Advierto enseguida que es otro el lugar de mi dolor más agudo, más acuciante: un escozor firme que fluye de mis ijadas y se va extendiendo por todo mi cuerpo en pequeñas pero insoslayables ondas. Y siento el frío raspando mi mejilla izquierda y entiendo que mis piernas están dobladas también, como en el ademán congelado de un pataleo.
No son, pues, mis ojos ésos, ni mi cuerpo ése: su mano no rebulle como la mía ni sus ojos parpadean, siquiera mínimamente. Y sé que estoy caído en el suelo, enfrente de otro cuerpo; una iluminación ambigua, blanca y amarillenta, hace que me parezca el de un gran muñeco, un enorme pelele sobre el que hubieran colocado una de esas caretas antiguas de cartón-piedra que interpretaban con tanta exactitud el rostro blanco, hierático, de los maniquíes arquetipos.
El dolor no pincha, es más parecido a un peso insistente, a un agobio interminable que va entrando en mi cuerpo como si fuese de arena y una piedra muy densa y pesada se estuviese hundiendo implacablemente en su masa. También hay en mis piernas un picor de arañazos. Y apenas puedo mover la cabeza; apenas vislumbro, un poco más allá del cuerpo caído junto al mío, un entorno confuso de masas vegetales.
Ese dolor en mi cuerpo podría ser el dolor de una herida. Estaría herido, tirado en el suelo. Sobre el otro cuerpo, más allá de los matorrales en que resbala la luz oscilante, está la noche, y en ella refulgen unos diminutos pero intensos estallidos, brillos y fulgores que no cesan y en los que se adivinan los distintos matices del espectro.
Estoy aquí, caído en la noche, contemplando de refilón las estrellas. ¿Estoy herido? Las estrellas chisporrotean porque es invierno, es una noche helada. Siento el frío también, aunque no del mismo modo que mi herida. Y escucho unos sonidos cercanos, algún gemido, un ansioso alentar. ¿Soy un guerrero herido? ¿Me rodean, pues, los restos de una batalla? ¿Es ese cuerpo tirado junto al mío el de otro guerrero, el del enemigo que abatí antes de caer, el del amigo que cayó a mi lado?
¿O no son las estrellas? Pudiera pensarse que se trata de otros brillos, los de unas misteriosas fosforescencias. ¿Ojos, presencias fabulosas en lo oscuro? No es una herida: es un dolor que viene de otra parte, es el dolor de una amargura invencible, es la pena que me atraviesa como una estocada, y no estoy tirado bajo el cielo, sino tumbado en alguna estancia, en un cobijo, escrutando desde el interior la oscuridad exterior, una negrura menos densa, donde crepitan diversas luminarias, no sólo en el cielo, sino también en el agua: porque hay brillos en el cielo y en el agua, y aunque las dos masas están llenas de oscuridad, las distingue una sutil diferencia en los diminutos resplandores.
Tumbado, caído. Viendo de soslayo unos brillos movedizos. Es de noche y el suave resplandor blanquecino se debe a la luz de la luna. ¿O es el crepúsculo? ¿Anochece, amanece? Hay en cualquier caso una luz ambigua. Los brillos no son tan lejanos. Su resplandor no es un chisporroteo, sino la continua vibración de un reflejo multiplicado. Pueden ser los reflejos de las hojas. ¿Se menean las ramas de los chopos, brillan las hojas?
En cuanto a esos otros dos brillos tan cercanos, esos ojos: ¿Es el caballo muy cerca de mí? Pero no son los ojos de un caballo, no hay ningún caballo, sino los ojos de otra persona que me mira, enmarcados en esa perspectiva del lago lleno de lucecitas.
