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Sin esfuerzo, mis límites me trascendían, escapaban de mi habitual frontera como los cangrejos o los caracoles del cesto, en breves instantes de descuido, avanzando seguros en una expansión radial que, siendo sólo una huida, nos desconcierta hasta asustarnos.

Mis límites escapaban por el espacio en busca de otros rincones y de otros espacios, y su alejamiento los iba confundiendo con los límites de lo vivo y de lo inerte; por eso mis brazos, que eran también los brazos de Olvido, se hundían al cabo en la tierra incorporados a los muros, o mis piernas, que eran también las de ella en un primer momento, se alargaban haciéndose oscuridad para dar un paso que llegaba a los confines del espacio exterior. Sí, nuestros cuerpos se iban dilatando hasta formar parte de la lluvia, hasta sonar con los mismos ruidos incomprensibles del campo.

Era una expansión y, a la vez, un anonadamiento. El recuerdo confuso de haber vivido aquello alguna vez, acaso en un estado premonitorio y larvario, me llenaba de una gran serenidad. Yo lo era todo y, por tanto, estaba quieto, inmóvil: el movimiento era sólo una apariencia suscitada por mi contemplación parcial y sucesiva de las cosas que me formaban. Yo era la casa, la noche, el río, y los crujidos de las vigas, y los silbidos del viento, y los rumores del agua, en contra de lo acostumbrado cuando se perciben como algo ajeno, eran la más clara manifestación de que de modo inalterable, eterno, cumplían su papel como panes de mi cuerpo, de nuestro cuerpo infinito.

La sinfonía habría terminado

La sinfonía habría terminado y tú permanecerías inmóvil sobre la cama, con los ojos cerrados y los brazos tras la cabeza, sintiendo vibrar aún en los auriculares y en los oídos el eco del último compás del allegro vivace.

Y, sin embargo, esa ansiedad tuya entre lo oscuro y el frío tiene un signo muy diferente de tal sosiego, aunque sea otro aspecto más de una misteriosa y plural simultaneidad.

No estás tumbado, sino sentado: te quedaste dormido, con la cabeza sobre los brazos cruzados, apoyados en la mesa, cuando escribías. La luz de la lámpara chisporrotea. Miras a tu alrededor las sombras, que parecen tener mayor densidad en la casa sin habitantes. La luz oscila y los mosaicos del pavimento, las figuras y leyendas en que el sueño y la muerte son conjurados con idéntica esperanza de dulzura, transfiguran sus nudos, sus lazos, sus imágenes marinas y sus letras, para convenirse en cuerpecillos confusos a los que parecería animar un simulacro de vida.

Sentado, con la lucerna en un extremo de la mesa, escribes. Escribo. Todos se fueron ya. Todos menos tú. Una pereza incongruente se ha apoderado de ti desde la partida de los demás, en el ya casi olvidado mediodía. Comiste solo, sentado en el sillón de piedra del jardín, contemplando con inusitado interés esa ciudad pintada en el muro, llena de templos y de cúpulas, que interpone su simulada perspectiva ante el paisaje real, pero invisible desde ese punto por culpa del propio muro, de las alamedas, el río y el monte lejano. Luego, mientras el siervo retiraba los restos de la comida, te quedaste dormitando al sol suave, en la inercia de un entresueño que no consiguió, sin embargo, hacerte olvidar el designio de tu permanencia en la casa solitaria. Por fin, cuando ya el sol iba declinando (el siervo estaba cada vez más inquieto y se acercó varias veces a importunarte) te levantaste, ordenándole una labor que le mantuviese entretenido mientras cumplías tu misión.

Habías elegido cuidadosamente el lugar del escondrijo, pero te decidiste súbitamente por otro diferente: un rincón en el cobertizo de las cuadras, también vacías. Allí cavaste con torpeza y lentitud, evitando los agobios, sintiendo en tus manos el daño de la desusada labor. Al fin, conseguiste un hueco suficiente, que volviste a cubrir tras ocultar el bulto, percibiendo con extrañeza el tacto de la tierra, un tacto que te devolvía a tu niñez.

