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Y todo cambió. Pareciera que los dioses propicios se olvidaban de vosotros. La vida seguía su rumbo abandonándoos, dejándoos en la desolación como el río deja, tras las grandes avenidas, en los desnudos pedregales, en las arenas, entre las peñas, los árboles y las plantas, desgajados, expuestos a la inclemencia aniquiladora del sol.

Ya el pueblo y los dioses no os repartíais la vida, y los dioses acompasaban su latido a otros misteriosos compañeros, por caminos desconocidos, mientras vosotros erais derrotados una y otra vez, aniquilados por los guerreros de la andadura acompasada, que invocaban a dioses con peripecias de hombre, cuyas historias son dignas de burla.

No ha pasado una luna desde que el tío-señor-tío tomó por sacrificio el agua de la muerte. Pero antes de expirar, habló largo tiempo, y dijo que temía que la vida fuese por otro cauce. Decía sentir dentro de él aquel temor, y se señalaba el pecho con dificultad, soportando sin un solo gemido los dolores del veneno.

Recuerdas, con tristeza que llega a dolerte físicamente, más aún que tus heridas, aquellos otros tiempos en que el tío-señor-tío narraba la vieja sabiduría del pueblo y cómo, desde el origen mismo del tiempo, el pueblo de los hombres verdaderos y los dioses os repartíais el mundo.

Porque los dioses y el pueblo eran expresión de la vida, y todo era vida y estaba lleno de vida. La tierra tenía sus dioses y sus diosas que la obligaban a la vegetación, que la nutrían de animales, y el cielo tenía sus dioses que le preñaban de agua y de nieve, que revolvían por él las tempestades y los vientos cálidos. El número de los dioses y de las diosas era infinito. Había un dios que propiciaba los nombres de las cosas y dioses de los lugares que ellos mismos eran el lugar y su nombre. Dioses que son colina, otero, peña, pedrera. Dioses de las casas. Dioses y diosas del sol que nace y del sol que se pone y del sol nublado y del que reposa encima mientras el ganado permanece inmóvil sobre los prados, rumiando lentísimamente. Dioses protectores del viento que menea las ramas de los matorrales, dioses que protegen los traslados, los viajes, los caminos, las batallas, los vencedores, los muertos. Janas de las fuentes que caen de lo alto, de las que nacen al pie de las laderas, de las aguas que corren rápidas y de las que se remansan. Dioses y diosas del lino y de la lana, dioses alfareros, dioses del canto de los carros, dioses de las maderas para hacer los aperos y los instrumentos; diosas del agua que cuece el roble para las vigas y los ejes, dioses del fuego para trabajar el hierro y de los herreros que hacen las armas y calzan las herramientas; dioses de los cueros para los escudos, para los arreos, para las mullidas y las corneales. Diosas que hacen brotar las hierbas y esponjarse las yemas de las ramas. Dioses, en fin, que son la vida en cada lugar que fluye, y el mismo lugar donde fluye. Porque la vida es dios, y es múltiple, cambiante, sucesiva. La vida es todos los dioses y los dioses son infinitos.

Frente a tanta seguridad, sólo una enorme y desolada sospecha. Quemasteis el cadáver del tío-señor-tío. Envolvisteis cuidadosamente el caldero de oro, que era el tesoro del pueblo, preparado para llevarlo seguro en la eventual retirada a la peña del último refugio.

Esta batalla ha durado dos días. Los pueblos de las dos orillas caísteis de improviso sobre un campamento invasor y lograsteis dominar a los guerreros enemigos, pero la inesperada llegada de una columna, en auxilio de los atacados, cambió las tornas de la lucha.

Ya los invasores apenas hacen prisioneros: saben que ningún hombre de las dos orillas puede ser sometido. Los hombres de las dos orillas lucháis con la desesperación de saber que vuestro destino está determinado, que éste es el final de los hombres verdaderos, que vuestra desaparición es inevitable.

Las nubes siguen atravesando veloces el cielo a la luz de la luna, y ves en ellas las nubes de los cielos en días hermosos, en días gloriosos.

