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Algunos, bastante graves, por cierto.

En su caso, lo peor era no poder olvidar. Como siempre estaba mirando por el retrovisor, se le amontonaban los flash-backs. Cada equis semáforos, con la claridad del socorrido manotazo en la frente, volvía a ver paredes empapeladas, ropa tendida, camas plegables que parecían armarios y aquellas meriendas envueltas en papel de plata. Uno detrás de otro iban desfilando los bocadillos de jamón de york y de quesíto en porciones, los de chocolate, fuagrás, Nocilla, salchichón…, en fin: ¡la intemerata!

No había más remedio que parar en doble fila con el pretexto de cambiar la bombona. ¡Como si de verdad los taxis funcionaran con una bombona de butano en el maletero, igual que un camping-gas\ ¡Ja!

¡Ja, ja, ja!

Era pura tristeza, otra vez de incógnito.

Sin previo aviso, casi siempre por Bravo Murillo, veía a sus padres con el reloj en la muñeca contraria, pues se le aparecían del revés en el espejo retrovisor. Su padre sentado al microscopio, las gafas en la frente, haciendo el cíclope; y su madre haciendo solitarios en un escritorio con cierre de persiana.

En aquella casa de la calle Viriato, cada uno tenía su sitio fijo en la mesa y su propio solitario al que parecerse. El Astorgano era el de su madre, ambos con esa facilidad engañosa: uno cree que sí, pero al final nunca sale. El de los Diez Montones era el de su padre: a la vez sencillos y aparatosos. Su hermana hacía el de la Pirámide, y el de Antonio había sido siempre el de Palo largo-Palo corto…

Un momento, será mejor advertirlo desde el principio: Antonio Maroto pertenecía a esa clase de individuos que hacen trampas en los solitarios. Qué lamentable, ¿verdad? Esa oscura gente que copia en los exámenes, por mucho que se les repita que así sólo consiguen engañarse a sí mismos.

No tenía arreglo.

La diferencia es que en la vida, cuando no sale, no es posible barajar y dar para otro. Por eso mismo, Antonio quería ser la demostración de que ganar cuando se llevan buenas cartas está al alcance de cualquier idiota: había que aprender a jugar cuando venían mal dadas, compañero.

Aunque fuera de farol.

Pero, para ver lo que lleva, hay que igualar la apuesta de Antonio.

¿Quién se atreve?

Capítulo 5 LUZ DE CRUCE

Los dos gritaron asustados y, al separarse, volvió a correr el viento del pasillo entre sus cuerpos.

– ¡Cálmate, nena, que soy yo! ¡Soy mamá!

– No veo ni una toggta, señoga -Guy hacía visera con la palma de la mano.

– ¡Sólo faltaría que me estuviera usted viendo!

Reina Zenaida apuntaba la poderosa linterna de nitrógeno líquido a los ojos del distinguido acompañante de la Princesa.

– Mami, please, baja el foco, que deslumhras.

– ¿Es que ahora pretendes que este desconocido me vea en déshabillé?

– No es ningún desconocido: es el joven jinete Guy LePoitard.

– Pues tanto gusto -le espetó Zenaida sin apartar la luz-. Insisto, empero: no estoy visible, por mucho que se trate de jóvenes jinetes.

– Enchanté, Altesse.

LePoitard, en un gesto de exquisita cortesía, procedió a vendarse los ojos con su propia corbata Armani de seda natural.

– Mami, Guy se ofreció a acompañarme.

– Corriente. ¿Y quién le ha ofrecido a Guy que te vaya abrazando por los pasillos?

– ¡Mami, please, por favor!

– Señoga…, moi…, je…, yo puedo explicagg, s'il vous plaít… -balbuceaba LePoitard.

– No será necesario, gracias. Mi hija y yo quisiéramos retirarnos. Si tiene la bondad, antes de quitarse esa corbata, haga el favor de contar hasta treinta y tres en voz alta.

Con la Princesa a remolque, Reina Zenaida chancleteó rumbo a su habitación a la velocidad aproximada de las locomotoras Diesel.

– Ne lesé yamé de raconter, yevusanprí, yan yené -chapurreó mientras su hija tomaba carrerilla para lanzarse en plancha sobre la colcha.

Desde el pasillo retumbaba la bien timbrada voz de LePoitard:

– …quince…, dieciséis…, diecisiete…

La Princesa aplastó la cara contra la almohada y comenzó a patalear con los tacones apuntando al cielo raso. -Eres demasiado severa conmigo, mami.

