– Que me des mistos, abuela -digo yo.
La abuela me mira, pero no al rostro, sino a los brazos, a los hombros, y por fin a la cara, de golpe, de modo que casi noto el impacto de su mirada en mis mejillas. Alrededor de las niñas de sus ojos azules hay pequeñas cordilleras, islitas, penínsulas. Sus labios son oscuros y están cruzados por varias arrugas muy marcadas que les dan aspecto como de cortezas.
– Ven aquí -dice-. Jesús, cómo se ha puesto.
– Estuve en el corral -digo yo-. Estuve en la cuadra viendo a Diana y Macarena. Ya me conocen. Ya no se asustan si me acerco a los jatines.
Ha sacado un pañuelo del bolsillo, lo moja en' saliva y frota con él mis mofletes, mis pómulos, mi nariz, como si yo fuera un niño pequeño. Casi me hace daño, pero no digo nada, ni ofrezco resistencia. El gesto forzado de mi cabeza me obliga a contemplar a Trini, que continúa cosiendo impávida, sin levantar los ojos de su labor.
Jesús, si te viera tu madre con estas pintas.
Pareciera que no ha oído nada de lo que le he dicho: ni lo de los mistos, ni lo de esas correrías mías que tanto me excitaron, antes de que el abuelo me llamase. No le digo entonces que también subí al pajar y que he visto con el ánimo tenso de emoción, muy cerca de mí, una golondrina atendiendo a sus crías, en un nido que hay bajo el remate de una viga.
– Los mistos son para el abuelo, que quiere fumar -explico.
– Ese hombre es una chimenea -responde la abuela.
Termina la limpieza de mi rostro y se me queda mirando apreciativamente. Mantiene el pañuelo en el aire, como una bandera, y señala al fondo, junto a la otra puerta, donde se amontonan unas cajas y unos fardos:
– Dile a tu abuelo que cuándo piensa abrirme esos bultos, que llevan ahí tres días.
Luego da órdenes a Trini sin hablar, accionando levemente con la mano, mirándola apenas. Nunca dejará de admirarme tanta compenetración: Trini se levanta sin decir tampoco nada, deja la labor sobre la mesa, avanza hasta el alto mostrador, que rodea, escarba en algún cajón, da la vuelta y me entrega la caja. Es alta, pálida, flaca. Calza zapatillas de fieltro negras, muy grandes. Tiene mucha bola en las pantorrillas.
Salgo otra vez a la huerta. El abuelo, que tiene el cigarro entre los labios y las manos sobre las rodillas, permanece inmóvil, mirando hacia delante. Olvido está terminando de llenar la cuerda de ropa.
– ¿Sabes encenderlos? -me pregunta el abuelo.
Yo digo que sí. Saco una cerilla y la sujeto cuidadosamente, los dedos alejados del fósforo para no quemarme; la raspo contra la lija de la caja, consigo que encienda. El abuelo acerca el rostro, pone sus anchas manos alrededor de las mías, enciende el cigarro.
– Bueno, mozo -dice luego-. ¿Y cómo les dicen a los que hacen esas picias contigo?
He recogido el caracol, que ya se iba alejando por la piedra, buscando la hierba del suelo, y me he sentado otra vez.
– Pero no -contesto, intentando aclarar las cosas-. Cuando somos los mosqueteros no me llaman Chino, me llaman Aramis.
Por la primavera, con las tardes más largas
Por la primavera, con las tardes más largas y el buen tiempo, nos habíamos constituido en Los Tres Mosqueteros. Tofo era Athos; José Luis, Porthos; yo, Aramis. Mandaba Carro, que era D'Artagnan. Carro tenía en su casa la colección completa, unos libros encuadernados en rojo, encabezados por una viñeta en que se reproducía minuciosamente la fuente de los leones, y «Veinte Años Después», y leía orgullosamente aquellas aventuras que, según todas las noticias, estaban en el Índice. Nos las relataba en la lenta demora de vuelta a casa, cuando las acacias comenzaban a reverdecer.
– Mi padre dice que eso del Índice es una pijada -afirmaba Carro.
Los demás le escuchábamos en silencio, con la emoción sagrada de ser compañeros de alguien que tenía un padre semejante.
