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Capítulo 9 Les autres: mode d'emploi

– Quiero que me digas cómo vienen los niños al mundo. La Princesa repitió uno de sus mohines de impaciencia.

– ¡Por adopción, mami! ¿Es que te piensas que aún me chupo el dedo?

Chituca había cancelado su rabieta de dos horas de reloj a las 3.45 a. m., hora local a las afueras de París. A las 4.50 separó el rostro de la almohada y a las 5.17, a cambio de tres violetas imperiales (sus caramelos favoritos), accedió a trasladarse al boudoir para mantener con su madre una conversación de mujer a mujer.

– ¿Nunca oíste hablar de la reproducción biológica? -¿Qué cosa, mami?

– Estás mucho más pez de lo que me imaginaba.

Chituca sabía que el mundo de los telespectadores parecía idéntico, pero era en realidad muy distinto al de los hertzianos. Contaba con los resúmenes escolares acerca de su naturaleza. Conservaban un cerebro prehistórico, semejante al de los cocodrilos. El voluminoso córtex que caracterizaba a los hertzianos era en ellos una adquisición reciente. En términos evolutivos, una verdadera chapuza de última hora (apenas unos cien mil años). Por debajo, permanecía intacto el cerebro de un reptil del jurásico o del cretáceo, con el que los espectadores no tenían más remedio que intentar entenderse.

La conservación del paleocerebro tenía como consecuencia que ninguno de ellos fuera ni del todo bueno ni del todo malo, como en Venezolandia, sino que a menudo realizaban acciones positivas sólo para fastidiar y provocaban desastres con las mejores intenciones.

Más tarde, siempre repetían lo mismo: ¡ha sido sin querer! ¡Ha sido sin querer!, decían, como si hubiera sido el cocodrilo.

La Princesa había oído en el colegio que los espectadores no platicaban ni departían con la misma franqueza que ellos. Cuando alguien hablaba, no hacían caso, porque se ponían a pensar en lo que iban a decir a continuación; y si preguntaban algo, era sólo para saber lo que ellos mismos habrían respondido.

También sabía que al otro lado de la cámara nadaban entre dos aguas. No eran felices, pero tampoco lo contrario. Iban tirando, según decían.

Con razón sus vidas no merecían ser filmadas.

Aunque poseía esta información elemental de la EGB venezolandesa, ignoraba los espeluznantes detalles del día que le iba revelando su madre.

Demudada, agotado el repertorio de mohines, tuvo que recostarse en la chaise-longue, porque sintió vértigo al saber que utilizaban ciertos aparatos de sus propios cuerpos para obtener el mismo resultado al que en Venezolandia se llegaba a través de complicados actos jurídicos, en la mayoría de los casos de adopción de menores, o mediante fundidos en negro a continuación de un beso en el que nadie movía la lengua dentro de la boca de otra persona.

– ¡Qué tan corporal! -se estremeció -, ¡Aparatos genitourinarios en pleno siglo xx!

– Lo denominan el coito. Algunos secundarios también lo practican.

Eso se debía sin duda a la contaminación de su sangre. En Venezolandia sólo las superestrellas eran de origen hertziano o catodio puro. El resto de la población tenía diferentes proporciones de telespectador. Había unos pocos gallegos (prácticamente cien por cien telespectador) y un pequeño número de grandes actores de reparto (prácticamente cien por cien hertzo-catodios), pero la inmensa mayoría era mitad y mitad o café con leche, según el habla de la calle.

– ¡Resulta tan superordinario! Sólo con imaginar lo que hacen se me pone la carne de gallina…

– Ellos sienten placer. Bueno, eso dicen, por lo menos.

– ¡No te puedo creer, mami!

– Ven conmigo. Te prepararé un grog.

Reina Zenaida ordenó a la madrugadora servidumbre que se retirara y ella misma mezcló el cocktail, según la receta de la marina mercante: un decilitro de orujo de Liébana, dos cucharadas de coñac, media yema de huevo, azúcar al gusto, un golpe de marrasquino y canela en rama.

No lleva angostura, por insólito que parezca.

Calentó el reconfortante ponche en un cazo y lo sirvió en el bol del Pato Donald que la Princesa utilizaba para su ración matutina de copos de avena.

