Parecía un pájaro en vuelo su chorro de pis, un hilo de voz susurrando en un idioma desconocido: arameo, caldeo, egipcio jeroglífico, lineal B, qué sabía él, una lengua perdida y sagrada, con sus nombres de ciudades desaparecidas y de ídolos caídos.
La escuchó tirar de la cadena.
Cuando oyó que abría el grifo de la bañera, volvió a ponerse los zapatos y se abalanzó sobre el costurero de su madre.
La contemplación del picaporte disparó en su cabeza una evocación de los sucesos más significativos de su corta vida pasada, acompañados de música y ordenados cronológicamente por medio de vertiginosos fundidos y encadenados. Todos ellos conducían sin remedio al mismo punto en el que sonaba un redoble de tambor. «¡Voy a abrir esa puerta, sí!», se decía, y después en segunda persona, para infundirse valor: «¡Vas a abrir esa puerta, Toñín, sí, lo vas a hacer!».
Empuñaba la aguja de ganchillo del doble cero cuando un timbrazo interrumpió la banda sonora.
– ¡Menos mal! -se incorporó como si acabara de volver de un largo viaje y miró el reloj.
Era el día siguiente, las ocho menos cuarto, y el telofonillo seguía sonando.
– Soy Vulcano, Señor.
Tenía las máscaras, el esparadrapo, moneda fraccionaria y el coche en doble fila. -Ahora mismo bajo.
Capítulo 23 ¡Raptada!
Cuando se despertó, le costó orientarse. Se sentía mareada. Una rendija de luz le permitió adivinar que se encontraba atada de pies y manos en el maletero de un coche.
Seguramente el Volvo conducido por el Pato Donald.
– Mi vida no vale un bolívar -se dijo en cuanto llegó a la conclusión de que acababa de ser secuestrada. Mejor aún: ¡raptada!
Apenas había puesto un pie en la calle para dirigirse a su trabajo y a esos esbirros de don Pedrito les había faltado tiempo material para abalanzarse sobre ella con el pañuelo empapado en cloroformo.
Recordó con alivio la cápsula de cianuro oculta en uno de los aros del sujetador y que, en caso necesario, le ahorraría humillaciones y suplicios.
La Princesa había recibido entrenamiento de combate durante su training sinóptico y sabía que tenía que memorizarlo todo. Hasta el detalle más insignificante podía ser más tarde de vital importancia para los servicios venezolandeses e incluso para la policía española.
Aguzó el oído y cerró los ojos, intentando visualizar el mapa de Madrid, esa ciudad que se extendía hacia el sur en forma de charco de lluvia.
El tráfico era denso y paraban cada poco tiempo. Semáforos, claro. Se oían bocinazos y autobuses. Debía de ser el embotellamiento de Castellana. Avanzaron en línea recta durante unos minutos. Después un giro a la izquierda. Cruzaron un paso a nivel y más tarde lo volvieron a atravesar en dirección contraria. Estaban acelerando. Iban a gran velocidad, aunque cada pocos metros el vehículo se detenía. Son calles secundarias, pensó, que atraviesan alguna principal artería, quizá Serrano, quizá Velázquez, si vamos al revés de como me imagino. Hemos hecho tres paradas, es decir, tres bocacalles, a contar desde Don Ramón de la Cruz. Tenemos que estar a la fuerza pasado Juan Bravo. Después un giro a la derecha, dos veces a la izquierda, derecha otra vez. Ahora algo distinto…, un puente, porque a intervalos regulares había pequeños baches. ¡Las juntas del puente de Francisco Silvela! Cinco a la derecha, seis a la izquierda. Tres minutos sin detenernos. Más tarde, adoquines… ¡Tenían que estar frente al Museo del Prado, bajo las copas de los árboles! Anotó en su cabeza: una a la izquierda, dos a la derecha. ¡Que no me haya descontado, mi Dios! De pronto, un frenazo en seco.
El motor se paró y cuando Silvia (es decir, Chituca; o sea, la Princesa) creía que habían llegado a su destino, escuchó un estruendo de salto de agua, como si alguien acabara de tirar de la cadena y ella se encontrara en el interior de la cisterna.
Un desagradable olor inundó el maletero.
Volvieron a arrancar.
