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El caso es que recorres otro pasillo, el de una pensión tranquila de la Calle del Pez, la casa de la viuda de un abogado que murió fulminantemente en plena luna de miel, una pensión que tiene en el recibidor una virgen dolorosa, donde reside también Verónica Roncal, la última pluma femenina del veintisiete por antonomasia que, inasequible a los achaques de su edad, prosigue ardidamente la redacción de su penúltima novela, segunda parte de una trilogía sobre un tiempo ya para siempre perdido. Hay otros inquilinos: un aspirante a meteorólogo y un joven ingeniero que todos los días se va en su coche a Guadalajara, donde trabaja. Atiende el servicio una gallega, de bastante edad también, hermana al parecer de un teniente coronel de la Guardia Civil.

Las mañanas se deslizan en una sala larga y blanca donde se alinean dos filas de mesas. Entre ellas pasa a menudo un solemne ordenanza, empujando el carrito metálico atiborrado de documentos, llevándolos de una mesa a la otra con su solemne andar de pies planos; los empleados apenas levantáis la cabeza para seguir su lento deambular.

Enfrente de vosotros, tras una mampara de cristal, con el aspecto cerúleo de una figura embalsamada, preside vuestra labor el irreductible Cutillas, que a veces, pero muy raramente, pierde por unos instantes su rigidez para recordar con chocante ternura su tierra natal y las habas verdes con bacalao.

Las tardes transcurren en polvorientos salones, ensayando oscuras obras de teatro; en humosas cafeterías, hablando de todo, incidiendo acaso en alguna ilusión que acabará frustrándose.

Eres, pues, un misterioso recorredor de pasillos, y un extraño ser tumbado, al mismo tiempo; a veces niño, a veces viejo, un espectro a veces también; mas cuando besas a Ana Mari, qué distintos estos besos de aquéllos, tan dulces, en los labios de aquellas amazonas rubias. Pero no eres el primo de papá, aquel hombre grande y glotón que venía a veces de Madrid y comía tan deprisa, ajeno a las miradas que se cruzaban papá y mamá. A pesar de todo eres tú mismo, niño, en tu cama de niño, imaginándote con horror esta aventura. Sin duda estás empachado y esperas desesperadamente que suene la segunda señal de las diez, esa señal que te traerá a la inmutable realidad y te sorprenderá nuevamente al pensar cuántas aventuras caben en tres escasos minutos, buenas y malas, gloriosas y ruines, antes de entrar en el sueño definitivo.

O es el aceitazo de «La alegría sanabresa», restaurante familiar al que vuelves inevitablemente por una querencia arrastrada desde el tiempo estudiantil, ya que no es posible otra cosa: tu mundo de niño no incluía Compañías ni pensiones, qué sabías tú de la Calle del Pez, eras felizmente ajeno a las rugosas doñas Ambrosias, a los acecinados Cutillas. El rostro de Dios rácano estaba también en algunos profesores de entonces, pero no de este modo desmesurado. Y los ojos de Lupi, el frío, el dolor, tienen una presencia verdadera e inmediata que no es la de las arizonas ni la de los grandes jefes de las otras duermevelas, de las lejanísimas ensoñaciones.

Si este es solamente un ensueño, se esconde en él una evidente amenaza. Y en ese sonido, esa voz que se va alzando sobre vosotros, hay también una vibración ominosa. Es preciso levantarse, obligar a Lupi a que abandone también esa falsa placidez transparentada en sus ojos inmóviles. Es necesario huir.

Cada uno de los rincones de la casa

Cada uno de los rincones de la casa, las calles y la plaza,- el río y el puente, la chopera y el monte, me hacían recobrar con vívida persistencia recuerdos concretos, que yo iba repasando como las páginas de esos libros que creemos olvidados pero que, cuando se reencuentran, nos devuelven con una precisión sin ambigüedades la textura y el olor del papel, el minucioso universo de los grabados y hasta la instantánea evocación de las complejas peripecias de este o aquel capítulo.