Volviste a la sala. Las sombras de la tarde se iban apoderando de todo y tú atravesabas las estancias vacías sintiendo la casa de un modo diferente al habitual, ya no como un habitáculo, sino con una desoladora intuición de mausoleo, como si los viejos muros, por virtud de esta silenciosa soledad, se hubiesen constituido en el definitivo cobijo de tus despojos, un cobijo del que ya fuese imposible salir y en el que reposarían también, invisibles y mudos, todos los despojos de tus padres y de tus abuelos, de tus nietos y de tus hijos, de todos tus antecesores y de todos tus descendientes.

Volviste a la sala, preparaste el pergamino y te sentaste delante de la mesa, para escribir las señas del escondrijo. Pero luego, la escritura en la penumbra (una penumbra que, al cabo, te hizo llamar de nuevo al siervo para que encendiese las lámparas) te sumergió en un tiempo denso y dilatado donde las confidencias y las confesiones buscaban su madriguera. Así tu mensaje se fue entreverando con otras referencias: y, consciente, sin embargo, de que el transcurso de las horas hacía cada vez más aventurado el futuro del mensaje (un futuro que, teniendo su escenario en la lejana metrópoli, contaba con la adversidad cada vez mayor del tiempo y del espacio), ibas aludiendo a otros misterios, unos misterios que tú mismo conocías solamente de forma ya muy parcial e incompleta, de tal modo la antigüedad había amontonado sus musgos y sus manchas sobre la verdad desnuda de las noticias.

La pluma crepitaba sobre el pergamino como una melodía entre la áspera quietud. Rememorabas el tiempo primero de la llegada de los vuestros, cuando aquellas guerras que son ya fábula y cuyo fin fue el principio mismo de la era.

Rememorabas también las narraciones familiares sobre el asentamiento en estos lugares, el entronque con el linaje indígena, los orígenes también remotos de este edificio venerable.

Lejanos invasores, conquistadores insoslayables, erais ahora vosotros los invadidos, los conquistados. Vuestra presencia cerraba su círculo como la decoración de un vaso: con imágenes que son las mismas de los inicios (así también el relieve alrededor del vetusto y sagrado caldero) y otros bárbaros recuperaban las tierras bárbaras que un día conquistasteis, en una aventura ya tan antigua que está entretejida hasta en el mismo cañamazo de los cuentos infantiles.

Y levantas ahora la cabeza: escribías, y luego quedaste un rato reposando con ella sobre los brazos, hasta dormirte. Pero un ruido en la puerta te sobresalta. Es el siervo, que sostiene en la mano otra lamparilla de barro y que te mira con ojos de temor. Es tarde, ya noche, acaso madrugada. Alzas el brazo en gesto de repulsa y el hombre se aleja hacia el atrio, con pasos que resuenan como golpes. Te frotas las manos, intentando desentumecerlas. Relees tu misiva y mojas de nuevo la pluma en el tintero. Poco más tienes que escribir. Has dado ya las señas de vuestro origen y has indicado el lugar del tesoro oculto, como si con ello cumplieses un deber que no acabas de comprender: porque la metrópoli está muy lejos, y acaso el mensaje, en esta edad caótica en que naufragan todas las noticias y las comunicaciones se pierden en confusos remolinos, no consiga llegar jamás a su destino. Escribes el último saludo, rubricas en complicado garabato. Quizá tampoco el destinatario se encuentre en el lugar supuesto. Acaso también él, tu primogénito, se halle ahora aislado y perdido en alguna otra Provincia amenazada o invadida. Y suena en el silencio un ladrido, sobre el que restalla un relincho, un repicar de cascos.

El galope se aleja. Dejas la pluma y te levantas, dirigiéndote al exterior. En la noche se hincha el reverbero premonitorio de una luna todavía invisible. Llamas al siervo, con voz fuerte, pero sabes que ha huido llevándose la montura. Una presencia inmediata te asusta de pronto, pero se trata sólo del viejo mastín, que te moja de baba el dorso de una mano.

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