tapias de la huerta. Yo recorro despacio los restos del círculo exterior de piedras, que apenas recuerda su remota función de muralla.

– Qué fue del arriero aquél, cómo se llamaba, el que nos dejaba subir al pescante.

Lupi mete las grandes manos en los bolsillos.

– Abilio Curto. Murió. Lo arrolló un camión.

Ahora está a unos pasos de mí. Sus ojos han perdido el gesto hosco y adquieren un brillo distinto, como sonriente, acaso picaresco.

– Sus hijas tienen una fonda cerca de aquí, junto a la gasolinera.

Eran dos mozuelas arriscadas, salvajes. Las veíamos muchas veces, sobre todo cuando acompañábamos al padre. Una vez fuimos con ellas a una romería. A mí me daba vergüenza bailar (junto a las sebes, cerca de los mozos mayores que se apretaban en silencio, mientras la noche lo iba oscureciendo todo y solamente la luz de un carburo, colgada sobre el carro que improvisaba el estrado de los músicos, iluminaba apenas de un fulgor amarillo los rostros enrojecidos y sudorosos), pero Lupi se afanaba en llevar entre sus brazos a la hermana mayor. Al fin desapareció con ella y yo me quedé solo con la otra. Sin poder aguantar mi timidez, al poco eché a correr, dejándola sola, y me fui para casa lleno de rabia conmigo mismo.

Acaso ahora me haya sonrojado yo. Y, sin embargo, ahora las he recordado sin crispación alguna, con una memoria gozosa de tan imperturbable. Lupi hace un gesto especial. -Estuvieron por ahí fuera, trabajando.

Lo dice con una nota singular de conocimiento y de camaradería. También él anduvo bastantes años fuera, en Bilbao, trabajando.

Los senderos y los caminos tienen un orden que se marcó siguiendo sin duda pautas también lógicas, aunque sea difícil desentrañar cada una de ellas. Las casas, las veredas, se adecúan al monte y al río como si lo complementasen; sería difícil imaginar este paisaje sin esos elementos, aunque alguna vez puedan desaparecer del todo, como desaparecieron las viviendas y las calles del castro, este lugar donde, según decía el abuelo, vivieron los más antiguos de los antiguos.

En las historias del abuelo, el castro era el colmo de lo vetusto, de lo pretérito. El abuelo aumentaba su tono de confidencia cuando se refería a él.

– Dicen que estuvieron los moros, pero ca. Fueron los antiguos, cuando ni moros ni romanos habían venido por aquí.

Y luego, más sigiloso, hasta transformar el secreto en una súbita risa:

– Lo pone en un libro que tengo yo en casa. Leyendo se aprende mucho, gandules.

La mañana se hace cada vez más oscura y parece que va a llover. Alguien ha excavado al pie de otras piedras, dejando al descubierto un murete que se desmorona. El perro ladra al valle, a las pocas figuras menudas que se mueven entre las casas del pueblo, ajustando también su movimiento a una lógica que, como las casas y las calles, es perfectamente misteriosa.

El recuerdo de Abilio Curto y de sus hijas no ha disipado la preocupación de Lupi.

– Pero el abuelo lo pone bien claro. No nos lo da, nos deja disfrutarlo. Luego, el que venga detrás que arree.

Yo recuerdo vagamente algún tema de Civil: y a aquel ayudante pálido, de gesto como tullido, que nos abrumaba en las clases con su prolija verborrea: sería en quinto, cuando sólo ocasionalmente me acercaba hasta la Facultad (y era para concertar acaso reuniones y citas que nada tenían que ver con lo académico) y entraba en la clase más por un resto de mala conciencia que por otra disposición diferente del ánimo.

No lo sé, sin embargo, merced a la docencia de aquel Mosquera, catedrático hoy y hasta figura política prepotente, sino como perteneciendo a algún acervo cultural difuso, a las conversaciones en la Compañía cuando murió el consuegro de Cutillas, a esos comentarios oídos que van quedando en la memoria como el detritus doméstico en los trasteros.

– Hombre, a mí me parece que no respeta la legítima.

Y sigo contemplando con fruición toda esa mañana construida a mis pies con gentes, habitaciones, caminos, ladridos que responden a los del perro, un autobús que pasa veloz por la carretera llevando en su movimiento una precisión de juguete eléctrico.

Lupi se ha acercado otra vez a mí y continúa mirándome de hito en hito. El abuelo decía que parecíamos Don Quijote y Sancho, y yo asumía automáticamente en mi imaginación el rol del Hidalgo, como si nuestras respectivas vidas (capitalina, estudiantil y acomodada la mía; rural, pastoril y modesta la suya) determinasen fatalmente la diferente cualidad de nuestros espíritus. Sin embargo, llegó el tiempo en que sospeché que acaso el abuelo no lo veía así: porque Lupi era el que urdía las aventuras, el que las capitaneaba, y yo era simplemente su escudero, el bardo que luego las enaltecía a un cierto nivel mítico, cuando el abuelo se interesaba por nuestras correrías o cuando, en los recreos del invierno, contaba a los compañeros del Colegio, envidiosos de saberme gozador de tan dichoso universo, nuestras exploraciones y vicisitudes estivales.

– Pues se va a pleito.

Me sigue mirando fijamente, como responsabilizándome de la aventura legal.

– Tú sabrás de eso -añade luego, ya dubitativo.

He recogido una ramita del suelo y se la he tirado al perro, que la busca con evidente interés, pero sin conseguir identificarla entre la rala vegetación, las piedras grises y el musgo, tan crecido.

– Yo creo que lo que más vale es la casa, ¿verdad? -digo.

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