Permanecían en las paredes del zaguán aquellas escarpias de donde se tendían las cuerdas para colgar los fideos a secar: y me parecía sentir de nuevo el olor a harina, y ver al hombrecillo sentado en una banqueta, junto al barreño donde preparaba la masa que luego prensaba a través de la máquina, para ir dando forma a aquellos largos hilos que dejaba reposar un rato en el suelo, sobre un paño limpio, para luego colgarlos de las cuerdas, como gallardates de alguna fiesta incomprensible.

Era por la mañana (los dos veranos vino por la mañana) y, cuando yo me levanté, ya estaba él en el zaguán, muy oscuro a estas horas, manejando su aparato con silenciosa aplicación, como si quisiese terminar pronto su tarea para seguir, casa por casa y pueblo por pueblo, llenando los portales de fideos tendidos a secar, como guirnaldas pálidas.

También permanecía, invisible seguramente para otros ojos que no fuesen los míos, aquella huella difuminada junto al poyo de la fachada, la mancha de humo de la pequeña hoguera donde el hojalatero calentaba el estañador. Como el hombre de los fideos, el hojalatero pasaba todos los años, por las mismas fechas, a la misma hora: éste, nada más comer, cuando empezaban a espesarse las sombras de las tapias y de las paredes. Atropaba unos cuantos leños menudos, unas maderas, hacía su fogata y comenzaba a reparar los cacharros meticulosamente: la regadera, las aceiteras, los bebederos de los pollos, aquellas latas serradas longitudinalmente que servían también como comederos. Untaba de ácido las partes a soldar y luego las unía, depositando sobre ellas una porción de estaño que soldaba con el estañador, obligándola a estirarse contra las hojas de Zata, licuándola, haciendo que se desprendiesen bolitas diminutas que, cuando secas, parecían perlas de plata.

En todos los lugares vibraba todavía el eco de una presencia imposible de olvidar. Aunque era de día y el cielo estaba cubierto, la plaza suscitaba en mi memoria aquella personalidad suya de cuando las noches de titiriteros, bajo el cielo inmenso.

Íbamos todos desde nuestras casas, portadores de sillitas y banquetas, para asistir al espectáculo, que había sido pregonado por la tarde. Tres veces lo vi.

Ellos se colocaban junto a los muros de la iglesia. Un hombre fornido, acaso barrigón, de voz estentórea, una mujer vestida de andaluza, una niña y una cabra, constituían los elementos básicos del espectáculo. En cuanto al instrumental, solía componerse de una escalera de tijera (que servía para que la cabra se encaramase hasta lo más alto, a trancos cortos y torpes, animada por las exclamaciones del hombre, y para que la niña, en su turno, reptase por entre los peldaños, con una navaja abierta en cada mano, las puntas apoyadas en los pómulos), una silla de anea en que el hombre se sentaba a tocar (la guitarra, la bandurria o el acordeón) y una pequeña tarima sobre la que taconeaba la mujer, cuando le tocaba bailar.

Recuerdo ahora vivamente a uno de aquellos titiriteros recitando un poema: era la confesión de un borracho, de un hombre que se había dado a la bebida después de perder a su mujer y a sus hijos en un dramático accidente. El poema estaba interpolado con el estribillo de un tango, que el hombre modulaba desgañitadamente:

Tabernero, que hipnotizas
con tu brebaje de fuego,
sigue llenando mi copa,
dame vino, tabernero.

Bajo aquel cielo lleno de estrellas, partido en dos por la mancha blanca del Camino de Santiago, el espectáculo absorbía la atención devota de todos. El presentador solía comenzar su actuación con una anécdota que cautivaba al público:

– Al llegar a este pueblo, señoras y señores, se me acercó un muchacho para preguntarme lo que tenía que hacer para llegar a ser artista, como yo, y acompañarme por el mundo. «Vendrás conmigo si me traes un vaso de leche de paloma», le contesté. El se fue sin decir nada, pero al rato volvió con una paloma y me dijo: «Aquí le traigo la paloma para que la ordeñe usted mismo.»

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