– Te sentará bien, pero sopla, que está muy caliente. Desde que se inventó el soplar, la que se quema es tonta.

– Pues parece que me quiero encontrar mejor.

– Lo que se propone LePoitard es coitarte, corazón. Se quiere coítar tu aparato.

– ¿El mío? ¿Pero es que se pueden efectuar coitos con nuestras vaginas ornamentales?

– ¡Ni por pienso! -negó S. A. R. con castizo gracejo -. A esos efectos, tú, como si no tuvieras. Es de adorno, sí, pero eso no lo sabe nuestro joven jinete. Además, aunque a ti no te valga de gran cosa, mi vida, una vagina sintética de cincuenta centímetros de profundidad es todo lo que necesita un espectador. ¡Más que de sobra para el tal LePoitard!

– ¿Querrá Guy fundar conmigo una familia?

– Lo dudo, chica. Se coitan entre sí por gusto. A veces, para expresarse, dicen, si no encuentran las palabras. -Entonces se propone declararme su corazón…

– Quia, quia -masculló Eeina Zenaida, sibilina y galdosiana.

– ¡Cuan oscuro hablas, mami! No te comprendo. ¿Quieres decir que sí o que no?

Quería decir que no.

De acuerdo con su experiencia (en su juventud, la entonces Princesa Zenaida mantuvo ciertos tórridos affaires fuera de la pantalla), la primera característica más acusada del telespectador medio era su tendencia al uso indebido. Utilizaban paralo que no servía todo aquello que se ponía a su alcance. ¿Aprovechaban acaso la naturaleza para constatar la presencia de un Dios omnipotente? ¡Qué va! En cuanto se encontraban en un incomparable marco se ponían a armar fogatas para cocinar paellas. ¿Se valían del dinero para repartir felicidad entre los más necesitados? ¡Ni muchísimo menos! Sólo lo querían para mirarse unos a otros por encima del hombro. ¿Se vestían con el fin de hacer visible su auténtica personalidad? ¡Ni hartos de vino! Seleccionaban la ropa movidos por el enigmático deseo de parecer diferentes de como eran. ¿Utilizaban sus aparatos para dar y recibir placer? ¡Vamos anda! Nueve de cada diez veces se intercambiaban coitos con cualquier otro propósito. La décima, sin motivo aparente. Se coitaban por razones que nunca se decían unos a otros: para no aburrirse, por el qué dirán, para hacer daño, por no seguir discutiendo…

– Guy confesó que sentía algo muy especial por mí.

– ¡Qué sabrá él!

La segunda característica más acusada de los espectadores era su incapacidad para ponerse en contacto con sus propios sentimientos.

– ¿Es que ellos no tienen la máquina omphaloscópica? -Nada de nada. Carecen de medios. Se ponen a recordar lo

que sentían cuando ya han dejado de sentirlo. Marcha atrás o en diferido, para que tú me entiendas. Mientras tanto, en directo, no tienen ni la más remota idea de lo que les está pasando. Lo hacen todo a mano, sin nuestras máquinas de mirarse el ombligo. Se aprenden canciones de memoria y las repiten en su cabeza hasta que se convencen de que sienten lo que diga la letra. Subrayan párrafos en los libros en cuanto creen reconocerse. Con un lápiz, apuntan en los márgenes: «¡Exacto!», «¡Gran verdad!», «¡Ahí le duele!» o "¡Justo lo que me pasaba a mí con Cristina». Cada equis meses, sin dar explicaciones, cambian de sitio los muebles. O cambian de costumbres, de horarios, de amigos y de amantes, sólo para ver si así aparece en su lugar otra persona: alguien a quien por fin puedan reconocer.

– ¿Ellos no se ven tal y como son ni saben lo que de verdad sienten?

– ¡Bingo! Les resulta imposible. Muchas veces por suerte para ellos.

Pasillo arriba, el banquero Yves de La Vachepourrie se acercaba carraspeando en francés.

– Recuerda, corazón. Number one: no saben quiénes son. Number two: utilizan las cosas para lo que no sirven -susurró sinópticamente Reina Zenaida, antes de añadir en voz alta-: ¡Bonyur, moncher Ifs. ¿Comandá-levú ce matan?

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