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– Eso dice mi padre -argumentaba ella.

Pero papá hacía comentarios ambiguos (más desfavorables en el tono que en el contenido) sobre aquellas opiniones del abuelo, como si lo de los orígenes mexicanos no le hiciera demasiada gracia.

– Es el clima lo que ha influido, mujer, el clima; qué indios ni qué princesas.

Mamá insistió, acaso para no perder ante mí aquella autoridad suya en el tema, que era al fin y al cabo reflejo de la propia autoridad del abuelo:

– Mi padre asegura que un antepasado casó con una princesa de allí.

Entonces, papá le miró severamente y contestó, con una voz baja y extraña:

– Mujer, aquella gente eran caníbales.

Yo meneo la cabeza dubitativamente. Mi primo extiende un brazo y toca la mano del abuelo.

– ¿Y yo? -pregunta.

– Igual -responde el abuelo-. Pero tu madre es de Sajambre. Por allí todos son pelirrojos.

La abuela se ha acercado a nosotros y el abuelo y ella se contemplan.

– Esos bultos -dice mi abuela.

– Bueno -responde el abuelo, levantándose-. Voy. Luego, nos mira a los dos, pero habla dirigiéndose solamente a Lupi:

– Vosotros no os vayáis lejos. Buscáis los reteles y matáis las ranas. Ya las despellejaré yo.

Sí, siempre has estado aquí

Sí, siempre has estado aquí. Y sospechas que no eres solamente uno de los cuerpos, el que a veces realiza un movimiento imperceptible, ni siquiera también el otro cuerpo, el que está tirado enfrente, en similar postura pero descansando en distinto costado, sino que participas también de la propia materia de los ramajes, de la propia sustancia de esa luz lunar que parece forrar los claros de papel de plata, y de la otra luz amarillenta, merodeadora; que todo lo eres y todo lo encierras, aunque fuera de esa cáscara estás también tú sufriendo por encontrarte, por sacar del bulto sin forma alguna hebra de memoria verdadera.

Pero del mismo modo que te sientes desde siempre aquí y así, del mismo modo que te sospechas abarcándolo todo, siéndolo todo, recuperas de pronto otro recuerdo: la imaginación del papel de plata te ha traído la imagen del puente (la luna llena brillando en los hierros de la balaustrada, haciéndolos resaltar sobre la negrura como aspas sucesivas) y, a partir de la imagen del puente, la del pueblo a lo lejos, desplegando los planos de sus formas, de sus paredes, de sus tapias, los volúmenes de sus casas, los huecos geométricos de sus portales y de sus ventanas.

Eso fue sin duda esta misma noche, bajo esta misma luna, pero antes.

También prevalecía una sensación de irrealidad, de que todo tenía solamente una dimensión, de que el mundo que te rodeaba estaba constituido por un solo plano.

La perspectiva de la noche honda era quizá sólo una ilusión óptica y tú estarías penetrando en el plano de modo mágico, como disolviéndote en la misma sustancia plateada del claroscuro de una fotografía, la instantánea de un paisaje en que las sombras fuesen de negro cálido y los claros de reluciente purpurina, y arriba hubiese un cielo lleno de estrellas estrepitosas cuyo rotundo fulgor había quedado fijado para siempre en la imagen estática.

Sólo los sonidos daban al paisaje el contraste de lo real. El ruido del agua bajo el puente y los otros sonidos, las canciones y la música, los gritos y las risas, aislados, nítidos, que provenían de un extremo del pueblo.

Las ventanas eran como rectangulillos recortados en un cartón, iluminados por detrás. Así los nacimientos: sus cielos con las estrellas recortadas y el papel de celofán cubriendo las aberturas que simulaban luceros multicolores cuando pasaba a su través la luz de las pequeñas bombillas escondidas tras el bastidor; también los interiores de las casitas, de las posadas, de los molinos de corcho, iluminando el inusitado espacio interior con ayuda del pequeño punto de luz colocado dentro.

