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Y, pese a los esfuerzos de las hermanas por mantener su presencia en la acostumbrada discreción, el bar se hizo un lugar concurrido y ruidoso. Luego, la incorporación de Lolina liquidó definitivamente el hábito familiar de aquellos lunes de parchís y cena íntima. El crecimiento del Bar Alameda entró en un ritmo rápido, y aunque Lupi y yo éramos recibidos siempre con afecto, yo comprendí que aquella intimidad nuestra se había roto y dejé de aparecer por allí con la habitual asiduidad.

Lupi y yo no hablamos del asunto. El seguía acercándose todas las semanas, con su muda limpia y la ropa de fiesta.

Una noche me desperté (empezaba a templar el tiempo y habíamos trasladado nuestros jergones al desván) y te vi, a la luz confusa del amanecer, sentado en su camastro. Le contemplé mientras me despabilaba del todo: tenía la cabeza entre las manos, en un gesto especialmente desolado.

– Eh, Lupi -le dije-, no te había oído.

El no contestó.

– Qué te pasa, qué haces.

Entonces se puso de pie y comenzó a desnudarse. Doblaba con cuidado la ropa y la guardaba en el cajón superior de la cómoda. Descolgó luego el mono y se lo puso. Se metió un pañuelo en el bolsillo y se calzó.

– ¿No vas a dormir?

– Tengo mucha faena.

No volvió al Bar Alameda y no me dio ninguna explicación de las causas de su decisión. Pero aquel verano, una noche que estuve con Isolina (yo seguía viéndola intermitentemente y, para dar a nuestra relación un sentido distinto, neutral, me gustaba hacerle algún regalo equivalente al precio de lo que ellas llamaban (el servicio.), ella me contó que Lupi le había pedido a su hermana que se casase con él.

– Sigue tu primo enfadado con Felisa, ¿verdad?

– ¿Qué dices?

– Se enfadó mucho con ella. La llamó perdida, pendón, qué sé yo. ¿No lo sabías?

– No.

– ¿No te lo contó? Es muy cabezón ese primo tuyo, ¿sabes?

– ¿Qué pasó?

– Si lo sabe todo el mundo. Le dijo que quería casarse con ella.

– Ese Lupi es tremendo -dije-. ¿Y ella?

– Vamos -contestó Isolina-. Qué chiquillada, ¿no crees?

Y sin embargo, cuando volví a casa y le vi en el taller todavía, inclinado sobre un motor, tiznado el rostro y las manos manchadas de grasa, a la luz de aquella bombilla solitaria, sentí por él una ternura risueña.

– Qué trabajador.

– Ahora mismo acabo -dijo.

Empezó a limpiarse con unos trapos.

– Oye, Lupi, estuve en el Alameda.

Siguió muy atareado en su limpieza, sin replicar. -Muchos recuerdos de Feli. Te echa de menos.

Pero sin duda mantenía viva su herida, porque me miró a los ojos con gesto adusto.

Lupi llegó corriendo hasta la furgoneta

Lupi llegó corriendo hasta la furgoneta. Se acercó sin titubear, como si viese en lo oscuro. Percibiste el bulto de su cuerpo resaltando sobre la claridad de la carretera. Te llamó en voz baja, pero con urgencia. Cuando estuvo junto a ti, le oíste jadear.

– Qué pasa -dijiste.

– Vámonos, a prisa, corre.

Entró con esfuerzo y se sentó a tu lado. Su cuerpo seguía siendo un bulto en lo oscuro, apenas iluminado por las lucecitas del cuadro de instrumentos. Te pareció que se sujetaba el hombro derecho con el otro brazo. Seguía llevando la maleta colgada en bandolera y jadeaba hasta toser. Preguntaste por los chicos mientras encendías el motor.

– Tú tira, tira. Ha sido un cristo. Nos esperaban.

Y hacía frío, el volante estaba helado, brillaba la escarcha sobre el asfalto de la carretera.

Todo es verdad, ninguna ensoñación protege una realidad diferente. No eres un niño en la noche, en el ensueño de una aventura que se irá desarrollando con armonía placentera entre paisajes hermosos, heroicas peripecias, dulces afectos, justo esos instantes antes de dormir, en la víspera de una jornada que habría de desplegarse ante ti con todo el universo azaroso del colegio.

