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Ahí, en una paradoja que parecería burlona, se reproduce ordenadamente, muerto ya del todo y en un mausoleo, lo que fue agonizando en tantos años de ruina y abandono. Ha debido convenirse todo el río en una máquina para que se conmemore su pasada condición de ser vivo, el tiempo ganadero y rural de su historia milenaria, y ahora duermen los objetos desarraigados en las salas solitarias, en una imaginería de sombras detenidas con cuya exaltación no se celebra realmente su historia viva, sino el momento de su muerte, ahí donde las Plantas hunden sus raíces.

Por fin, tras otro hondón sombrío que desconcertó de pronto la correcta disposición de los prismáticos (en un titubeo en busca de la fuente luminosa), los grandes muros blancos de la Planta, envueltos en la luz brillante, demasiado blancos y demasiado grandes, como un decorado.

Tras la panorámica tuviste una sensación de sobresalto: el silencio, súbito. Como si en las casas lo hubiesen acordado de pronto y hubieran cesado las voces y desconectado los televisores y tocadiscos, hubo un momento en que sólo el sonido del río seguía siendo contraste de la realidad y que todo habría vuelto a su apariencia de ilustración en blanco y negro (con mucha tinta china y pocos blancos) de algún relato de otros tiempos, tiempos de puentecitos y de alamedas, de vegas dibujadas y pueblos narrados, si no fuera por el rumor de la corriente. Creíste entonces escuchar también un sonido de pisadas, pero era sólo una ilusión provocada por las propias aguas del río corriendo.

Y volvió la música: era la melodía navideña, tan de moda siempre, que se prodiga como emblema de esta fecha, preámbulo de los anuncios, recurrente estribillo de esos enternecimientos que propicia el calendario. La canción navideña y vivas de pronto, aplausos. Eran poca gente, pero su barullo se multiplicaba en el silencio. Se te ocurrió que dónde estarían ahora las celebraciones tuyas de fin de año. Hasta tal punto habían quedado atrás, desparramadas como cortezas, que ya no te parecían ni siquiera pertenecientes a tu historia personal.

Acaso en esta noche marcada por tantas singularidades deberías recuperar algo de aquellas tiernas emociones, pero no podías. No podías, te sentías también casi tan fuera del tiempo como del paisaje: el paisaje era sólo una fotografía en que te habías inmiscuido, pero el tiempo era otro río fluyendo con leve ruido. O acaso el ruido del río y el ruido del tiempo eran el mismo, un bisbiseo que no lograbas desentrañar mientras envejecías y que, sin embargo, estaba compuesto de millones y millones de vocablos entremezclados, de palabras que, si hubieses sido capaz de separar para enhebrarlas en su justo sentido, te hubieran contado toda la verdad.

Pero te quedaste quieto, bajaste los prismáticos, los dejaste colgados del cuello. Buscabas algún rastro, ahora solamente con la mirada, una señal cualquiera de Lupi y de los chicos.

Sin los prismáticos, la gran mole de la Planta brillaba doblemente, pero la luz, ceñida a los muros, no se veía interrumpida por ningún atisbo de movimiento o de sombra.

También entonces te resultaba difícil y esforzado recordar si alguna acción anterior había sido presupuesto de aquella actitud tuya (agachado en el extremo del puente, con los oídos colmados del rumor del agua y del lejano villancico y en la mente la sospecha nunca del todo conjurada de estar en una enorme ilustración plana, cuya profundidad era sólo una ilusión óptica); estabas absorto en aquella amnesia, en aquella actividad de espectador sin preámbulo conocido, sin historia, y pensaste que también así había sido y era, que también así sería tu existencia, que tú mismo estabas compuesto solamente del rumor del agua y el puente y el villancico y el pueblo apartado y la noche de papel de plata. Pero también de modo súbito, en una iluminación que al producirse hizo retroceder la oscuridad anterior, te llegó el recuerdo del momento en que detuviste la vieja furgoneta.

