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– Si la cosa sale bien, os espero en el coche. Si no, me largo, no creas.

Y mi recuerdo de aquel Lupi eufórico se entrelaza con la visión de este Lupi impasible, estático; y en sus ojos fijos recuerdo también los ojos brillantes de Camino, caída también al parecer en algún lugar, como nosotros, bajo esta misma noche y esta misma luna, quejándose como un pequeño animal herido.

La oscuridad nocturna

La oscuridad nocturna tiene ahora un reverbero lechoso. Acaso las nubes que ocultaban la luna van a alejarse, dejándola brillar otra vez.

Sientes el lento apretón del frío ceñirse cada vez más a tu cuerpo. A veces, se te condensan en los ojos las ráfagas de brisa, produciendo una momentánea opacidad dolorosa. Oyes a lo lejos el galope rápido de un caballo que se aleja y luego un ladrido que resuena próximo, muy claro, y por fin unas voces que no comprendes, pero que son sin duda voces de mando, urgiendo, y ruidos de arrastre.

Con la misma sensación de que se trata de una historia ajena, rememoras con atención los pasos de tu propia peripecia. Recuerdas la vida del pueblo, antes.

Todo lo vivo respondía a un ritmo, a un compás, y hasta las guerras y las luchas se incorporaban a la renovación de los rebaños y de las hojas.

Durante años y años, los invasores se habían detenido en la llanura, y parecía que así había de ser para siempre. Allí estaban ellos, dominando a los pueblos del grano, como un elemento más de las cosas dadas. Luego, hubo un cambio súbito e inesperado: dicen los venerables que los invasores de oriente, en perversa aseveración, acusaban a los pueblos de las dos orillas de robar y esquilmar a los pueblos del grano. Así, por una monstruosa paradoja, los grandes ladrones, los inexorables depredadores, se convertían en defensores y protectores de sus propias víctimas; con descomunal soberbia, se erigían en jueces de los demás pueblos.

Vosotros sabíais que los invasores no tenían pueblo. Querían someter a todos los pueblos y dominar en todos los lugares sin vincularse a un río, a una fuente, a un monte. Su costumbre de vida estaba en una forma de poblado enorme, lleno de gentes apretujadas, voluntariamente alejado de las tierras solitarias y las aguas virginales.

Tal era el mundo de su ideal, y por eso tampoco sentían una alegría especial por poseer cada fuente, cada montaña, cada valle: todo lo ambicionaban sin más, con una avaricia digna también de que los bardos la pusiesen en canciones de risa.

Pero había más: obligaban a los vencidos a abandonar sus poblados; se llevaban los mejores guerreros a sus propias guerras, esas de andar todos con el mismo paso y llevar la lanza de igual modo inclinada; se apoderaban de todas las riquezas: de las minas, de los yunques, de las hachas, de los caballos, de los arneses, y amaban sobre todas las cosas el oro, con una avidez palpitante, con voracidad. La visión del oro les llenaba del único regocijo permanente, del más intenso júbilo, como si esa visión y el manoseo de los adornos áureos, su apropiación, fuesen los solos motivos capaces de iluminar de verdad sus corazones.

Sientes, con la premonición de la muerte, la de que todo va a morir también; de que el pueblo desaparecerá y las familias y las gentes; de que los montes y los valles y los ríos serán esclavizados; de que los caminos tendrán como objeto principal que los crucen esos guerreros que marchan a compás para quitarles a las familias las armas y los veneros de azufre, de hierro, para obligarles a trabajar para ellos y alimentarlos y llevarles la carga.

La noticia de que los invasores se acercaban llegó en la época de los nuevos esponsales, cuando ya los ramos estaban ajados y secos en los aleros, y las madres habían consentido. Con la primera luna se celebraría el gran festejo, sería tejido el lino primero para las túnicas nupciales y plantado el árbol de la fecundidad, propiciador de una generación abundante.