En un extremo brillaban las ventanas. Continuaba luego la masa oscura de los edificios, sin solución de continuidad, hasta el extremo opuesto, hasta la leve iluminación del monasterio. Por fin, fulguraban con fuerza los grandes focos instalados frente a las alambradas de la Planta.

Desde el puente, con los prismáticos apoyados en la balaustrada, repasabas lentamente todos los puntos de luz.

La primera casa, que tenía tres ventanas iluminadas, estaba casi oculta por el ramaje de la chopera, alzada sobre el blancor del corro de aluches. En los huecos luminosos oscilaban intermitentemente unas figuras, sin que la rapidez del vaivén y el contraluz permitiesen saber si eran masculinas o femeninas. Por causa de la distancia, no coincidía el ritmo de la música con el meneo de las figuras, pero las ventanas dejaban ver un agitado jolgorio.

Tres ventanas en esa casa, tres en la siguiente (las dos casas habían sido habilitadas para los técnicos de la Planta que permanecían en el pueblo) y luego solamente una ventana iluminada, en la mitad del siguiente muro, pero sin que se pudiese ver o adivinar lo que había dentro.

Al cabo, la oscuridad súbita de las casas vacías, masas más o menos negras según la incidencia de la luz lunar y su proximidad con el monasterio.

Más allá, el monasterio, con las luces de ese cartel que le anuncia como museo todas las noches de todos los días, laborables y feriados, las letras enormes que desde esa posición en que estabas no podían leerse, pero que se muestran claramente cuando las encuadra, con alineamiento geométrico, la desembocadura del puente nuevo (no este en que te encontrabas, que fue durante tantos años también el puente «nuevo» pero que ahora está en trance de ruina, ya el firme resquebrajándose, como el corro de aluches, y los tapiales, y los tejados de tantas casas), el puente de hormigón arqueado levemente como un arco empezando a tensarse que fuese a arrojar una flecha a los cielos, a las estrellas, a la noche de invierno tan fría; esas letras que anuncian el Museo del Río, ahora que las viejas piedras ya no albergan a los monjes, sino a toda la teoría arqueológica que sirve de mayor esplendor para la publicidad del complejo: las hachas, las lanzas, las fíbulas, los exvotos antropomorfos, las vasijas, las agujas, alternando su impávida presencia con las reproducciones de los viejos hórreos, de los carros, de los trillos y de los forcados, las fotos de boleras y pallozas, las estelas y las aras con las invocaciones a los dioses y a las diosas que murieron ya para siempre.

Porque habían hecho una nueva carretera, un nuevo puente que llegaba hasta la entrada misma del monasterio, y arreglaron los viejos muros, lo retejaron con cuidado, convirtieron en jardín todos los espacios antes abandonados y sucios, colocaron en las naves y galerías, antes frías y oscuras, los viejos objetos domésticos, las antiquísimas reliquias, entre luces suaves, una música que, sin saber de dónde salía, lo llenaba todo de apacible quietud, y unos sillones blandos donde quedarse dormitando a la hora de la siesta.

Desde el puente, enfocando el resplandor del Museo con los prismáticos, imaginaste las largas estancias, los silenciosos y congelados recuerdos de tantos siglos en la sucesión de las vitrinas, de los cicloramas, de los carteles que se extienden por los pasillos y las salas sucesivas hasta desembocar en la espectacular maqueta: el río ahí reproducido, ancho como un mar, escalonando su cuerpo brillante en las sucesivas presas mientras en sus riberas de escayola brillan los emplazamientos de las Plantas con minúsculos relámpagos: anaranjado para la que ya funciona, amarillo limón, con un parpadeo de más lenta cadencia, para las que están en proyecto.

El museo culmina en esta maqueta y en el gran mural que reproduce un mapa del noroeste, con las venas azules de los tíos y los brillos dorados de las Plantas. Esa maqueta y ese mapa son la apoteosis de todo lo que antecede: las armas oxidadas y prehistóricas, las viejas aras votivas del tiempo inicial, las representaciones de castros y pallozas, las piedras cistercienses…

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