Te viste entonces inmóvil, con las manos en el volante y alrededor el eco del silencio macizo que os rodeaba cuando apagaste el motor.

Estabais junto al cruce. Manteníais la boca cerrada y vuestro mutismo se mezcló al instante con la soledad exterior hasta que también vosotros erais la soledad ominosa de las cosas mudas, pero no inertes, en la noche. Luego, los muchachos fueron saliendo con cuidado.

El ruido de sus movimientos consiguió romper de nuevo la infinita quietud, y aún más: sus movimientos deshicieron de pronto el largo marasmo de la jornada, desde que habían llegado por la mañana, tan temprano, y metieron la furgoneta en el taller y. después de cerrar sigilosamente la portalada, habían permanecido durante todo el día en casa, leyendo tumbados, casi sin hablar, sumidos en una pasividad que tenía mucha apariencia de enfermedad y de fiebre. Y es que, ni siquiera cuando la noche dejó las calles del todo vacías y retumbaban en las casas las canciones festivas y la música de los televisores, y abristeis con cuidado las puertas del taller y subisteis a la furgoneta, y tú pusiste en marcha el motor, te habías podido liberar de aquella larga imagen de postración que había marcado todos los aspectos de la jornada.

Por eso ahora, cuando se mueven en silencio pero en la evidencia de una decisión, de un objetivo (aunque visibles solamente sus siluetas), sales de tu abulia y los contemplas con una tranquilidad casi alegre.

Los bultos de los chicos se prolongan en los de las armas; Lupi recoge su cabás y la bolsa con el explosivo; entonces tú tienes un escalofrío: te encuentras demasiado al margen de aquella determinación, de aquella actitud que van envolviendo en una solemnidad especial lo escueto de los gestos, lo sigiloso de los ademanes.

Pero no dices nada; tu papel es al fin pasivo; con la conducción del viejo cacharro termina tu compromiso. Tú no eres un actor, ni siquiera el traspunte: en aquel escenario cuyo (orillo es la negrura nocturna tras los grandes muros, blancos como sábanas gigantescas, eres un simple espectador.

Y ellos musitan las últimas palabras, que no oyes, y Camino (su rostro del todo invisible en lo oscuro) ayuda a Lupi a sujetarse la bolsa a la espalda, antes de ayudar a los demás: y rememoras a Lupi en sus confesiones sibilinas, cuando apenas sospechabas sus propósitos, tumbado en su catre, haciendo aquellas afirmaciones a las que la noche y su eventual condición de comentarios de antes de dormir daban la medida justa de las baladronadas:

– Con cien kilos hundo la nave central. El caso es saber dónde se pone la carga.

Aquella meticulosa ayuda te hace reencontrar a Lupi también más adelante, cuando iba haciéndote la confidencia de los planes conforme eran más minuciosamente elaborados, incluso cuando, al fin, ofreciste tu apoyo. Lupi levantando la cabeza frente el aguamanil, musitando que cada uno llevaría unos quince kilos, que entrarían por el canal de refrigeración (seco todavía), que se dirigirían sin más al cuerpo de guardia, para anular cualquier resistencia. Con un susurro que, en definitiva, era un grito en sordina que le enronquecía, que le hacía toser. También quitarían de en medio a los vigilantes de la nave central.

– Yo coloco las cargas. En media hora está todo preparado, nosotros otra vez fuera y ¡bum!

Y vuelves a verle (sumido ahora en esa inmovilidad sin tiempo; alejándose de la furgoneta hace sólo un rato) mientras alzaba las manos, recalcando la onomatopeya.

Ahora, junto a su espalda, resaltan las aristas del gran cabás, el que un día bajó del desván de su casa, tras revolver en el arcón, y donde guardaba útiles de su época de minero, que fue sacando con delicado manoseo y colocando sobre la mesa de la cocina mientras contestaba con evasivas a tus preguntas o encogía los hombros ante tus consejos:

– Oye, Lupi, ten cuidado, no te vayas a meter en un lío.

– Ca.

– Que no te enreden esos chavales, lo de la Planta no tiene remedio.

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