Sólo tenían ganas de cerrar los ojos y que alguien les sujetara la cabeza entre las manos.
Capítulo 3 Postal de la estación FINLANDIA
Los acontecimientos que desencadenaron la guerra fratricida en Venezolandia dieron comienzo en el capítulo 375 de Inverecunda Fernández, cuando la Reina de la Pequeña Pantalla, Zenaida Madurka, iba a llamar por teléfono a Julio Alberto Bustamante, el popular capitán de empresa.
Busta comunicaba.
En el ínterin, ciertas conductas que tenían lugar en segundo plano comenzaron a provocar alarma social.
El mayordomo murmuraba, nadie acudió a abrir la puerta, las camas estaban por hacer; y la chica, bebiendo coñac del bueno.
Una vergüenza.
A las órdenes de Pedro Fonseca, la «eminencia gris» de la subversión, el servicio acabó por amotinarse con todas las consecuencias.
Para salvar el capítulo, Reina Zenaida tuvo que improvisar un tentempié a base de fiambre frío y petit-fours recalentados en el microondas.
Cuando iba a dar comienzo la emisión del capítulo 376, los seguidores de don Pedrito, el «resentido gallego», se habían hecho fuertes en el salón de recibir.
Tras leer una soflama leninista-polpotista, emprendieron el asalto a la piscina y el abordaje de las colchonetas inflables, desde las que las reales personas platicaban con unos matrimonios amigos instalados en tumbonas.
James L. Martell, el indiscutido Rey de la Pequeña Pantalla y marido intermitente de la encantadora Zenaida, fue decapitado a mano por su propio valet de chambre.
Otra vergüenza.
Un surtidor de sangre tiñó de azul cobalto el agua en la que la heredera buceaba con los ojos cerrados, ajena al drama político-social-familiar.
En la superficie, la real cabeza flotaba hacia la colchoneta de la Reina.
Se produjo entonces una confusa carnicería, complicada de seguir con la única vídeo-cámara disponible.
La infame horda de don Pedrito, cegada por el resentimiento, se abalanzó sobre el simpático grupo y comenzó a decapitar matrimonios amigos en cadena, como en la nueva fábrica de alfileres de Bustamante.
Otras tantas vergüenzas consecutivas.
Reina Zenaida enjuagó una tupperware para transportar la cabeza real y apartó la rejilla de la piscina, por la que consiguieron escapar madre e hija.
En el momento en que se produjo el coup, el Príncipe Heredero, el joven Alejandro Antonio, se encontraba practicando el moto-cross, lo que le permitió emprender el camino del exilio a través de carreteras comarcales.
Las dos mujeres bucearon en dirección desconocida y, cuando creían que no iban a poder seguir aguantándose la respiración, aparecieron en una piscina que formaba parte de un anuncio de pantalones vaqueros.
De piscina en piscina, atravesando canales y bloques horarios, acabaron por salir a flote en una de dimensiones olímpicas reglamentarías, que se encontraba situada a la afueras de París, al otro lado de la pantalla, en el universo opaco de los telespectadores.
Frotándose los ojos escocidos por el cloro, atravesaron el césped hacia un edificio alicatado, donde fueron recibidas por la popular periodista Carmen Mieres, señora de La Vache-pourrie.
Reina Zenaida derramó arrodillada tres lágrimas fílmicas como piedras preciosas.
– La sangre de mi esposo clama venganza. Ante esta noble cabeza, juro que no descansaré hasta ver a la patria libre del regicida usurpador. ¡Muerte a don Pedrito! ¡Viva Venezolandia libre!
La prensa gráfica capturó instantáneas.
Al atardecer recibieron vía satélite las últimas noticias: don Pedrito acababa de proclamar sus Tesis de Septiembre y se disponía a entregar las armas a la multitud. En la capital, Caracópolis D. F., la resistencia antipedritista se batía a tiros por las calles, mientras que en la antigua Catodia los irredentos, capitaneados por psicoterapeutas paramilitares, aprovechaban la ocasión para masacrar sin pérdida de tiempo a la desprevenida población hertziana.
Había estallado la guerra.
En el dormitorio, la Reina compuso una sencilla oración en la que imploraba volver a reunirse con el llorado James Ele, en una teleserie futura, ambos en inolvidables actuaciones estelares.
La gente joven prolongó la velada en la exclusiva discoteca La Molécule, donde el distinguido jinete Guy LePoitard acompañó en todo momento a la traumatizada Princesa Huérfana, la bella María Virtudes de las Angustias, conocida familiarmente como Chituca.
