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El pasillo superior fue el hallazgo más emocionante, puesto que necesitamos descerrajar la puerta para llegar a él. Hasta tal punto nos excitaba el descubrimiento de aquella puerta atrancada, que incluso en los recreos de los días de diario, entre las clases, subíamos allí furtivamente para hurgar en la cerradura con las grandes puntas de jugar al pincho. Un día, Toño trajo un escoplo del taller de su abuelo y, con una piedra como mazo, nos turnábamos para golpear.

– Anda, siéntate aquí -le dice el abuelo a mi primo.

Ambos nos miramos con curiosidad. El lleva unos tirantes de cuero, un pantalón azul mahón y una camisa blanca, bastante sucia, y calza alpargatas también blancas. Tiene las rodillas llenas de postillas resecas. El abuelo me señala mientras le habla.

– A éste en el colegio le llaman Chino. Qué te parece.

El niño me mira con curiosidad, pero no dice nada. El abuelo se levanta, desabrocha parsimoniosamente los botones del guardapolvos, busca en el pantalón y se sienta de nuevo, manteniendo en su mano el gran reloj plateado del que pende la gruesa cadena antes de perderse entre su ropa, en algún recóndito lugar, como si estuviese amarrada directamente a su cuerpo.

El abuelo aprieta un resorte y se levanta una tapa del reloj.

– Fijaros -dice.

Ocupando el lugar de la esfera, hay un pequeño retrato: el de un hombre de grandes bigotes y ojos muy negros, ligeramente oblicuos. El abuelo acerca más el reloj a nuestros rostros. El hombre lleva un lazo azul al cuello y tiene las mejillas ligeramente sonrosadas y los labios muy rojos.

– Este es mi bisabuelo -afirma, con cierta solemnidad.

Olvido ha colgado ya toda la ropa y recoge el cubo del suelo con un gran suspiro que nos hace levantar la cabeza. Ella se vuelve hacia nosotros, las mejillas rojas, respirando con algo de sofoco. Como ha entrado a servir hace poco, mantiene en sus maneras esa inseguridad que da la falta de confianza, una actitud general de sumisión y apocamiento muy diferente de la de Trini.

– Ven -le dice el abuelo-, mira.

Ella se acerca hasta nosotros, se para con el cubo apoyado en la cadera.

– Mira -repite el abuelo-. ¿No se te parece al niño? -A cuál.

– A cuál va a ser, mujer.

Esa tarde, al fin, conseguimos romper la cerradura, penetramos. Un largo pasillo tenebroso se extendía por delante. Había a la derecha otras tres puertas y, a la izquierda, se sucedían varias ventanas atrancadas. El primer cuarto, vislumbrado tras abrir con esfuerzo la puerta chirriante, en un esfuerzo que hizo caer sobre nuestras cabezas pequeños fragmentos, cuerpecillos invisibles acaso de arañas o cortapichas, que nosotros rechazábamos con manoteos de asco nervioso, albergaba unos viejos camastros de hierro, desnudos de ropas y hasta de colchones, que sugerían una innominada desolación, un olvidado desamparo. Solamente había un dato inesperadamente vivo: la masa esférica de una gran bacinilla agazapada como un gato. Dejamos luego ese cuarto y proseguimos. Yo me quedaba atrás, reconociendo y asumiendo que mi intrepidez no tenía parangón con aquella determinación impetuosa de Carro y de los otros. Yo les miraba desde una posición que era casi la de un contemplador ajeno: serían pocos metros, pero la oscuridad me hacía verlos perdiéndose allá adelante, entre lo ignoto. Se detuvieron ante el cuarto siguiente. Alguien, seguramente Carro, abrió la puerta. Una luz que fluía con dificultad en la parte superior de las contras cerradas iluminaba apenas la parte alta del cuarto. El resto era penumbra, una gran penumbra en que se vislumbraban algunos bultos adosados a la pared de la derecha. Sólo el ajedrezado claroscuro de las baldosas luchaba, aunque de modo desvaído y leve, con el negror.

– A cuál va a ser, a éste -y me señalaba.

Ella guiña un poco ambos ojos, entreabre la boca, pero no dice nada.

– Eres igual que él -exclama el abuelo con impaciencia, dirigiéndose a mí.

La muchacha da un paso atrás, titubea. El abuelo se pone de pie.

– Espera -le dice.

