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Capítulo 27 Violetas IMPERIALES

Se despertó en una habitación forrada de aislante plástico, sin ventanas, a la que le calculó cuatro metros cuadrados. En la pared había un enorme retrato de Lenín a la puerta de un vagón, dirigiéndose a la multitud que llenaba el andén. Se trataba de una burda falsificación histórica: detrás del leader había sido añadida la torva y barriguda figura de Pedro Fonseca.

La princesa estaba tumbada en una colchoneta sobre el suelo. Había una bandeja con una taza de café, un plato con un bollo suizo y un vaso de agua. A los pies, un chándal planchado y bien doblado. Bajo la almohada, un pijama de hombre a rayas azules. Una de las puertas estaba cerrada y, al abrir la otra, encontró un cuarto de baño en miniatura, con taza de váter, lavabo y ducha. La rejilla de ventilación era demasiado pequeña para intentar evadirse. Probó el bollo y enumeró las actividades a las que debía entregarse sin pérdida de tiempo.

En primer lugar, una tabla diaria de ejercicios gimnásticos para mantenerse en forma. Flexiones, abdominales, tal vez algo de bicicleta tumbada en el suelo. En segundo lugar, tenía que obtener papel y boli, para consignar las impresiones de su cautiverio; bien en forma de diario, bien transformadas en novela; tal vez como cartas, ora a su idolatrada madre, ora abiertas al director de un periódico; ya en primera persona, ya en segunda. Por el mismo precio, la segunda persona proporcionaba un máximum de dramatismo hipnótico: «Estás sola. Te lavas los dientes. Sabes que morirás. Recuerdas a tus seres queridos…». ¡Chévere! ¡Supercrocanti! ¡Hiperniolonización! En tercer lugar, no podía perder la noción del día y la noche. Se orientaría por las comidas y haría muescas en la pared con el mango de la cuchara. ¿Y si fuera un secuestro muy prolongado? Pues… de entrada… ¡perdería peso! ¡Estupendación! ¡Molonización absoluta! Pero ¿y si iba y se traumatizaba? La Princesa era elegante, lo sabía, y por lo tanto, con una psicología decorativa, pero frágil, de mírame-y-no-me-toques o tente-mientras-cobro. Podía afectarle, cierto, aunque estaba convencida de que resistiría: a) por su esperanza en la salvación de la patria; y b) por su fe en un Ser Superior. Se sentía optimista y eso sí que era decisivo. La moral lo era todo: ¡el arma secreta de la prisionera política! En cuarto lugar, tenía que explorar la psicología de sus secuestradores. No sería tan frágil como la suya, eso era seguro. Debían de ser unos tipos encallecidos, con bastas psiques de esparto o de cemento armado. Sin embargo, tenía que intentar encontrar sus puntos débiles o talones de Aquiles. Había visto a dos hombres con sendas caretas de Marilyn Monroe y del Pato Donald. El Pato era muy gordo; Marilyn, un escuálido. Lo inmediato era averiguar en manos de quién estaba. Esbirros de don Pedrito, por descontado, pero ¿eran secundarios o telespectadores? Los secundarios no tendrían piedad, cegados por el resentimiento como lo estaban. En cambio, si se trataba de espectadores, incluso sus puntos fuertes se convertirían en puntos débiles… ¡hasta que apareciera el cocodrilo! Entonces sería todo viceversa, ¡menudo quilombo! En quinto y último lugar, como evadirse resultaba imposible por aquel ventanuco (a menos que adelgazara unos treinta kilos, ¡qué horror, una exageración!), tenía que intentar establecer contacto con el exterior. Se ganaría la confianza de los secuestradores (merced al conocimiento de sus talones) y les pediría que le trajeran algo muy especial. Lo había leído en una novela de un tal Sheldon. La policía interroga a los familiares y averigua que el secuestrado se perece, pongamos por caso, por la Nocilla. Éste (el secuestrado) suplica a aquellos (los secuestradores) que le adquieran dicho producto (la Nocilla, en nuestro ejemplo). Ahí tenía ella una manera superingeniosa de comunicarse con el exterior. Si accedían… ¡ellos solitos se habían metido en la trampa! La policía tendría rodeadas las tiendas expendedoras de Nocilla y, en cuanto un secuestrador adquiriera un solo bote, ya estaba descubierto el escondite. Parecía sencillo, sí, pero necesitaba algo distinto de la Nocilla. Su sabor le traía malos recuerdos. Además, se vendía en numerosos establecimientos. Quizá demasiados para que la policía española los tuviera bajo vigilancia permanente. También tenía que ser algo que se le ocurriera a su madre cuando le preguntaran. En la novela del tal Sheldon descubrían a los malhechores gracias a una cinta de los Bee Gees, pero, por ejemplo, ¿se acordaría su madre de cuánto le gustaban las baladas del Ornitorrinco? ¿Sabía acaso cuáles eran sus lecturas favoritas? ¿Lo sabía ella misma, por cierto? ¿Podría decirle su madre a la policía qué alimentos eran sus preferidos número uno? Francamente, lo dudaba. Había tanta y tanta incomunicación entre madres e hijas y tanto y tanto abismo generacional y dinástico en nuestras monarquías constitucionales. Como también dudaba que en pleno Madrid fuera posible controlar las ventas del Ornitorrinco, que llevaba ya cinco elepés de platino iridiado.

