El peligro que rodeaba sus actividades extraescolares aumentaba la excitación. No sólo podía descalabrarse sin querer y no sólo podía ocurrir que estuviera mal cerrado y alguien le sorprendiera (era el problema con aquellos cerrojos), sino que el baño estaba en el pasillo, al lado del cuarto de estar y, sentado en la taza, escuchaba la tele puesta y la conversación de sus padres, sus pasos sobre el parquet y, a través de la puerta, alguna pregunta de su madre:
– ¿Cómo quieres la tortilla, de un huevo o de dos?
– ¡De dos! ¡Dos huevos, mamá! ¡Dos huevos!
Sólo una vez sonó al otro lado de la pared esa voz de Maribel que hacía que le temblaran las articulaciones de los huesos.
– ¡Toñín! -gritaba-. ¿Me prestas tu bufanda gris para esta noche?
Respondió al tiempo que eyaculaba, mucho antes de lo que tenía previsto (debido a la emoción, según se dijo a sí mismo).
Ciertas noches se masturbaba en la cama y al eyacular sentía el impacto de la lefa en su estómago, a veces en el pecho, pero nunca en la cara o en la frente, que era donde siempre la estaba esperando en vano.
Si no notaba nada, pasaba la mano por la sábana para buscar la humedad. Tenía que encontrarla, porque si no, no podía dormirse, convencido de que por la mañana aparecerían placas tectónicas de semen reseco en sitios imprevistos: sobre los pantalones doblados en el respaldo de la silla, dentro de los zapatos Gorila de ir al colegio, en el cristal de la me-sita de noche o incluso en pleno recordatorio de la Primera Comunión, ¡toma ya!
Imaginaba a su madre a plena luz del día, raspando con la uña en el lugar menos pensado y descubriéndolo todo a velocidades supersónicas.
– Pero, Toñín, hijo… ¿Será posible, ¡criatura!?
Algunas noches se corría tanto que creía ver un surtidor de sombra y sueño por encima de su atónita cabeza, describiendo una amplia parábola hasta estamparse en un póster del Real Madrid que había colgado a la cabecera de la cama, para proteger la madera.
A la izquierda del equipo blanco había una foto dedicada de un sonriente Arturito Pomar y, a la derecha, una de Bobby Fischer enfurruñado frente a un tablero.
Cuando sus padres iban a una de esas cenas de matrimonios y Mari estaba fuera (empezaba a salir por las noches, casi siempre con alguna prenda propiedad de Antonio y sin respetar la hora de llegada), volvía a la habitación/lugar-del-crimen donde recibió el golpe de vista del que no conseguía levantar cabeza.
Con las puertas del armario abiertas, intentaba mirarse sin ser visto, ver sus propios ojos sin que le estuvieran mirando, como si fuera un desinteresado astronauta quien contemplara en tercera persona las diminutivas pollas, avanzando en fila india hasta donde se perdía la mirada, en el nublado interior del espejo.
En su retina, a cámara lenta, volvían a moverse en vertical los pechos de Maribel, lo que le obligaba a abandonar la habitación, ya que nunca se atrevió a ensimismarse en presencia de la cama de sus padres.
No, muchas gracias, eso sí que no. Menuda responsabilidad. Menudo cargo de conciencia. Menudo trauma, a lo mejor, sin darse cuenta.
Del costurero de su madre sacaba, en cambio, un metro con el que se la medía a intervalos regulares.
A los dieciséis años sobrepasaba empalmado los doce centímetros y cuando jugó la fase previa del Campeonato de las Cajas de Ahorros Confederadas, a los veintidós, tocó su techo de quince centímetros de longitud (medidos por arriba) y seis centímetros de circunferencia.
En reposo, calculaba que estas magnitudes podrían dividirse hasta por 1,5, aunque no llegó a comprobarlo de forma fehaciente, porque si lo intentaba, se empalmaba.
Era sin querer: no podía evitarlo, por mucha fuerza que hiciera.
Capítulo 18 Soldados desconocidos
A Pedro Fonseca se le acumulaban las tareas legislativas que había emprendido a bolígrafo, sin más ayuda que un termo de café con leche y dos cartones de tabaco negro.
