Dijo que ya se había enterado de lo de mi abuelo y me dio el pésame con finura de antigua raigambre. Me preguntó la edad del finado.
– Muy mayor -contesté yo, piadoso.
Ella entrecerró los ojos, en una mueca que agrandó el grueso cristal de sus gafas, alargó una mano y rozó con ella mis rodillas. Tomó luego un cigarrillo de la mesa y lo encendió con parsimonia.
– Ese es el descanso de los viejos -repuso, súbitamente envuelta en una masa de humo.
Yo veía ahora la habitación con ojos también nuevos. La guitarra sobre la librería estaba llena de arañazos y de rajas. La máquina de escribir sobre la pequeña mesa, frente a la desvencijada silla, le daba al cuarto un aire de oficinilla marginal, como de burocracia clandestina. Y ella misma tenía un aspecto sutilmente distinto: era una anciana a la que sólo la expresividad de la mirada daba cierto aspecto de vivir. Una vieja encogida, haciendo un permanente esfuerzo por erguir la cabeza, ya tan vencida, con el cuerpo como un gran saco de patatas, cubierto por los colorines desvaídos de un raído huipil.
Entonces le pregunté por su novela y le oí hablarme sin escucharla, contemplando sus gestos y sus muecas, mientras iba explicándome, con prolijidad minuciosa, las últimas peripecias de su protagonista, una muchacha tierna durante los años veinte en algún Madrid increíblemente intelectual.
De nuevo me soltó encima una gran bocanada de humo. Fumaba mucho, pero no tosía jamás. Sacudió la ceniza con precisión.
– Los escritores arañamos la realidad intentando hacer un agujerito. Pero es tan difícil…
Lo decía con falsa resignación. Vieja, decrépita, persistía en ella la llama de una ilusión redentora. Pero lo que unos días antes suscitaba en mí una admiración afectuosa, se convertía ahora en encono, en rencor hacia aquella empecinada pasión que había sobrenadado guerras, exilios, desgracias familiares, que había persistido sobre la misma sustancia de la vida: una pasión que se me presentaba fuera de toda mesura y cuya evidente desproporción eran sus resultados, aquellos libros oscuros, aquellas historias condenadas desde su nacimiento al culto restringido de unos cuantos profesores.
Y, sin embargo, mi encono naciente estaba teñido de envidia. Cuánta fe, pensaba, cuánto glorioso egoísmo, cuánta descomunal confianza en el propio destino. La dejé hablar, hablar. Al cabo, ordenó los papeles y me miró de modo inequívoco. Yo me puse de pie.
– Bueno, le dejo.
– ¿Empezaron ya los ensayos? -me preguntó. Para ella, yo era un artista del teatro.
– En ello estamos -repuse.
Me fui a mi cuarto, pero no quería acostarme, hundirme en aquella siesta compulsiva. Pensé llamar a Ana María, pero tan agrio era mi ánimo que ni siquiera me sentía atraído por la imaginación de su cuerpo. Si sólo fuese su cuerpo, pero era toda ella vista a la luz de esta disposición desengañada. La posibilidad de estar con ella se me aparecía como estar con un duplicado de mí mismo, soportándome doblemente. Y así transcurría aquella tarde cuando llamó Alfonso.
– Es su hermano, de León -dijo doña Ambrosia.
Me acerqué al teléfono. Los olores de la casa estaban concentrados en aquella rejilla y me llegaron repentinos, mezclándose con la voz de mi hermano.
– Qué tal -le dije.
El titubeaba, y advertí que iba a decirme algo importante.
– Es sobre el testamento.
Yo interrumpí la pausa.
– Dime, dime -dije.
– Papá está bastante enfadado. Me imagino que ya sabrás que es ilegal, que no tiene ni pies ni cabeza -añadió. Guardé silencio.
– ¿Me escuchas?
Le dije que sí. Su voz tenía también una tonalidad ligeramente extraña. El pasillo estaba en sombra y, al fondo, tras las cortinas, la urna de la Virgen, con la palomilla de aceite, duplicaba el redescubierto tono ominoso del recibidor, dándole un aire como de vieja capilla, acaso de algún castillo de cuento de miedo.
– Claro.
Recuperó el tono habitual, tranquilo, algo cortante.
– Oye, yo creo que es mejor arreglarlo por las buenas.
