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Intentaba recordar al abuelo y no lo conseguía. Apenas su cabeza, singularizada por una boina que nunca se quitaba, y el volumen rotundo de sus grandes botas claveteadas, lograban extenderse penosamente más acá de las brumas de un pasado a mi entender inmemorial. Constataba de pronto que hacía acaso seis o siete años que ni siquiera le había escrito; antes, alguna postal de vez en cuando, en fechas más o menos rituales, había sido mi única comunicación con él.

Me tumbé un rato en la cama, con el periódico, pero sin concentrarme en su lectura: poco a poco, y casi a pesar de mí mismo (porque mi pensamiento estaba apretado dentro de un sólido edificio cuyos más vetustos contrafuertes se apoyaban en un espacio no anterior en diez años a aquella actualidad mía, y más allá había sólo una bruma desvaída que resultaba fastidioso, e incluso difícil, explorar) iban tomando forma en mi conciencia muchas señales reconocibles: un gesto de hombros, una manera de terminar las frases.

El resto de su apariencia se fue reconstruyendo en la memoria de modo lento, pero bastante complejo (las cejas espesas, el bigote, el gran reloj, la petaca de cuero oscuro), de forma parecida a como el deshielo destruye el olvido uniforme de las vaguadas, las sendas y las masas vegetales ocultas por el forzoso disfraz de la nieve invernal.

Y los recuerdos, a pesar de ser todavía muy confusos, me traían un regusto cálido, también primaveral y veraniego; estaban todos ellos envueltos en una atmósfera de placidez; sugerían vivamente olores y reflejos; aproximaban a mí, cada vez mas, una presencia que, aunque incoherente, irradiaba una plenitud diáfana que la trascendía.

Ya había anochecido totalmente. Me duché y me estaba calzando para salir a cenar, cuando me avisaron de que tenía conferencia de casa: era mi hermano Alfonso, para comunicarme la muerte del abuelo. Yo apreté el telegrama en el bolsillo y no le dije que ya lo sabía.

– El entierro es mañana por la tarde -añadió.

– ¿Ahí?

– Sí, aquí.

Hizo una pausa, significativa de su titubeo, antes de continuar.

– Le trasladamos.

Yo no tenía nada que decir.

– ¿No vas a venir? -preguntó, también él acaso por decir algo.

– Mira, no lo sé seguro -respondí-. Depende del trabajo. A lo mejor sí voy.

– Es a las cuatro y media.

Me despedí, volví a mi habitación, terminé de arreglarme, bajé a la calle y recorrí lentamente la acera hacia la Corredera.

Aquella gran pared de ladrillo que se pierde en lo alto como amenazando no tener fin, imponía a la calle la fisonomía de otro recibidor, de otro cuarto que, siendo enorme, estuviese sin embargo encerrado también entre escaleras y patios. Toda la ciudad parecía un piso cerrado, una urna inmensa desde la que quizá presiden el prolijo trajín muecas también infinitamente ambiguas y ajadas. Sí: las calles enarbolaban con vehemencia su aspecto de sombríos pasillos y las luces y los ruidos de los bares, de los coches, apenas conseguían interferir aquel sutil apartamiento del velo solar, y esa sensación mía de moverme por la ciudad como un huésped más entre millones de huéspedes de la misma patrona, a través del laberinto de corredores y trasteros que nos aprisionaban.

Por la noche, antes de dormirme, seguí recobrando al abuelo en el esplendoroso technicolor de mi memoria infantil, tanto tiempo arrumbada: la película tuvo al principio numerosas, pero rapidísimas, secuencias que se resolvían en súbitos fundidos blancos, azules, amarillos, y enseguida no fui ya niño, sino adolescente, y mis recuerdos, en vez de conservar los ademanes como escenas brevísimas e inmóviles, comenzaron a dejar esbozarse gestos e incluso palabras con nitidez.

De los de León, yo era el único nieto que, hasta que me marché a la universidad y los sucesivos traslados de domicilio embarullaron mis señas, recibía en el cumpleaños un giro de cincuenta duros de parte suya. Pese a la renuencia de la abuela y de mi padre, solía entonces gastármelos en el autobús, para visitarle, para verle de nuevo con su boina, sus botas y su guardapolvos, enteco y tieso, en aquella huerta que acotaban las grandes tapias, entre olores vegetales, zumbido de insectos y trinos de pájaros.

