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La masa de secundarios sin frase coreó con rugidos zoológicos las palabras de don Pedrito, que apareció de cuerpo entero al abrirse el plano.

Desafiando a su parecer numerosos convencionalismos burgueses, llevaba pantalón mil rayas abreviado por encima de los tobillos, zapatos de rejilla y calcetines blancos. A la altura de su barriga surgió un rótulo sobreimpresionado: «Camarada Pedro Fonseca. Presidente Soviet Supremo».

– ¡Cuánto odio nos tienen! ¡Y qué feo, cuan ordinario, qué tan bajo es el odio de las clases, ¿no es cierto, mami?!

– Resulta típico de los más ínfimos estratos -explicó Reina Zenaida-. Pero no sufras, mi vida: se envenenarán con su propio rencor, cual el escorpión -vaticinó-. ¡Siempre han de ser los mismos, los eternos resentidos! Escucha, corazón, ¿no oyes ladrar a los perros? Escucha cómo suena en la patria la hora triste del ajuste de cuentas, el gran momento que estaba esperando el segundón, el chupatintas, la gordita sin novio, el suspendido en septiembre…

– Camaradas -prosiguió el rencoroso ladrido de don Pedrito-, compañeros de reparto, hermanos… ¡Vamos a borrar del mapa a Venezolandia! Nosotros no somos un país, no somos esa patria con la que se llenan la boca los protagonistas: ¡somos la historia! Ciencia-ficción, telecomedia, de vaqueros, cine de autor, pantalla grande o pequeña, Hertzia o Catodia, Venezolandia, Francia, España…, ¿a nosotros qué más nos da? ¿Qué les importa a las chicas con celulitis, siempre desenfocadas detrás de la heroína, a los romanos con lanza, a los niños empujados en la persecución por las escaleras mecánicas? Somos hermanos de casting, camaradas: nuestra única patria es la letra pequeña después del «han intervenido…». Secundarios de todas las pantallas…, ¡unios!

Arengada por la soflama tabernaria, la infame turba se puso en movimiento hacia Villa Zenaida, la residencia de entretiempo de la Familia Real.

Cuando el lento travelling de la cámara pudo alcanzar el interior, ya habían armado una fogata con la sillería y estaban asando longanizas ensartadas en floretes de esgrima. Los hombres orinaban de pie contra aparadores Felipe VI y las mujeres en cuclillas sobre las alfombras de Persia. Unos lloraban con carcajadas, otros comían caviar a puñados; éstos preparaban sangrías en cristal de Bohemia, aquellos se limpiaban el culo con pergaminos e incunables. Hicieron añicos el vidrio emplomado; astillas, la caoba; jirones, la minúscula lencería de la Princesa. Cuando tropezaban con algo cuya utilidad desconocían (un libro de horas en un facistol, un metrónomo, un DIU, una esfera armilar), se ponían tan rabiosos que lo destruían por destruir, a puñetazo limpio.

– ¡Qué seres, mi Dios, pero hay que ver qué seres! -sollozaba S.A. R.

Al caer la tarde, las mujeres se retorcieron con sus lascivos contoneos, hasta que los hombres se abalanzaron, desencajadas las mandíbulas y los pantalones caídos, gimiendo y trastabillando respectivamente.

Sobre el parquet recién acuchillado se entregaron unos a otros como si fueran unas reses, sin mirarse las caras.

– ¡Destruid y disfrutad! ¡Ja, ja, ja! ¡Destruid y disfrutad! ¡Ja, ja, ja!… -les alentaba don Pedrito.

El «Lenin de Mondoñedo» respiró hondo, metió tripa, se subió aquellos milrayas que le estaban pesqueros, sacó pecho y anunció:

– Venezolandia ha dejado de existir. Declaro ante el mundo el nacimiento de la República Internacionalista Popular. ¡Abajo las patrias de las superestrellas!

– ¡Abaaaaaaaajo! -coreó la multitud con revanchismo.

– ¡Viva la RIP, patria común de los secundarios del mundo!

– ¡Vivaaaaaaaa!