Los brillos lejanos fulguran. Estrellas, luciérnagas o reflejos de las hojas que la brisa mueve. En los ojos cercanos hay también brillos. O sólo hay brillos alrededor de ellos y los ojos permanecen fijos, negros, insondables: son los iris recortados de un bajorrelieve, una figura grabada en un gran cuenco que recuerda una caldera. Y sin embargo, no: se trata de dos ojos verdaderos. Las córneas resaltan sobre la esclerótica, como explicaría, con aquellos ademanes de paciencia hastiada, el hermano Benigno. Dentro estará el cristalino y más dentro el cuerpo vítreo, un rotundo moco. Dos ojos humanos, en un rostro de carne y hueso.
Y sé que se trata de los ojos de Lupi, del cuerpo de Lupi. Suya es esa boca cuyas comisuras entreabiertas dejan brillar los grandes incisivos, y junto á su mano inmóvil se encuentra la vetusta caja de madera con remaches de latón y ancha bandolera de cuero en que guarda las herramientas, los cebos, los fulminantes, los cables.
Detrás del cuerpo de Lupi, de los ojos de Lupi, una maraña con atisbos de zarzal. Encima, otra masa vegetal más espesa, pero no muy alta; más densa, pero no opaca. Cae un poco hacia nosotros, podría sugerir un abrigo, un cobijo. En esta oscuridad parecería cubierta de follaje si no fuese por la otra luz, la luz que no es de la luna, que hace marcarse sobre el fondo (el informe telón nocturno, las palideces lejanas del monte) las líneas sinuosas de los troncos y las ramas de los robles deshojados. El zarzal, también desnudo, desparrama como cuerdas sus ramas espinosas. Todo está pelado. La raspadura del suelo en mi mejilla no la produce la hierba, sino un matojo reseco que huele a moho, que sabe a frío y tiene tiento de cristales mojados.
Y resulta que la luz no lunar se mueve, titubea, se proyecta sobre nosotros, se arrastra con tacto seco por encima de mi cuerpo, por encima del cuerpo de Lupi. A causa de ello, sus ojos fijos fulguran, como si en algún momento hubieran quedado deslumbrados y permaneciesen para siempre detenidos en el mismo ademán del deslumbramiento.
Con la impresión del fogonazo, yo recupero también las sensaciones sonoras (por tanto no es una ensoñación, no me he quedado dormido con los auriculares puestos y el disco terminó hace rato) y comprendo que nunca estuve envuelto en un espeso silencio: con el murmullo continuo del río inmediato se mezclan otros sonidos, suenan voces, una palabra o una tos o un estornudo, un sonido que brotó de una garganta y empieza a estallar en la noche.
Sin comprenderlo, yo lo percibo todo como desde dentro de un sueño, en una de esas pesadillas en que el soñador puede, no obstante, descubrirse como tal (aunque no por ello descartar la angustia; pero sin conseguir asumirlo). Naufrago desmadejadamente en la sensación de que este es un momento sin pasado, sin precedente alguno; siempre, sin duda, he estado aquí tirado, enfrente de esos ojos y ese cuerpo, contemplando alternativamente los ojos de la figura frontera desde los otros ojos, sin saber nunca qué figura era la mía y cuál la de Lupi sino por los breves temblores de una mano y por la conciencia del dolor, que es la conciencia de estar aquí caído, pero que muere en esa misma constatación, sin que sea posible rastrear las peripecias que me trajeron aquí.
Y si dentro de mí, en el hondón de esta memoria desmoronada que se disgrega en una imprecisa viscosidad, no hubiese alguna mínima agitación que me obligara a dudar, estaría seguro de que éste ha sido desde siempre mi lugar en el mundo: en la noche fría, rumorosa, sobre el suelo oscuro y áspero, bajo el cielo estrellado y el brillo lunar y las ramas desnudas, mientras un rayo de luz menos blanca, más precisa, horizontal, recorre los matojos y mi cuerpo, o el cuerpo de Lupi, y hace brillar mis ojos, o los ojos de Lupi, y un estornudo o una exclamación comienzan a crepitar en la noche, detrás de mí, donde no puedo ver.
Qué hago aquí, dónde estoy, qué haces aquí, Chino.