El abuelo ha muerto y aquello no me produce ninguna pena, sino que me llena de recuerdos amables. Al día siguiente, a primera hora, le pedí permiso a Cutillas.

– ¿Su abuelo? -me preguntó, mirándome por encima de las gafas-. ¿Y de qué murió?

Le dije que no lo sabía. Me contempló en silencio, desaprobando sin disimulo aquella laguna en mi información. -¿Y cuándo volverá usted?

No hay ni una pizca de simpatía en ese rostro blancuzco, salpicado de un archipiélago de manchas de vejez, que enmarca un pelo sospechosamente nogalina, exento de canas, y en el que se desorbitan dos ojos ahuevados, con iris azul ahumado. Acaso en otra ocasión hubiera optado por renunciar a mi petición, pero me sigue empujando una singular decisión que, hecha también de inercia, es sin embargo más poderosa que mi habitual abulia.

– El entierro es esta misma tarde. Quisiera volver mañana por la mañana, pero son unas cuantas horas de viaje.

– Así que ya no le vemos el pelo hasta el lunes.

Cutillas está hecho de la sustancia de los verdaderos jefes: me ha dado su permiso sin ostentación, con desprecio incluso. Yo le ofrezco un cigarrillo, que acepta y enciende de inmediato, antes de darme fuego a mí con su encendedor de llama levísima.

– Le acompaño en el sentimiento.

Precisamente su rostro, mezclado con el rostro de doña Ambrosía y el de la Dolorosa de la urna, era también el rostro desvaído de la mañana mientras recorría la carretera húmeda, entre el paisaje otoñal, los largos cerros pelados, las resecas tastrojeras. También este paisaje, en que los últimos restos de la ciudad se iban por fin diluyendo y desmoronando tenía un tono mortecino, como si estuviera cubierto de ceniza.

Entonces andaba yo por los treinta y cinco años; y aunque no solía hacer arqueo de los calendarios pasados, a veces entreveía a la madurez escrutándome, agazapada entre los propios pliegues de mi más recóndita intimidad, inevitable, amenazando con desplomar sobre mí el alud de los reconcomios mantenidos a raya para sepultarme definitivamente entre su ruin avalancha. Por eso, en la euforia de la conducción, fui jugando a sospechar que la muerte del abuelo tenía acaso el significado de un hito, de un mojón en mi vida, como las muertes de algunos parientes, en los cuentos de hadas, deparan dones misteriosos, sorpresas benefactoras: un gato con botas, una argolla en el suelo del sótano, una princesa (diminuta por algún hechizo) dormida entre los mendrugos de la alacena…

El atisbo de que me rodeaba otra realidad igualmente cenicienta volvió mientras esperaba el traslado del cadáver, en casa de mis padres.

Ni siquiera los olores domésticos (persistentes después de tan dilatada separación y que yo lograba descubrir entre el aroma funeral de los ramos y de las coronas) conseguían vencer la sensación de anticuada parsimonia; los rostros (todos muy serios, aunque sólo el de mamá parecía reflejar una pena auténtica) se incorporaban a la mueca mortecina de todo.

En cuanto al abuelo, estaba tumbado en su caja y su rostro, inmóvil bajo la ventanita de cristal (como el rostro de un astronauta de esos que duermen sueños infinitos en las películas de ciencia-ficción), me confirmó sin sobresalto la vieja imagen reconstruida en mis esfuerzos de la víspera: enmarcado entre la tela de un sudario apretado, era el mismo rostro de mi niñez, con idéntico bigote y un gesto apacible, casi sonriente.

Una capa suavísima, pero irremediable, de ceniza, parecía cubrir también mi ciudad, el suburbio pequeño, la vieja puente bajo la que, entre los grandes cantos blanquecinos, desparramados, se deslizaban las aguas exiguas del Torio.

Después de la mañana, tan gris, la tarde estaba soleada. El sol hacía palidecer aún más los rostros de los asistentes. Severamente vestidos, adiposos, ninguno ya joven, mis parientes asistían en silencio a las sencillas pero esforzadas operaciones (bajar la caja, introducirla en un nicho lateral, comenzar a tapiarlo). Más lejos, una masa apiñada de gentes, contrastando sus ropas con el blancor de las lápidas y de las cruces, nos observaba fijamente, en un gesto unánime de manos dentro de los bolsillos.

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