El colegio estaba en un viejo caserón junto a la catedral. Era un edificio de dos plantas, con grandes ventanales llenos de cristales remendados, protegidos por rejas oxidadas, rodeado de anchos patios de tierra que flanqueaban tapias de adobe semiderruidas y algunos árboles enormes. Las tapias se solapaban como restos de algún antiquísimo laberinto, formando pasillos irregulares que comunicaban los patios entre sí. Aquel conjunto de espacios vacíos, interrumpidos intermitentemente por las tapias, desembocaba en una pequeña construcción. El edificio principal albergaba, junto a las aulas, la residencia de los hermanos, pero aquella otra edificación sólo se empleaba para dar clases, quedando totalmente deshabitada en los asuetos.
Nosotros descubrimos por casualidad el misterioso palpitar del colegio vacío y, los jueves por la tarde, íbamos allí para gozar de nuestras aventuras de mosqueteros, en los patios más apartados.
Así fue como acabamos vinculándonos, casi obsesivamente, al edificio del fondo. Primero utilizamos solamente el anteportal y el inicio de las escaleras. En aquel breve espacio fuimos capaces de urdir variados escenarios, que iban del palacio a la mazmorra, del cadalso al campo de batalla. Pero la cautela inicial fue volviéndose osadía y ampliamos cada vez más el ámbito de nuestras exploraciones.
El abuelo suelta el humo cerca de mi cara y, aunque manotea en el aire para alejarlo, los ojos se me llenan de lágrimas.
– Así que también espadachín, ¿eh? -me dice.
Revisamos minuciosamente los sótanos. La imprecisa iluminación de los estrechos tragaluces, a través de cuyas rejillas era posible descubrir el paso misterioso de las piernas de los transeúntes, y una linterna de luz muy débil, nos permitieron la contemplación de diversos hallazgos: montones de viejos exámenes, burujos de astrosos mapamundis, paquetes de cuadernos de ejercicios ajados y sobados. Había también detritus de instrumental pedagógico sin duda muy vetusto: pizarras de madera rajadas, borradores sin fieltro, pedazos de yeso coloreados que recordaban trozos de gusano, ojos de mosca, cortes de vísceras por los que asomaban los enormes tubos (azules o rojos) de las venas y de las arterias.
Tras el sótano, exploramos el piso donde estaban las aulas, cuya familiaridad no les quitaba, sin embargo, misterio a la hora de nuestros furtivos recorridos. Silenciosas, iluminadas de soslayo por aquellas rayas de luz que las atravesaban como hojas de cuchillos resplandecientes, con las contras entornadas, sus pupitres tenían en esas horas vespertinas el tono descarnado de los fósiles y de los esqueletos, como restos antediluvianos sobre cuyas resecas contexturas cayese ahora un polvillo luminoso, que parecía la sustancia misma de la Historia Natural.
Pero el abuelo aparta la cabeza, todavía envuelta en humo, y mira al fondo, al portón que acaba de abrirse. Ha entrado un niño con un fardel. Avanza con pasos rápidos hasta detenerse cerca de Olvido. El sol brilla en su cabello rojizo, haciéndolo reverberar al contraluz como una corona metálica, como el halo de cobre brillante de algún santo.
El abuelo le habla:
– ¿Trajiste el cebo?
El niño se acerca más y afirma con la cabeza. Luego se detiene y dice:
– Ranas.
– Anda, ven acá, dale un beso a tu primo y enséñame esas ranas -añade el abuelo.
El niño le alarga el fardel y se me aproxima. Nos damos un abrazo breve, chascamos cada uno nuestros labios ante la mejilla del otro. El niño es un poco más bajo que yo. El abuelo empapa el saquito en el chorro escaso de la fuente, lo deja luego descansar junto a una pared del pilón y nos habla, mirando sobre todo a mi primo.
– Este también es un buen elemento, menudo látigo. A ver si no hacéis ninguna barrabasada. No subáis al desván. Si- os ved subir al desván, os sacudo el polvo.
Luego, como repitiendo un gesto muchas veces ejecutado, sujeta a mi primo por un hombro, le pasa una mano por delante del rostro, atrapando su nariz entre el índice y el anular, la separa rápidamente, como si se la arrancase, y enseña luego el puño, asomando entre aquellos dedos la yema del pulgar. Abre enseguida la mano. Brilla en su palma una moneda, que mi primo recoge y guarda sin decir nada, dejando traslucir su satisfacción en una brevísima sonrisa.