De noche, la luz de su escritorio servía de faro a las embarcaciones de cabotaje y tranquilizaba a la población civil, ya que, en puestos de tanta responsabilidad, dormir bien provoca de inmediato desconfianza.
Siempre le habían atraído los rostros desenfocados, los cuerpos que hacían bulto, las voces que no decían palabras, sino que se sumaban unas a otras para formar ruido de fondo. Él estaba con la mujer que cruza la secuencia de perfil, por detrás de la protagonista, y cuando ella desaparecía de la pantalla, se quedaba con tantas ganas de saber adonde iba que perdía el hilo, porque más que la película le interesaban esas vidas breves de los segundos planos, las que no seguía la cámara.
Su ambicioso proyecto político-social era la reposición de los kilómetros de celuloide descartados en las salas de montaje de los poderosos.
– Sólo pretendo recuperar la vida en su versión original íntegra -resumía a modo de programa de mano.
Con este fin, a la luz del flexo, redactaba durante la noche decretos que adquirían rango de ley a primera hora de la mañana.
Comenzó con las medidas de emergencia: nacionalizó los medios de producción, instituyó la enseñanza laica y el control de taquilla, penalizó el uso de apellidos con partícula, expropió cuarteles, iglesias y centros culturales, fundó la Milicia del Pueblo, prohibió tararear canciones del Ornitorrinco, desterró a España (la monarquía amiga) al Ballet Clásico Nacional in toto y declaró religión oficial del Estado a la fe en la eternidad de la sesión continua.
Ahora se encontraba inmerso en la Constitución de la Re pública Internacionalista Popular, una Magna Carta Otorgada que garantizara por escrito el protagonismo a los secundarios de todas las pantallas.
Mientras tanto, pese al cierre de fronteras, las superestrellas seguían escapando por procedimientos rocambolescos (ocultas en carros de heno o barricas de vino), lo que provocaba rabietas en las masas populares y el envalentonamiento de los emboscados contrarrevolucionarios, esa infame quinta columna que obligaba a don Pedrito a combatir también a sus espaldas.
Oculta en el sótano de la incautada Villa Chituca, se encontraba la única esperanza de don Pedrito: el ASPA o Arma Secreta del Pueblo Anónimo: ¡el mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!
Se trataba de una estación de lanzamiento de rayos voligénicos que apuntaba en ese instante a la cabeza de Bobby Fischer, pero con un ángulo de disparo medido para asegurar el rebote en la nuca de Claudio Carranza, donde se encontraba instalado el receptor-acelerador de partículas.
Una vez que los espías de don Pedrito descubrían cuál era la voz que no podía dejar de obedecer un determinado individuo, éste se encontraba en sus manos. El haz de rayos se apoderaba, en nuestro caso, de la voz del ajedrecista y la hacía resonar en el interior de Carranza, hasta que el doctor se convencía de que las instrucciones recibidas eran obra de su propia voluntad, inspirado por San Bobby Fischer.
¡Sencillamente diabólico!
Gracias a semejante pieza artillera, disponía de la clase de agentes más peligrosa: los soldados desconocidos incluso para sí mismos, a las órdenes de don Pedrito sin saberlo siquiera.
El encéfalo-artillero encargado de la operación del ASPA se presentó en el despacho presidencial:
– A la orden, camarada presidente. Las instrucciones han quedado implantadas en el agente de Madrid.
– ¿Todavía cree que existe una fórmula secreta?
– A pies juntillas, camarada.
– ¡Cuánta astucia tengo, je, je! -rió sardónicamente don Pedrito.
Cuando el encéfalo-artillero abandonó el despacho, Fonseca descolgó el teléfono rojo de la línea directa con Pitis. -Misión cumplida. Espero nuevas órdenes. Más tarde, en plena soledad del poder, comenzó a tiritar.
– ¡Los muy idiotas! No seguiré mucho tiempo obedeciendo. Pitis saltará por los aires. ¡Ja, ja, ja! Entonces seré el dueño del mundo. Esclavizaré al género humano…, ¡por crédulos! Los convertiré en extras y yo viviré en close-up permanente…, ¡ja, ja, ja! -reía, frotándose las manos, con los globos oculares saliéndose de sus órbitas -. Por fin… voy a ser… ¡¡el Amo del Universo!!