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Yo miraba de soslayo a mi familia, leía los nombres sobre las losas. Miraba los rostros que deberían ser tan inconfundibles para mí y que, sin embargo, tenían ya una identidad impalpablemente confusa. Leía los nombres grabados en la lápida: nombres de lejanos primos de mi abuela, de cuñados, de tíos, con sus fechas decisivas. Dos de las lápidas estaban ya repletas de inscripciones (por primera vez leí en ellas los nombres de la tía Aurelia y del tío Tomás) y solamente la tercera lápida, la de la derecha, estaba todavía exenta de leyendas: sin duda la inauguraría el nombre de mi abuelo. Sobre la tumba se inclinaba sin cansancio aquel gran ángel pesaroso, de enormes alas prolijamente trabajadas pluma a pluma, que me fascinaba de niño.

Ahora, los nombres grabados en la lápida, nombres muchos de ellos desconocidos, parecían corresponderse, ajustarse con bastante precisión a los rostros de mi padre, de mis hermanos, de mis primos: y al contemplarles ahora que sus rasgos empezaban a hacerse borrosos para mí, comprendí que tenían también un aire de Virgen Dolorosa, de doña Ambrosia y Cutillas. Y aunque tal vez éstos estaban cubiertos de una ceniza más reciente y fresca, mi familia aparentaba pertenecer también a un mundo similar, al de los pisos cerrados sin remedio, las urnas con imágenes y los objetos inertes sobre las mesitas y las repisas: a ese mundo que resultaba de pronto el de mi vida habitual, aunque su único destino mereciese ser el de un museo sólo archivable en los desvanes más apartados.

Del silencioso cementerio parecía fluir una vibración mucho más viva y presente. Ya al seguir el cortejo hasta el panteón me había admirado de conocer tan bien el camino. De niño lo había recorrido muchas veces acompañando a mi padre, con ocasión de muertes sucesivas; pero, sobre todo, cuando era Día de los Difuntos y todas las tumbas estaban cubiertas de flores y los caminos limpios de maleza. Aquellos paseos leyendo los nombres de las lápidas, calculando la edad de los muertos, me habían llenado de un gozo difuso, como si recorriese algún parque luminoso, mágico, donde habitaban unos seres pacíficos, amantes de las flores, tranquilos, aficionados al reposo.

Fue entonces cuando decidí acercarme a casa del abuelo, o mejor, cuando comprendí que mi visita a este lugar, mi contemplación de la ceremonia, sólo era un aspecto más, y no imprescindible, ni siquiera relevante, de mi viaje.

Habíamos vuelto a casa y ya estaban ordenando, con evidente alivio, el salón donde había reposado el cuerpo del abuelo. Yo me despedí: aduje que tenía que volver enseguida y nadie insistió para que me quedase. La casa paterna estaba ahora llena de niños: hijos de Alfonso, de Marcelo, sobrinos que me miraban con la misma indiferencia que yo a ellos. Mi madre me encontraba más delgado; mi padre me preguntó si seguía en lo mismo, con anticipada aceptación de mi oscuro destino. Yo afirmé con humilde circunspección, sorprendido, casi divertido, de mi hipócrita impasibilidad.

Y, por una causa desconocida y que acepté sin buscar ninguna justificación, aquella ceniza tan recientemente descubierta en las cosas, aquellas muecas de los rostros y de los paisajes que parecían reflejar el gesto absoluto y eterno de un Dios hastiado, fueron desapareciendo según me acercaba al pueblo del abuelo. Las largas choperas estaban perdiendo sus últimas hojas, había hogueras en los rastrojos y todo tenía un reverbero intenso, sin brumas ni barnices.

Atravesé las calles embarradas, solitarias, y llegué al fin ante la casa. La luz del sol poniente iluminaba el zaguán de un modo que parecía expreso.

Una voz aplacó al perro, que interrumpió bruscamente sus ladridos. Alguien se acerca.

Es Olvido. La misma blancura de tez

Es Olvido. La misma blancura de tez, los cabellos igualmente negros, cuajada ya gloriosamente aquella gordura que se presentía. Sus formas llegan a mí antes que su rostro: los grandes pechos, el grueso vientre, los muslos poderosos.