Ahora iban por carretera, cambiando de carril.
Según sus cálculos, por la carretera de Extremadura, más allá de Campamento.
Capítulo 24 La escalera de CARACOL
Conforme al plan previsto, describían círculos, cruzaban puentes, atajaban campo a través, traqueteaban por calles desempedradas, giraban en redondo, frenaban en seco, arrancaban de golpe y en general circunvalaban a propósito en el Volvo azul metalizado, no se le fuera a ocurrir a la Princesa del maletero ponerse a memorízar detalles, como en las películas.
– Creo que voy a devolver, Señor -susurró Ortueta.
Mentía. No era que lo creyera: estaba seguro al cien por cien.
– Es que con tantas vueltas y revueltas de entretenimiento… -se disculpó.
– ¡Bájate ahora mismo!
Demasiado tarde. El impacto del frenazo le hizo vomitar sobre la guantera.
El coche se había calado.
– Lo siento mucho, Señor -con la boca llena, sonó como un bostezo.
– Ya estamos sin remedio fuera de crono -acababa de comprobar Antonio en su reloj de pulsera del ejército suizo.
Carranza le había entregado un plan segundo a segundo, desde el robo del vehículo al recorrido de distracción para borrar pistas, pero siempre había que contar con el factor humano, y al factor humano Ortueta no se le podía ocurrir mejor idea que echar la primera papilla en el momento más delicado de la Operación Princesa.
– ¿Llevará mucho ADN? -el factor imprevisto se limpiaba con el guante de quirófano.
– ¡Pero qué dices!
– El devuelto. Preguntaba si dejará huellas biológicas. El a-de-ene, me refiero.
– Menos que si fuera saliva -improvisó Antonio-. Unas diez partes por millón. Por si acaso, nada más llegar, pasas la manguera y desinfectas con lejía, ¿comprendido?
– ¡Afirmativo, Señor!
– Ponte otra vez la careta, Vulcano.
La pregunta de Vulcano le había desconcertado. Se trataba de algo tan estúpido que rozaba el umbral de lo sublime. ¿Tendría razón don Claudio? El Maestro consideraba a Ortueta un idiot-savant. El clásico tarado a todos los efectos, salvo en una actividad muy específica (y por lo general inútil) que lo mismo podían ser operaciones aritméticas de treinta y cinco dígitos, todas de cabeza, o réplicas de catedrales góticas construidas con palillos de dientes.
En su caso, el ajedrez.
Idiot-savant o idiota a secas, Antonio no encontraba la respuesta.
¿Y si no fuera tan idiota?
Disipó aquellas ridiculas dudas. ¡Pues claro que era idiota, por eso mismo se autodestruía sin pérdida de tiempo una vez leído, como los poetas y los mensajes secretos!
Cuantas más vueltas le daba, más confundido se sentía. Había ADN en pequeños fragmentos de piel, eso lo sabía, y tirando del hilo del ADN, la policía podía encontrar el ovillo del criminal, con un mapa genético levantado a escala. En ese laberinto en espiral estaba enroscado todo lo que uno era, desde las enfermedades infantiles a los rasgos de carácter o la manera de leer el periódico empezando por la última página. Todo estaba ahí, a tamaño microscópico, repetido una y otra vez hasta el infinito…, miles de millones de maquetas de uno mismo con instrucciones para armarlas. Un algoritmo biológico, otra fórmula Omega. Bastaba con seguir las indicaciones y cada a-de-ene se convertiría en otro yo. Según decía Benito Vela, con uno solo que encontraran, podían fabricar a la persona en un laboratorio secreto. Lo habían hecho ya con dinosaurios prehistóricos. Las huellas dactilares eran un juego de niños. El ADN era el verdadero peligro: el puto ADN con su grave inconveniente de que, además, estaba en todas partes, en cada puta célula del cuerpo.
¡La mayor amenaza a que nos hemos enfrentado jamás!
En la sangre y en la piel, fijo que había a-de-enes. ¿Y en el vómito de Ortueta? En general, dejando a un lado a Ortueta en sí, ¿tenía el vómito células? Y en caso afirmativo, ¿células muertas, como el pelo y las uñas; o vivas, como los pulmones, pongamos por caso?