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Ahora me veo sosteniendo el fardel atiborrado de cangrejos. Pesa mucho y los animales bisbisean sin cesar. El abuelo desata con cuidado los restos de cebo y los arroja entre las zarzas. Luego, enrolla cada cuerda en el retel respectivo y los va colocando uno sobre otro, hasta formar un cilindro que guarda en otro paquete.

Se desabrocha la bragueta y mea sobre los rescoldos. Un olor acre, nauseabundo, se extiende por el aire.

– Hala, mear vosotros también, que no queden brasas.

Volvemos a casa por el sendero, que se distingue entre la oscuridad de la chopera, hasta desembocar en la carretera, junto al puente. Las vacas vuelven en la oscuridad, lentas, haciendo sonar sus esquilones. Siento miedo ante aquellas masas enormes sobre las que se menean los cuernos.

– No tengas miedo -dice el abuelo-, sigue.

Se ven ya las luces de las casas. Cuando llegamos a la nuestra, la abuela está sentada en el poyo de la puerta, flanqueada por Olvido y Trini.

– Manolo, demonio de hombre -exclama la abuela-, hoy venían por el jato. Dónde te metiste.

El abuelo se detiene.

– ¿Lo llevaron? -pregunta.

– No lo iban a llevar, demonio de hombre.

– ¿Lo pagaron?

– Qué van a pagar. Dijeron que ya hablarían contigo.

Escucho otra vez ese silencio del abuelo, que ha inclinado la cabeza pero que la levanta al punto y dice, excusándose:

– Se me fue el santo al cielo, mujer. Andaba de pesca con los nietos.

Y lanza una breve carcajada que ahora, ahora mismo, vuelvo a sentir vibrando en mis oídos.

Dos veces a la semana

Dos veces a la semana, Abilio Curto traía mercancías a la tienda. Metía su tartana bajo el portalón, echaba el freno (un freno de manivela, que apretaba dos enormes zapatas sobre las ruedas) y luego le ponía al caballo un saco de pienso colgado de las orejas. El caballo, aunque grandón, era muy dócil. Se quedaba quieto, comiendo al parecer, moviendo sus orejas, espantando las moscas con súbitos guiños de sus grandes párpados poblados de espesas pestañas, mientras Abilio Curto y el abuelo descargaban alpargatas, quesos, madreñas, bieldos, botellas de licor. Lupi y yo subíamos al pescante, tomábamos las riendas, chascábamos la lengua, simulábamos con breves gritos disparos de rifle, nos imaginábamos atravesando amplísimos desiertos, abruptos cañones.

En ocasiones, Abilio Curto nos encontraba y nos invitaba a subir a su lado. Luego, generalmente, nos hacía cuidarle la carga y el carro mientras deambulaba a pie llevando recados de unas casas a otras.

– Vigiladme la galga -decía con autoridad, pero guiñándonos un ojo.

A menudo, cuando regresaba, Abilio Curto olía a vino. Eran ratos a veces muy largos, aburridos. Nos quejamos al abuelo y él se reía:

– Decirle que os dé una peseta por el servicio.

Lupi se lo dijo la siguiente vez. Pero Abilio Curto no quiso darse por aludido. Sacudió las riendas y desvió la mirada, alzando la voz.

– ¿Eso ha dicho tu abuelo?

Se separó de nosotros con un aire insólito de altivez, que cuadraba muy mal con su habitual campechanería, y cuando apenas se había separado unos pasos, repitió, volviendo la cabeza:

– ¿Eso ha dicho tu abuelo? Menudo negociante está hecho.

Pero se quedó con ella. Una tarde que Lupi y yo estábamos bañándonos en la presa del molino con otros chicos del pueblo, pasó Abilio Curto con su tartana y nos interpeló a voces desde el puente. Le preguntamos qué quería.

– Algo que os ha de gustar, rapaces. Por cuidarme el carro.

Atado a la trasera iba esta vez un caballo esmirriado, con las crines y la cola muy ralas.

– Si es para cuidar el carro, nos tienes que dar una peseta -gritó Lupi.

– Os daré algo mucho mejor, ya veréis.

Esperó mientras nos vestíamos y nos hizo sitio a su lado, en el pescante.

– ¿Vosotros habéis comido cecina? -nos preguntó. -Claro -respondimos nosotros.

– ¿De caballo?