Traslucía su desapego. Había sido mi hermano preferido y, sin embargo, el paso de los años había convenido el calor antiguo en un frío en que, a veces, me parecía encontrar incluso huellas de una animosidad incomprensible.
– No me digas que va a pleitear.
– Seguro. No tengas duda -se apresuró a contestar-. Y no tenéis nada que hacer.
Doña Ambrosia estaba espiando tras las cortinas del recibidor, porque se movieron. Estábamos tan acostumbrados a su curiosidad que ya la aceptábamos como si formase parte de la casa, como un detalle más de la decoración.
– Mira, Fonso -le dije-. Yo sólo quiero la casa. Lupi y yo nos conformamos con que nos dejéis usar la casa.
Alfonso siguió hablando con su voz sin estridencias, algo petulante. Qué más nos daba, para qué queríamos la casa si no la podíamos vender, ni hacer nada con ella; por qué encabronar (así dijo él, tan cuidadoso siempre de su léxico) aquel asunto.
– Quiero la casa porque me voy a ir a vivir allí.
Aquellas palabras me salieron de una entraña remota. En lo hondo de aquellas siestas febriles, en que explotaban a menudo viejas imágenes en miles de fragmentos luminosos, como los fuegos artificiales que se desparraman solemnemente en la negrura, había incubado al parecer aquella idea que yo mismo no acababa de reconocer, aquella decisión de la que yo mismo era apenas consciente. Sentí claramente su sorpresa, un silencio tan macizo como un grito:
– ¿Al pueblo? ¿Te vas a ir a vivir al pueblo?
– Eso mismo estoy pensando -repuse.
– ¿Para siempre?
– Hombre, para siempre. Pero claro.
Parece que doña Ambrosia no se enteraba de nada, porque las cortinas se movieron de nuevo y oí sus pasos, las pisadas de sus zapatillas, alejándose por el otro extremo del pasillo.
– Bueno -dijo Alfonso-. No será uno de tus números.
– Mira, Fonso -le dije con paciencia forzada-. Tú díselo, que sólo quiero la casa. Para vivir en ella.
Volaba. Me movía por el espacio
Volaba. Me movía por el espacio con pausada seguridad, mientras bajo mi cuerpo se dilataba el paisaje, sin más límites que el lejano círculo del horizonte.
Abajo se sucedieron los grandes edificios con sus luces, las farolas de las últimas calles, los focos anaranjados de la autopista. Luego, las lucecitas fueron espaciándose y la carretera reflejó la luz nocturna, con un ligero fulgor blanquecino.
La carretera fue dejando atrás los cúmulos de lucecitas que señalaban los poblados, las urbanizaciones, y se enrevesaba por la falda de la sierra, entre los pinos afilados; luego, iba deslizándose por la larga llanura.
Yo sobrevolaba las masas agazapadas de los pinares, dejaba atrás los mogotes pálidos que resplandecían como fantasmas de montañas sobre las tierras yermas.
Al cabo, tras la llanura cuya monotonía sólo rompía el borroso montón de algún pueblo desperdigado, reconocí la superficie ondulada que marcaba los inicios de mi propia tierra: los suaves oteros, la vega ancha en que se multiplicaban las choperas.
No sé si estaban vestidas o si era invierno; no sé tampoco si las cepas estaban llenas de hojas. Quizá las choperas empezaban a dorarse (por eso brillaban como metal en la noche) y las cepas se cargaban de racimos, llenando los viñedos de sombras similares a las de amplios batallones que descansaran, inmóviles.
Luego, dejé atrás la vega: quedaban al fondo los paisajes del pueblo del abuelo, antes del firme perfil de las montañas, y me desvié de su dirección con un inevitable sentimiento de pena.
Volé también sobre otras vegas, sobre nuevas ondulaciones, sobre los esqueletos borrosos y desmoronados de fortalezas y ciudades desaparecidas. Por fin, la ciudad se presentó a lo lejos.
Era recién oscurecido y brillaban las luces de las calles, de las casas, de las tiendas. Alrededor de la ciudad, los ríos brillaban también como cintas de plata. Las torres de la catedral se recortaban sobre el caserío. Las calles quedaban debajo de mi cuerpo como profundas acequias vacías. Se movían allá abajo, a saltitos, a tirones, como pequeños juguetes de cuerda, hombres y vehículos.