Y, sin embargo, subsiste todavía un resto de duda, y en ella te debates: sonarán las campanadas en el salón y la pesadilla habrá concluido: los ojos de Lupi brillan como las ventanitas del belén, como las del pueblo, como bolas de cristal colgadas de un árbol navideño.

La aventura transcurriría en unas fiestas de Navidad, en una Nochevieja; una Nochevieja memorable, una Nochevieja crucial, definitiva, por ejemplo la última Nochevieja del siglo, la Última por tanto del milenio.

Ya eres viejo, acaso un viejo vaquero, un viejo pirata, un viejo guerrero. Pero qué importa, serás joven otra vez en la próxima ensoñación. Hoy estás en la Nochevieja última del siglo. Este amanecer será el primero del año dos mil, un año verdaderamente nuevo, cuyo advenimiento había sido angustiosamente esperado, como si viniese a ser el resolvedor de todo. La aventura es muy peligrosa. Eres realmente un Bicho. Perteneces a un comando secreto, heroico, un comando en lucha contra la Planta que es el Gran Invasor, el Gran Conquistador. Su invasión, su conquista, es la condena a muerte para todos vosotros, sin remedio. Todo a vuestro alrededor se convertiría en una máquina gigantesca que, cuando se acomodase completamente, sería la única presencia verdadera, convirtiéndoos a vosotros en sombras sólo de lo que fuisteis alguna vez. La lucha contra esta Máquina era una batalla de una guerra mayor: la que pretendía evitar que el planeta todo terminase convertido en Máquinas y en Ciudades, unas ciudades donde los gatos, los canarios, los geranios y las carpas de pecera mantendrían el testimonio exclusivo de la fauna y de la flora del mundo.

Es la Noche de San Silvestre y revolotea alrededor de ti el furor de las brujas, intentando congelarte en su hechizo. Pero tú perteneces a la gente del Caldero de Oro: llevas impresa en tu alma, como un talismán hermético, esa señal benéfica contra la que no pueden prevalecer las potencias de las tinieblas.

Y, sin embargo, te duele de verdad. Ya no es la sensación de un peso que se hunde en la carne, sino el escozor ardiente de la herida, justo en el costado. No es posible imaginar tan vivamente ese dolor tan rotundo. Oh, cómo deseas escuchar de una vez las campanadas, o que ese ruido se resuelva en voz (acaso es la voz de papá que va a decir alguna cosa, que llegará clara hasta ti, porque papá ha abierto la puerta de la galería y ha salido al pasillo y va a decir algo, y esa palabra suya, como un conjuro de la realidad, romperá la ensoñación, acabará con tu dolor, te devolverá a la sensación de la cama blanda y caliente, á la oscuridad que sólo interrumpe un chorrito de penumbra que se desliza desde el pasillo, el sonido de la respiración de Alfonso en la otra cama, el temblor de las persianas frente a la brisa nocturna).

Porque corre sobre ti la brisa invernal, que empuja las nubes, oculta intermitentemente las estrellas, aprieta el frío alrededor como una cobertura suplementaria de la desolación.

Ese mismo frío daba al interior de la furgoneta ese ambiente que se le atribuye a la morgue. Intentabas adivinar la carretera a través del vaho cada vez más opaco que empañaba los cristales. Lupi calló un rato, recuperando el aliento, y luego comenzó a repetir:

– Tú tira, tira. Tú pisa.

Ya vislumbrabas por el retrovisor los faros del otro vehículo, potentes como dos ojos fabulosos, atrozmente amarillos. Subías las curvas deprisa, pero los ojos se acercaban entre la noche inclemente mientras cruzabas los pueblos vacíos que surgían de pronto como las ruinas de un grabado romántico, mientras dejabas atrás los árboles pelados, aferrado al volante, la cabeza casi pegada al parabrisas para distinguir la carretera con mayor claridad.

Lupi dijo algo que, al principio, no entendías. Su voz nerviosa y urgente lo dijo otra vez, como con admiración.

– Nos disparan. Nos están disparando, esos cabrones.

Pisabas el acelerador todo lo posible, pero los ojos malignos se iban acercando cada vez más, refulgiendo en la carretera, en la negrura, detrás de vosotros, como un extraño complemento de los propios ojos de Lupi, brillando entonces a tu lado, brillando ahora inmóviles, delante de ti.

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