– ¡Ay, niña, niña…! ¡Cuántas cosas hay que todavía no sabes!

– ¿Ah, sí? ¿Como qué, por ejemplo? Ni se te ocurra decirme que Guy es un delincuente buscado por la Interpol, como Alberto Enrique; o que está casado y tiene ya cinco muchachos, como Enrique Ricardo; o que es un alcohólico anónimo innato, como Ricardo Julio… ¡No lo resisto! ¿Por qué todos los hombres que me gustan llevan dobles vidas? ¿Por qué los más atractivos siempre tienen tantísimo que ocultar? ¿Por qué, mami, por qué?

– …veintidós…, veintitggés…, veinticuatggo…

– ¿Te ha besado LePoitard? -Una sola vez.

– ¿Y bien, cariño?

– ¡Sólo somos buenos amigos!

– Conformes, ga va sans diré, corazón. ¿Pero no has notado nada extraño? Dime la verdad, Chituca: ¿fue diferente que con nuestros jóvenes de allá? ¿Te hizo sentirte incómoda?

La Princesa cabeceó en vertical sobre la almohada.

– …veintiséis…, veintisiete…, veintiocho…

– ¿Te da vergüenza decírmelo, ¿verdad que sí? ¿Pero a que mami lo adivina sin que tú le digas nada? ¿A que ha intentado meter su lengua en tu boca? Dime la verdad, mi vida, ¿a que sí?, ¿a que ha sido eso?

– Sí…

– …tggeintaidós…, tggeintaídós y medio…, un cuagto paga las tggeintaitggés…

– No llores, corazón, ya pasó todo… ¡Tienes tanto que aprender de los telespectadores!

Capítulo 6 Un problema aritmético

Salió de casa a las nueve, pero por el camino se detuvo para tomar anotaciones mentales, o más bien para garrapatearlas con letra nerviosa, tal y como había aprendido en las novelas. «Mejor no me vuelvas a llamar nunca, Mari -garrapateó al desgaire-. No quiero comprometerte.»

Si de verdad el comando iba a entrar en acción trepidante, su deber era pasarse ipso facto a la clandestinidad.

Se dirigía a lo que fue el Moon, en la Corredera Baja, a uno de esos actos culturales con tipos que parecían ventrílocuos, de tanto hablar en negrita y mover los dedos para poner comillas. Había muchas caras conocidas de distintas secciones de los periódicos. La mayoría, de la del horóscopo. El hombre que mostrará un inesperado interés en ti, la mujer que te invitará a un viaje y esos desconocidos en los que no debes depositar toda tu confianza, a menos que aclaren sus intenciones.

Maribel estaba de pie, apoyada en la columna y sonriendo a los famosos con ojos atónitos, entre azulados y grises, del color del planeta visto desde naves espaciales.

Llevaba el pelo recogido, blusa, falda corta y zapato bajo. Allí también era la más alta de las mujeres. Toni, el más gordo de los hombres.

Ella era igual que las demás. Es decir, tenía sus ojos miopes y navegables, su frente de campos elíseos, labios de coral, dientes de perlas, pecho de mármol, manos de marfil, uñas mordidas y el obligatorio par de bien torneados muslos, que en su caso eran demasiado largos, como las tardes de domingo.

Todas eran iguales. Todas te daban decepciones. Todas se iban de casa.

Como guapa, estaba guapa.

Para no variar, Antonio había vuelto a llegar tarde.

– Esto ya no es lo que era -le recordó Maribel.

Claro, Mari, por supuesto. Malasaña ya no era Malasaña, la movida no era la movida, la izquierda no era la izquierda, los viajes no eran como aquellos viajes, porque Marruecos tampoco era Marruecos y ni siquiera las constelaciones seguían en la misma posición, lo que sin duda iba a complicar la astronomía. Oquéis, Maribel, recibido. Cambio y corto.

Sus amigos, unos años mayores, habían llegado a todo justo a tiempo (cuando las cosas eran todavía las cosas) y ahora disfrutaban la merecida recompensa a la puntualidad. Se habían hecho parlamentarios, subsecretarios, publicitarios, empresarios y hasta comisarios de la policía, como Torrecilla, quién lo iba a decir. Los amigos de Antonio, en cambio, estaban dando clases de recuperación en academias, empleados en ferreterías, viviendo en casa de sus padres y subrayando oportunidades de ganar un mínimo de 250000 mensuales (superables) tricotando en su propio domicilio (paterno).

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