El hombre guiñaba un ojo y sacudía una mano, dando énfasis a la listeza del chico, y la gente se reía complacida, asumiendo el indirecto homenaje con agradecido e ingenuo regocijo. Algunas mujeres se miraban preguntándose, crédulas, quién podría ser el muchacho protagonista de la anécdota.
Más allá de la plaza, la iglesia alzaba su espadaña. El nido de la cigüeña, ahora vacío, le servía de enorme sombrero. También la iglesia me sugería los recuerdos concretos de aquellas misas largas. El abuelo no iba nunca a misa y por eso yo tenía que sentarme delante, donde las mujeres, con la abuela, Trini y Olvido, sintiendo envidia de los hombres, que permanecían en el atrio hasta que la misa había comenzado y luego entraban con pisar ruidoso y pausado, para ocupar la parte trasera de la nave.
La luz de la mañana entraba por la portada y, reflejándose en el umbral, proyectaba contra las paredes y la bóveda un reverbero en el que flotaba el polvillo dorado y por el que cruzaban a veces pequeñas mariposas o alguna desconcertada golondrina. En el altar había una imagen pequeña de la Virgen con el Niño en brazos y unos cuadros muy oscuros, cuyo motivo había venido a resultar indescifrable. En uno de los cuadros, la negrura del tiempo había respetado solamente los ojos de una figura haciendo resaltar su misteriosa fijeza.
Recuerdo claramente que, en la iglesia, el olor de la cera se mezclaba con el de la yerba de los prados cercanos, en una rotunda proclamación de quietud veraniega que ajustaba su ritmo al compás del rito. Al salir, recogíamos de una cesta de mimbre los pedazos de hogaza bendita, culminando así una ceremonia que, siendo sin duda la misma misa del invierno colegial y sombrío, a mí me insinuaba sin embargo alguna desconocida celebración.
Envueltos en una atmósfera de penumbras, esos espacios (el nocturno, perfectamente acotado por la lejanía radiante de las estrellas y los muros de la plaza; el del zaguán, tan variado en sus perspectivas, de acuerdo con la fuente luminosa; el de la iglesia, similar en sus contornos al de alguna gruta fabulosa) me traían, con su recuerdo, la percepción física de una revivida plenitud. Nada le faltaba a mi ánimo para sentirse completo en aquellos ámbitos recordados, en los que mis días transcurrieron sin ansiedad ni espera, perfectos, ajustados milimétricamente a los espacios que los sustentaban.
Y la huerta, y la tienda. La tienda, en aquellas noches de la partida del abuelo, revivía en esta de ahora, vacía y polvorienta, golpeando mi memoria con la intensidad de una nostalgia dolorosa. Me parecía volver a verles, alargando la mano lentamente o golpeando con la ficha sobre la mesa, alzando la voz en los momentos cruciales del juego, convirtiendo en bravuconadas los malos azares.
Los contertulios del abuelo perdieron en mi recuerdo sus características individuales, pero mantenían incólume su personalidad como grupo, sus cuerpos flanqueando los cuatro lados de la mesa más pequeña de la tienda, las cabezas cubiertas por las boinas, las mejillas invadidas por los rastrojos de unas barbas siempre mal afeitadas, gruesos cigarrillos en las manos, los brazos animados de aquellas sacudidas intermitentes para aplastar la ficha contra la mesa, sus gritos propiciadores de fortuna.
El grupo se movía siguiendo el ritmo de alguna melodía inaudible, surgida acaso de las propias fichas de dorso negro que iban trazando sobre la mesa ese diminuto teclado que se va alargando por ambas puntas según el designio misterioso de los números.
Entre partida y partida, charlaban. Recuerdo casi frases enteras, porque la conversación me interesaba especialmente: hablaban de la Guerra de Corea, y la Guerra de Corea, que durante el invierno estaba presente en mi vida de un modo más insistente (en las fotos de los periódicos, en las noticias de la radio) adquiría no obstante allí, pese al manso panorama de la tienda, al suave aroma del campo vespertino y a la cordial intimidad de los jugadores, una realidad mucho más precisa y clara, una realidad que salía hecha palabras de sus bocas mientras discutían las operaciones y los movimientos de las tropas, los temperamentos y personalidades de los jefes, las características de las armas, con una familiaridad insoslayable que convertía el lejano suceso en cercano e inmediato.