Capítulo 8 LOS MOTIVOS DEL LOBO

Antonio Maroto había nacido en el edificio de ladrillo rojizo de una clínica en Modesto Lafuente, el mismo año en que ganó el título Tigran Petrossian, el "Rey de las tablas». No le importaba no recordar su infancia, porque cuando leía biografías, se saltaba el principio (a veces varios capítulos). Tenía el convencimiento de que el resto de la humanidad hacía lo mismo y nadie leía seguido hasta que no aparecían las primeras pajas.

Siempre creyó que los demás, en el fondo, pensaban por dentro igual que él, aunque dijeran en voz alta lo contrario. Su cabeza funcionaba así, como un aparato de traducción simultánea que lo pasaba todo a la primera persona singular.

Nunca vio a sus padres desnudos, ni siquiera en ropa interior; no intentó masticar sus propias heces y tampoco tuvo amigos imaginarios, así que se consideraba a salvo, porque también había incumplido los otros tres requisitos básicos:

1) No se hacía pis en la cama.

2) No sentía atracción por el fuego.

3) Nunca se comió la cal de las paredes ni la tierra de las macetas.

De la retransmisión del alunizaje, lo que más le asustó fue que aquellos hombres hubieran podido ver el planeta desde fuera y, cuando murió Franco, recordaba que pusieron en la tele Objetivo Birmania.

Sus padres le llevaron al colegio Santa Clara, en la calle Zurbano, con la esperanza de que hiciera amistades de toda la vida con otros muchachos de familia bien.

Vivían en el número 52 de la calle Viriato y, cuando él tenía once años, se mudaron al quinto piso de la casa que hacía esquina en las calles del Doctor Castelo y Menéndez Pelayo. En aquella época se creía que los niños experimentaban una gran necesidad de oxígeno y picaduras de mosquitos. A los chavales, mucho aire libre. Ésa era la consigna, así que los fines de semana su padre cargaba el 1 500 con sillas plegables, tarteras con filetes empanados, un termo de café con leche y el balón de reglamento, y se trasladaban a la parcela, para que los dos hermanos tuvieran una oportunidad de respirar ese estupendo aire puro de la sierra.

Nunca llegaron a construir el chalet, pero al volver en caravana, los niños se quedaban dormidos en el asiento de atrás.

– Míralos, están reventadas las criaturas -se decían sus padres con orgullo, puesto que entonces el cansancio se interpretaba como señal de buena salud.

Veinte años después, si Antonio oía la expresión volver de la parcela, se le saltaban las lágrimas con esa violencia gratuita, venga de donde venga, con la que estalla un plato de Duralex. Por muy lejos que estuviera, sentía la necesidad de volver a casa para mirar la foto que había en la mesa del salón. Papá y mamá de pie, en el campo; los dos hermanos tapándoles las piernas y, al fondo, los picos azules del Guadarrama.

Daban ganas de esconderse, como los enchufes, por detrás de las patas de algún mueble.

El primer acontecimiento de su infancia sucedió cuando tenía nueve años y su padre le enseñó a jugar. Tuvo que ser a los nueve, no sólo porque aún vivían en Viriato 52, sino porque la improvisada afición de su padre se debía a la misma razón que tenía en vilo al resto del mundo: en la capital de Islandia, Boris Spassky defendía el título contra Bobby Fischer.

Después, hasta que se produjo el segundo acontecimiento, nada de particular.

Que él recordara, coleccionó cromos (sin acabar ningún álbum), leyó Hazañas Bélicas y más tarde mortadelos y tintines, jugó a decir misas, a los submarinos (con Ortueta, en un árbol que hacía de periscopio) y a la guerra termonuclear final; no consiguió tener anginas ni apendicitis, registró los cajones de todos los miembros de su familia y, antes de cumplir once, ya le ganaba a su padre.

El segundo acontecimiento tuvo lugar en Doctor Castelo, frente al Retiro. A los doce años encontró a su paso un obstáculo inamovible al que sólo pasado el tiempo se atrevió a dar nombre.

Era el amor.

¡El mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!

Amor del bueno, como el que salía en las películas.

Ella tenía diecisiete, se llamaba Maribel y era su única hermana.

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