Ninguna sorpresa la sobresalta. Como si me hubiera visto ayer por última vez, me recibe con una sonrisa suave. Tampoco hay estridencia en el modo como extiende sus brazos, como ladea su rostro. Yo me abalanzo automáticamente a besarle las mejillas, tan lisas y tan blancas, aspiro su olor, ese olor en que parecen mezclarse armoniosamente los efluvios de las labores y de los guisos con aromas de secretos ungüentos.

Me veo otra vez frente a ella en la gran cocina, tomando unas rajas de lomo entre dos cachos de hogaza, una jarra de vino.

Ella se ha sentado al otro lado de la mesa, tan clara, pulida por incontables fregoteos de lejía y de arena. Ha extendido una de sus manos, gruesa, corta, blanca, y la ha posado sobre una de las mías. Sobre el labio superior, una sombra suave de vello finísimo oscurece el limpio reflejo lechoso de su tez. Tiene los ojos pequeños, muy negros y brillantes.

Sí, es la misma Olvido de mi niñez, inmediata y blanda como un cobijo. Mientras me mira, voy comiendo el bocadillo, casi sin ganas.

– Qué descastado -dice ella.

Yo levanto la mano y la coloco sobre la suya: pero cómo explicarle que puede haber un momento en cada historia personal (y sin duda lo ha habido en la mía) en que la secuencia de las fechas desaparece y todo se convierte en la misma fecha, en la misma jornada, en un día sin variaciones ni transcurso, sin tarde ni noche, sin urgencias por tanto, en que es posible posponer todos los acercamientos, todos los encuentros, todas las citas, pues fluye siempre la misma hora, eternamente el mismo instante.

– ¿Te casaste? -pregunta.

Yo niego rotundamente; respondo luego, sorprendiéndome a mí mismo de mi facilidad para la broma:

– No encontré nadie como tú.

– Descarado -dice ella con una gran risa.

Ha sacudido mi brazo, derramando el vino sobre la mesa. Moja entonces un dedo en el charquito y me unta luego con él el reverso de los lóbulos de las orejas, de ese mismo modo travieso y regocijado que lo hacía el abuelo en momentos similares.

– Buena suerte -exclama.

Yo siento una gran placidez por estar en aquella cocina, con Olvido, y porque el vino se haya caído y ella haya cumplimentado el viejo ritual.

Ha cruzado la cocina para buscar un trapo y yo la contemplo con arrobo: la dulzura imaginada de su cuerpo siempre me ha causado un sabor a decepción cuando he palpado otras carnes. Nunca un cuerpo ajeno me ha sido tan cercano, tan familiar (cuando los cuerpos pueden serlo sin interponerse lazos de parentesco, de convención) y nunca, desde mi infancia, he conocido una carne que, fugazmente entrevista, fugazmente rozada, haya sido para mí tan entrañable como la suya.

Ahora vuelve con el trapo y enjuga la mancha de la mesa.

– Dónde lo enterraron -dice.

– Con la familia, en el panteón de la abuela -respondo.

Luego añado, ante su gesto hosco:

– Allí está toda la raza del abuelo también. Es un panteón muy grande.

Ella ha cogido entre los dedos una miga de pan y modela bolitas, que aplasta sucesivamente.

– Tu padre está muy mayor.

Yo encojo los hombros.

– Claro, ya no es un chaval -digo.

– Me dijo que no quería verme en casa, cuando volviera. Pero tendré derecho a algo, ¿no?

Entonces estoy a punto de sentirme infeliz, de maldecirme incluso por haber atendido el mandato del telegrama; pero el perro olfatea mis pies, acaricia mis pantorrillas con su hocico, y mi espíritu sigue manteniendo la sensación de placidez.

– ¿Y este perro?

– Es perra. Lupi se lo regaló al abuelo en su cumpleaños. ¿Te acuerdas de Lupi?

Apenas lo recuerdo. Pero la memoria de cada cosa (la alacena, la fresquera, la pantalla de porcelana, el vasar con un San Pancracio y varios objetos de cobre: morteros, palmatorias, una chocolatera), la recuperación de los gestos de Olvido, me devuelven también a Lupi con precisión: aquel pelo suyo zanahoria y las cejas casi blancas, los pómulos pecosos.

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