Le quita con una mano una hojilla que a ella se le había enredado en el pecho, sobre la blusa, y Olvido sonríe antes de alejarse. El abuelo la sigue con la mirada y se sienta bruscamente a nuestro lado otra vez.

– Igual que tú -repite.

Cierra con cuidado la tapa del reloj y baja la voz, como para dar un énfasis misterioso a sus palabras.

– Tú sabes quién era Hernán Cortés, claro -me dice. Extiende una mano para tocar a mi primo antes de añadir, dirigiéndose a él:

– Atiende tú, que algo aprenderás.

– El de la Noche Triste -digo yo.

Penetraron los tres y entonces (casi instantáneamente, pero con un intervalo capaz de añadir a la sorpresa una desconcertante sensación de alejamiento) se produjo un enorme crujido, un ruido súbito de rotura seguido del estruendo de un derrumbe y de un repiqueteo de pedazos sólidos. La penumbra adquirió una nueva perspectiva desmesurada y deforme. Yo estaba quieto en el quicio, inmóvil, mirando sin ver (con tanto esfuerzo que me picaban los ojos), sujetando en la garganta una exclamación atribulada. No debió transcurrir ni un minuto hasta que llegó el hermano Tenaza: me agarró, me dijo con aquella ronquera suya siempre iracunda, «Qué haces tú aquí, Chino», mientras la nube de polvo se iba enroscando como niebla frente a la claridad de la ventana, allá arriba.

– El mismo. El de la Noche Triste. El que conquistó Méjico.

Entonces, mientras el abuelo y Lupi y yo estábamos allí sentados, aquella tarde, la siguiente de mi llegada al pueblo, yo me acordaba de todo como si acabase de suceder. Me acordaba minuciosamente del hermano Tenaza corriendo por el pasillo (unas arrugas de luz dorada en las paredes, similar a esta luz dorada en los troncos, en los muros; claroscuros en la escalera como estos claroscuros en los extremos de la huerta). Me acordaba nítidamente de cómo, cuando entramos en el cuarto de abajo, asomaban por encima de nosotros los rebordes del suelo desplomado, a lo largo de las paredes, corona extraña de la que sobresalían maderas astilladas, cables pelados y pedazos de tubería. Athos y Porthos estaban levantándose titubeantes, pero D'Artagnan permanecía inmóvil en el suelo. El hermano Tenaza se agachó y le tocó la cabeza; luego se puso en pie de golpe, como accionado por un muelle, y se quedó firme un momento, con la cabeza muy levantada y los brazos extendidos, como en un cuadro plástico que simulase, por ejemplo, el asombro fervoroso ante la santa aparición inesperada, igual que solía hacer, con ánimo didáctico, en los ensayos para el cuadro plástico de la fiesta del Patrono. Entonces dijo varias veces Dios/a, se dio media vuelta y, tras salir del cuarto, echó a correr por el pasillo; sus pasos pesados retumbaron luego en el zaguán antes de perderse en un apagado crujido sobre la tierra del patio.

– Un antiguo de nuestra familia fue con Cortés y casó allá con la hija de un cacique.

Nosotros no decimos nada. Nos quedamos mirándole fijamente.

– ¿Sabéis lo que era un cacique?

Y me parece oír llorar de nuevo a Athos y a Porthos, tan lentamente (¿así lloraría Cortés, aquel guerrero de gran casco y frondosa barba, de mirada severa, que viene retratado en el Libro de España?), mientras recuerdo a la perfección aquel instante y vuelvo a ver los ojos inmóviles de D'Artagnan, el gesto estático de su boca entreabierta en aquella mueca a la que sólo daba algo de movilidad un insecto que recorría lentamente su frente antes de perderse entre su pelo.

– Un cacique de aquéllos era como un príncipe -continúa el abuelo sin esperar a nuestra contestación.

Ha estirado el índice de la derecha y lo agita en enérgica gesticulación.

– Casó con una princesa india. De ellos venimos. Por eso tú tienes ese pelo, y ese color de piel. ¿No te lo contó tu madre?

A veces, en casa, hablan de los parientes mexicanos. Uno es padrino de mamá y un año le regaló un collar de rosas de plata y un anillo haciendo juego. También mamá decía lo de la princesa, pero con una sonrisa exculpativa que parecía defenderse de las reticencias de papá, si él estaba delante.

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