Las gentes del caldero de oro preparabais los manjares de la ceremonia: los quesos de fuerte olor traídos de los valles más altos, las nueces y las avellanas, el pan de bellota y las castañas, las truchas y los perniles ahumados. Entonces se sacaría de sus escondrijos el vino de las tierras llanas.

Era el fin de la estación fría, y el tibio aliento del día empezaba a ser sustituido por el frescor sutil de las montañas.

En la lejanía sagrada, más allá del páramo azulado, se encendía un relumbre sucesivo de relámpagos.

La noche de la víspera, un súbito fuego del sur fue la alarma que, transmitida al punto a los otros poblados, hizo que todos se pusieran en trance de guerra, recogiendo los rebaños, cerrando los muros, preparando las armas. Pero no eran los invasores: tras la expectación, apareció por el valle, a todo galope, un jinete del pueblo de la otra orilla, que demandaba audiencia con grandes voces. Estaba cubierto de polvo y su caballo sudaba, entre violentos resoplidos. Brillaban contra la hoguera los cuatro discos de la contera de su puñal.

Se llamó a concejo y todo el pueblo, incluso los niños, se reunió en el lugar de las hogueras.

El hombre de la otra orilla, único superviviente de una escaramuza, explicaría que un poderoso ejército se estaba acercando por el sur, con carros de guerra y con mucha caballería. Hacían jornadas de sol a sol, que comenzaban y concluían con los atronadores retumbos y los fuertes clarinazos de sus instrumentos de música, para acompasar la marcha de los soldados. Llevaban también estandartes de muchos colores, trofeos ganados a otros pueblos. El general iba en una gran carreta de la que tiraban seis caballos y, uncida a la carreta, llevaba su propia montura, una yegua blanca como la nieve. Ahora, estaban acampados en un lugar del confín de las tierras llanas, a pocas jornadas.

El guerrero de la otra orilla llevaba la noticia a lo largo del río, rumbo a su propio poblado, en los valles altos. Propuso una reunión de notables y guerreros de todas las familias y gentes, para la misma madrugada. En el gran silencio que rodeaba sus graves palabras, chisporroteaban los leños de la hoguera. Cuando partió, le acompañaron cuatro hombres.

Así, sobre la alegría del próximo festejo se extendió la sombra de aquellas nuevas funestas. Como añadiendo presagios malhadados a la noticia, cayó un rayo en el río, al pie del poblado, con enorme estrépito, y los caballos relincharon de terror. Era el nubero seco, envuelto en remolinos. Nuevos relámpagos rodearon el poblado, entre fragores y chispas, y otro rayo que cayó junto a unas zarzas, entre los dos muros, mató a una gocha preñada.

El tío-señor-tío buscó entonces el caldero de oro y lo ofreció al cielo, conjurando la malevolencia de los augurios.

Comenzaron a caer grandes bolas de granizo, que repiqueteaban en el caldero con triste sonido, que golpeaban la tierra con fuerza, dejando breves huellas. Al cabo, cayó solamente agua, aunque por poco tiempo. La tormenta se alejaba hacia el corazón de las montañas, como si quisiese abarcar con su mal presagio a todas las gentes y familias de los poblados de las dos orillas, y las hogueras se apagaron.

El poblado entero pasó el resto de la noche en disposición bélica, previniendo un asedio. Los alimentos del festejo fueron guardados y se acopió agua para los hombres y las bestias. Se repartieron entre las familias las vigilancias y los trabajos de los días y de las noches.

Desde entonces, ya la vida cambió y fue otra. Sólo guerra, batalla tras batalla. Ante el caldero de oro, lleno de sangre de prisioneros, los pueblos de las dos orillas os juramentabais para no claudicar. Pero los hombres de oriente eran muchos y por eso no conocían el cansancio.

Los pueblos de las dos orillas hubisteis de abandonar muchos poblados, adentraros cada vez más en las grandes montañas blancas, en las montañas sagradas y originales donde saltan los rebecos y permanecen las janas.

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