Estaban pues ellos allí, más acá del vacío polvoriento, rodeados de la tienda como de un escenario expresamente preparado para ese bullicio suyo, que se repartía entre las voces, los golpes de las fichas, los chasquidos del mechero, el gorgoteo del vino desde la frasca hasta los vasos.
Y fuera, tan cercana, sin otra transición que el pasillo y la puerta (una transición que era también un preámbulo, un vestíbulo reverso) la huerta.
Aunque era de día y la mañana estaba cubierta por un cielo gris, la huerta mantenía irreductible aquella primitiva entidad que yo había encontrado en ella cuando niño: era la cubierta de un navío que atravesaba el espacio infinito, y en ella se compendiaba, árboles y fuente, yerba y flores, todo el mundo de fuera, también inmediato, separado sólo por unas tapias que no eran frontera sino medio de contacto y confluencia, ese mundo de los chopos, lis álamos, los alisos, los saúcos, las zarzamoras, las mimbreras, junto a las aguas del río, brillantes en los puertos y blancas en los rabiones, al pie del monte que iba creciendo entre peñas y sebes.
La oscuridad es más densa aquí dentro
La oscuridad es más densa aquí dentro. Fuera, la noche tiene una tonalidad azulada y en ella, el cielo y el lago parecen conformar una presencia única que sólo los brillos respectivos diversifican y separan: los de las estrellas arriba, más allá de cualquier lejanía; los de las fosforescencias en el agua, aumentando o disminuyendo su fulgor según la proximidad. Las estrellas permanecen; los brillos del lago surgen de pronto, recorren un trecho y desaparecen súbitamente.
Se oyen con claridad sus ruidos: uno ronca, otro ha gemido entre sueños, ha murmurado una letanía ininteligible.
Duermen en sus petates, vestidos (sólo se han quitado las espuelas y las botas), con las armas y las armaduras al lado. Como dormías tú.
Llegaron a mediodía, bajo el sol brillante. Les precedía un indio del poblado. Se acercó a ti sigiloso, murmuró apenas:
– Tres demonios, hermanitos tuyos. Vienen tres a verte.
Saliste de la casa. Brillaban al sol las demás casas, contrastando con las sombras espesas de los bohíos. Los tres montaban caballos oscuros y resplandecían sus cascos, sus petos. Se recortaban contra el espejo brillante del lago.
Te quedaste inmóvil, el indio a unos pasos de ti, y los jinetes detuvieron sus monturas. Uno de ellos ostentaba una barba de color rojo. Era Juan de Mansilla. Descabalgó y vino a tu lado, habló con su voz ronca:
– Dios te guarde, primo.
Tú contrastabas asombrado el sonido que tenían aquellas palabras, su exacto significado. Los otros jinetes y el indio os contemplaban quietos. Al fin, abriste los brazos. Pero el ademán escondía, bajo su amago de abrazo, un gesto de defensa: en tu ánimo se mezclaban el desconcierto por aquella inesperada visita y una espesa turbación ante el modular y el retumbar mismo de las palabras. Y, por debajo del sentimiento de ajeneidad, de extrañeza, que te obligaba a contemplarte a ti mismo como en la gratuita agitación de una actividad soñada, escuchaste con estupefacción tu propia voz; como si, por algún don mágico, estuvieses hablando una lengua antes desconocida.
– Bienvenido. Bienvenidos a esta casa.
Los demás descabalgaron y te abrazaron. Les recordabas también como sombras confusas de un sueño lejano. Sus perfiles venían de un pasado que habías olvidado hacía mucho.
A lo largo de la tarde fuiste saliendo poco a poco de tu extrañeza, fuiste recuperando aquellas presencias y aceptándolas como parte inequívoca de una realidad que también te correspondía plenamente.