El cielo es también un enorme río, un río profundísimo, eterno. Acaso las nubes serán guerreros alguna vez, porque las almas no perecen y, cuando atraviesan la laguna del olvido y llegan a los confines de la tierra, les espera otra reencarnación, incorporarse de nuevo al ciclo de la vida, que fluye continuamente, como un manantial, como las fuentes cuyo cauce es el musgo ancestral, como la fuente de las fuentes donde esa jana benéfica que ha reído siempre por la felicidad de los hombres verdaderos acaso llore ahora, sin duda llorará mientras teje el hilo sutil de vuestra adversidad.

Un caos en que todo coexiste

Un caos en que todo coexiste al mismo tiempo, sin prioridades ni categorías, en que todo tiene el mismo significado.

Algún instante de paz intensísima (los auriculares en los oídos, reclinado en el sillón con los ojos cerrados) me ha facilitado a veces la intuición de ese caos sincrónico, la sospecha de que la realidad es un cúmulo de ensoñaciones superpuestas y entretejidas en que alguna aparenta ser la verdadera, pero sólo por efectos superficialmente físicos, del mismo modo que una luz de color anula los colores iguales a ella y hace resaltar otros, aunque subsistan todos bajo el engaño óptico.

Pero ahora no estoy sentado en ningún sillón, escuchando un cuarteto, porque es evidente el frío que me entumece, es imposible desconocer la molestia de mi herida.

El desvanecimiento pudo desatar en mí unos fantasmas que nunca hubiera sospechado tan vivos: así, Huitzilopochtli, presidiendo la alta pirámide por cuya escalinata corre otro río, aunque éste de sangre; así, los oscuros ancestros cuyas costumbres relataba Estrabón, incansable viajero; así también, los bárbaros avanzando en la noche, como otra noche furiosa llena de incendios; y las lejanas ciudades que, tras exilios y huidas, se llegan a recordar como moradas imprescindibles.

Los fantasmas, unos fantasmas de papel, aprendidos en los libros, se han mezclado con los fantasmas reales, como esa chopera, cuando se decolora: su visión es siempre tan nueva, tan sorprendente, que ahora he podido creer que hasta los ojos míos han cambiado también. De ese modo, la Virgen de la capilla del colegio ha superpuesto su hierático acecho sobre la del recibidor de casa de doña Ambrosia, y la propia doña Ambrosía ha entreverado su mueca de carne sobre las muecas de escayola. Todos los pasillos que he pisado urden también el más complejo de los embaldosados, y las luces que entran desde la calle, por el día, o las que salen a la negrura, por la noche, se entrecruzan para conseguir una nueva iluminación en que lo diurno y lo nocturno se hacen similares, del mismo modo ambiguos, sin tiempo ni hora.

Todo se mezcla con la misma importancia, como en aquellos álbumes de la tía Aurelia en que, sin orden, sin clasificación con arreglo a géneros, ni a especies, ni a materias, de un modo inefablemente natural, se presentaba todo junto: las orugas y sus mariposas; los utensilios mecánicos; los oficios de antaño; las flores de los Alpes; las gallinas ponedoras; los Cristos famosos; los perros de guarda y defensa; las plantas venenosas; las pieles de abrigo: los crustáceos: los faros…

La tía Aurelia me vigilaba mientras yo, doblemente fascinado (aquella vigilancia y la constatación de que el tiempo de contemplar los álbumes era escaso, le daban a mi repaso un sentido sacramental, le hacían peculiarmente valioso) recorría aquellos cromos de colores antiguos e irrepetibles. Aunque también en mi recuerdo la sabiduría de los cromos se amalgama con la académica, y el hermano Benigno, presidiendo nuestra silenciosa ansiedad, dominando con su mirada severa nuestro estático batallón (sentados en los pupitres como en unos caballos petrificados en su huida, sin escape posible), nos va repasando las lecciones y se embarullan los leucocitos, las plaquetas, la polarización, los órganos de la vista, los metaloides, pasando, de ser una simple palabra en un libro, a corporeizarse en grandes carpetas de colores que se desparraman sobre los mismos pupitres, ahora más grandes y grises, mientras la sotana del hermano Benigno se convierte en una gruesa chaqueta de pata de gallo y su rostro liso en el rostro arrugado y amarillento de Cutillas.

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