Capítulo 4 Faites le jeu! Ríen ne va plus!
Antes de ponerse al volante, Antonio Maroto había sido un autogenio como un autogiro, con despegue vertical, caída en picado y autonomía de vuelo limitada a los dos años que pasó en París.
Para no variar, cuando llegó era demasiado tarde: todos acababan de irse a Nueva York hacía cinco minutos.
– ¡Ay, Toñín, si pudiéramos verte en ese París por un agujerito! -le habían dicho sus padres al marchar.
¡Menos mal que no se podía!, se felicitaba el infeliz. ¡Menos mal, compañero!
Con sólo cerrar los ojos, engordaba en silencio. A veces, al abrirlos, llegaba a pesar cientos de kilos, tal vez toneladas métricas. Comía en vano para olvidar y pasaba tanto tiempo solo que perdió la costumbre de cerrar la puerta del cuarto de baño. Unos días hacía pis en el lavabo, mirándose al espejo; otros, en el fregadero de la cocina; y siempre en la bañera, impepinablemente, cada vez que se duchaba. Nunca contestaba el teléfono y, en lugar de borrar los mensajes de Maribel, los grababa en cinta aparte y los escuchaba seguidos, con los ojos cerrados y las manos sobre el pecho.
Parezco idiota, se decía, como si quisiera decir: parezco póstumo.
Vivía en un apartamento de la rué Mouffetard que habría inspirado compasión a terceras personas. La mayoría de las cosas no funcionaban porque les faltaba una pieza. Había la Olivetti sin la tecla de la E, el burro-barómetro sin rabo, radios sin pilas, periódicos atrasados, fotos en las que no salían las cabezas, un reloj sin minutero y docenas de capuchones de bolígrafo con huellas que, a simple vista, parecían obra de la misma dentadura.
Era la de Antonio, que perseguía la inspiración con la boca.
A menudo se preguntaba si no le faltaría a él también una pieza. Un tornillo, por ejemplo. Déjalo, Toni, se aconsejaba muy sensato, déjalo ya, que no hace falta que seas un genio, te lo digo de verdad. Da lo mismo, compañero.
Si algún caso se hacía, debía de ser el llamado omiso, puesto que siguió dos años más con aquella obra maestra que nadie le había pedido: la Defensa Maroto, que iba a ser la única a prueba de aperturas de peón de rey. La irrompible. La inatacable. Waterproof. Airtight. Acorazada al cien por ciento.
Abandonó cuando murieron sus padres.
Ese día se sintió libre por primera vez en su vida.
¿Sabes lo que te digo, compañero? ¡Que llevas razón! No hace ninguna falta ser un genio. De acuerdo. Ahora dime tú otra cosa: ¿qué es lo que querías hacerte perdonar así?
A él, que le registraran. Que le asparan si lo sabía.
Volvió a Madrid, a la casa de sus padres, y se dedicó a crear problemas, la mayoría de mate en tres.
Encontró trabajo y, pasado un año, ya repetía con frecuencia: el taxi es muy esclavo.
Primero, como todo trabajo de cara al público. En su caso, además, tenía que estar de espaldas al respetable, sin poder verlas venir, por mucho que fuera pendiente del espejo. Segundo, porque al fin y al cabo ellos eran los profesionales. Estaban trabajando. Otra vez: tra-ba-jan-do…, pero la calle se encontraba repleta de aficionados que conducían por puro brícolage. Tercero, por consiguiente, el tráfico. Sobraban vehículos, casi todos con los citados bricoleurs al volante. Quinto, o lo que correspondiera, la incomprensión generalizada. Siempre les echaban la culpa de todo, como si ellos tuvieran algún interés personal en los atascos. ¡Todo lo contrario, hombre! Lo que les traía cuenta era la bajada de bandera. «Cuanto más me embotello, más pierdo yo», se recitaba a modo de leit-motiv o estribillo. Séptimo o lo que tocara…, pero, ¿a qué seguir? Bastaba considerar el factor humano. ¿Cómo llenar la soledad sino con uno mismo? ¿Y cómo impedir que alguien embotellado, envasado en sí mismo, resulte peligroso? Antonio conocía compañeros que se habían repercutido, como el de Taxi-driver, la película. Venga circunvalar y circunvalar acaba con las circunvoluciones de cualquiera, así que, quien más quien menos, todos tenían sus averías en la cabeza.