Los novelistas lo veían todo muy fácil.

Se duchó y se vistió con el chándal reglamentario.

Se le acumulaba el trabajo. Tenía que: 1) hacer la gimnasia; 2) no perder la noción del tiempo; 3) reclamar recado de escribir; 4) ganarse la confianza de los secuestradores; y 5) intentar comunicarse con el exterior.

Miraba el techo de escayola en el que una mancha de humedad dibujaba un árbol.

Le pareció que las ramas se movían.

– ¡¡Violetas imperiales!!

Eran su golosina superfavorita número uno, lo sabía todo el mundo.

¡Si hasta lo habían dado por la tele!

Capítulo 28 Cuerpos sumergidos

Para Antonio Madrid era una excavación arqueológica en la que había sucesivas ciudades enterradas. Cada estrato conservaba restos de sí mismo, utensilios, canicas, ornamentos, bolis reventados dentro del bolsillo, piedra pulimentada, vasos campaniformes y vocabulario fósil. ¿Quién era el que decía cate, molar y niño pera! ¡Ni con el carbono-14! ¿De quién eran las chapas de Cinzano, las mejores para hacer redondilla? ¿Y el sobre de soldados? Pleistoceno. ¿Quién preguntaba si una tía tragaba o no tragaba? Neolítico. ¿Cuándo aprendió a decir oblicuo o melancólico1? Baja Edad Media. En aquella esquina con Trafalgar había comprado palmeras de chocolate al volver del colegio. Años después, un cuarto de kilo de petit-fours variados, por encargo de su madre. ¡Petit-fours! Qué tontería, ¿no? Más tarde cigarrillos Rex. Por fin ahora podía atravesar la misma acera haciendo «creec…, creec…, creec», con una misión que cumplir, un objetivo en esta vida, una fórmula Omega que encontrar a las órdenes de un hombre mayor que iba haciendo «bip-bip…, bip-bip…, bip-bip…» por los alrededores de la Telefónica.

En la plaza acababan de poner un vídeo-club.

Siempre le ocurría lo mismo. Cuando veía un sitio nuevo, no podía recordar lo que había antes ahí. Era impepinable.

En su cabeza también sucedía algo semejante. No había olvidado nada, pero de pronto descubría emociones y rasgos de carácter que debían de ser nuevos, porque le sorprendían, aunque no era capaz de recordar qué había antes en el mismo sitio. Donde ahora encontraba indiferencia no sabía si hubo entusiasmo o cálculo interesado; en el solar en que seguía en obras (inacabadas) su arrepentimiento, ¿qué hubo? ¿Qué habían derribado para construir allí? ¿La torre de su orgullo? ¿El rascacielos de su amor propio? ¿El sótano negro del que vuelve sin permiso la tristeza castigada?

Después de todos estos años, aún no se había enfriado el rescoldo del rencor con que salió de casa dando un señor portazo.

Desde el fracaso del Blitzkrieg, Maribel ni siquiera le pedía ropa prestada.

Peor todavía: aumentaba a diario el encono de las discusiones con su padre. Se levantaban la voz con un ensañamiento que nunca estaba justificado, ya fuera la diferencia entre participar e invitar a un próximo enlace, la opción entre la reforma y la ruptura o la superioridad de los envases de plástico sobre los cartones de tetrabrik. Les daba lo mismo. Lo único que querían era tirarse los trastos a la cabeza. Discutieran lo que discutieran, siempre se trataba de otra cosa que no decían.

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