Nosotros no podíamos precisar tanto. Abilio Curto musitó una cancioncilla y fue conduciendo el caballo fuera del pueblo.

Incluso aquella tarde nos hizo esperarle largo tiempo, mientras hacía sus recados y repartía sus mercancías. Al fin, cuando ya el sol estaba muy bajo, se dirigió a su pueblo.

– ¿No volvemos a casa?

– Vosotros tranquilos, que luego os dejaré allí. Todavía tengo que llevarle unos bocoyes a ese abuelo vuestro.

Llegamos a su pueblo y el caballo inició la subida hacia la casa. Abilio Curto vivía en las afueras, junto al camino que empezaba a rodear el monte, en una construcción que parecía hundirse en la empinada ladera. Desde allí se veían abajo los tejados del pueblo y, frente por frente, a la misma altura, la espadaña de la iglesia, con las dos campanas en los huecos más bajos y el nido de la cigüeña en el hueco superior, que estaba rematado por la picorota.

Abilio Curto tenía una mujer muy flaca y desgreñada con la que reñía muy a menudo a grandes voces, incluso por la calle, sin vergüenza de que lo viesen, y dos hijas. Ahora sólo estaba la mujer, haciendo astillas con golpes precisos: ponía los leños verticales, los iba abriendo de un sólo golpe hasta convertirlos en seis o siete maderas finas y largas, y luego ponía estas maderas entre dos troncos, en sentido horizontal y las partía en dos dándoles un sólo golpe con el peto del hacha.

Cuando llegamos, desató el caballejo y lo metió en la cuadra. Luego le puso a su caballo el habitual saco de pienso, bajó los bultos del carro y cargó muy trabajosamente un par de cubas, con ayuda de dos largas vigas que apoyó en la trasera. Abilio Curto sudaba. Se limpió el sudor y suspiró. Hablaba con el caballo que le miraba fijamente por encima del borde de su saco de pienso.

– Vaya un día de chuzar -dijo-, y lo que nos queda. Luego se volvió a nosotros, hablándonos con desusada bonachonería:

– Venid, vosotros. Vais a ver algo que no habéis visto. Por lo bien que me cuidáis el carro.

Entramos los tres en la cuadra. Abilio Curto tomó el ronzal del caballejo y lo llevó hasta el fondo, bajo el sobrado. Tapó la cabeza del animal con un saco y pasó el ronzal por el extremo de una de las vigas. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que Abilio Curto llevaba en su mano derecha un largo y puntiagudo cuchillo.

– Este animal va a hacer una cecina mundial.

Tiró de la rienda y el caballo, ciego, levantó las patas delanteras. Entonces, Abilio Curto le clavó de un golpe el cuchillo en mitad del pecho y empujó hacia dentro con todas sus fuerzas. El caballo lanzó un relincho enorme y un chorro de sangre saltó desde el pecho del animal cuando su matarife sacó el cuchillo.

Yo me quedé inmóvil, en una estupefacción que, manteniéndose un instante tan sólo, le dio al breve momento una dimensión de largo, antiguo horror. La sangre seguía manando a borbotones mientras el animal pataleaba, lanzaba enormes suspiros. Al fondo, los gochos chillaron con fuerte alboroto.

Entonces Lupi, en lugar de mantenerse quieto como lo estaba yo, se lanzó contra el hombre y empezó a darle puñetazos, patadas, llorando a gritos.

En Lupi brotaba, con incontenible espontaneidad, la rebeldía contra lo que él consideraba injusto, rojo su rostro de oreja a oreja, en un rubor que se agolpaba en sus pómulos y en sus mejillas. Su furia, que me sorprendió en aquella primera manifestación, era una de las peculiaridades de su carácter, y la recuerdo sin extrañeza, a punto casi de sonreír al redescubrirla (tantos años oculta entre las humaredas de mi olvido), al contemplar ahora con curiosidad objetiva cómo el rubor subraya esa emoción, imponiéndose sobre la piel llena de pecas. El pelo y las cejas no son ya pelirrojos, sino dorados. Casi tartamudea su respuesta.

Estamos hablando del testamento del abuelo. Aunque nunca terminé la carrera, mis escasos conocimientos me sugieren la sospecha de que aquello no tenga visos de prosperar. Lupi clava en mí sus ojos marrones, aún más oscuros por el contraste de las cejas.

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