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Las tres cruces eran antenas parabólicas, cada una en diferente amplitud de frecuencia.

Mientras Antonio se quedaba dormido frente al televisor, Ignacio Ortueta y Francisca Montoya conspiraban en el garaje a la luz de una linterna, metidos en sacos de dormir.

– Esto no puede seguir.

– Nos estamos pasando.

– Mira, Iñaqui, nos olvidamos del Consejo de Ministros y del dinero, soltamos a la chica y nos vamos yendo. ¿Cómo lo ves? ¿Qué te parece mi complot?

– Si la policía nos atrapa, a mí me da lo mismo. – La Princesa está triste…

– Eso es verdad.

– ¿Complotamos pues?

– Pues complotemos, venga. A mí que más me da, si estoy pronosticado.

– No seas imbécil y dame un beso.

Rodó hacia ella y se besaron en la boca, cada uno desde su saco, sin mover los brazos.

– ¿Qué?

– Nada, tía. Es el caballo, que te la baja. No hay manera.

– ¡Hijo mío, dichosas inyecciones!

– ¡Qué quieres, Paca, si estoy pronosticado! Yo no me prolongo, te lo advierto.

– Bueno, venga, pues duérmete.

Paquita le dio un beso en los labios, se subió desde dentro la cremallera del saco y cerró los ojos.

Capítulo 31 Soliloquios mecánicos

Antes de acostarse, la Princesa se lavó los dientes y conectó su omphaloscopío o «máquina de contemplarse el ombligo», en la que esta vez seleccionó la modalidad entrevista en exclusiva.

Nombre: María Virtudes de las Angustias Martell, conocida como Chituca y, en estos mismos instantes, bajo la identidad supuesta de Silvia Martín Pérez, conocida como ídem. Edad: cerca de las veinte primaveras. Profesión: a) Princesa Huérfana en el exilio y b) Agente Secreto de la resistencia antipedritista, ahora mismo capturada por el enemigo. Color: ora fucsia, ora azul abisal. Número: 360. Animal favorito o mascota totémica: el caballo tipo pony. Si tuviera que reencarnarse, ¿en qué o en quién preferiría hacerlo? Volvería bajo la forma de un parque en una gran ciudad. Con sol de invierno, eso sí, please. Quizá Central Park en New York City, si es otoño. O el Retiro de Madrid. Si puede ser, prefiero siempre nuestro entrañable Jardín de los Proceres, en pleno Caracópolis D. F. ¿Con qué personaje real o imaginario pasaría una velada íntima? Con Nuestro Señor Jesucristo, para hablar. Con Lenin, para hacerle ver las consecuencias de sus formidables errores, tal y como las estamos sufriendo en mi amada tierra patria. También con el Ornitorrinco, para escucharle interpretar baladas. Soy una fan total del Ornitorrinco, que es además muy buen amigo mío.

Muchas veces me pone conferencias transatlánticas para silbarme al teléfono selecciones de sus Grandes Éxitos. Estado actual de su espíritu: esperanzada y con mucha serenidad, a pesar de los peligros a los que, lógicamente, me expone el cumplimiento de mi deber clandestino (vide supra apartado b). Cualidad que prefiere en el hombre: que sepa entretenerse solo. En la mujer: la fortaleza de su espíritu. Si fuera animal sería: un virus, pequeña pero incansable…, y con una asombrosa capacidad de adaptación. Si fuera vegetal: la patata. Tan sencilla, tan sin lujos, ¡pero tan nutritiva! Sin duda la patata, sí, con lo mejor oculto a la vista. Un momento del día: las 7.45 p, m. en punto. ¿Qué defectos propios le inspiran más indulgencia?

Silencio.

La máquina repitió la pregunta.

Tenían que existir defectos propios, sin duda, pero Chituca no lograba dar con ellos en ese preciso instante. ¿La envidia? ¡Si precisamente ella la envidia es que ni la conocía! ¿La impuntualidad? No, hija, no; cuando una lleva a cabo misiones súper-ultra-archisecretas, una no se puede permitir el lujo de llegar tarde a ningún sitio. ¿La franqueza?

¡Pero claro! ¡Eso era!

Se consideró a sí misma en frío, imparcialmente. Era mamífera. Se peinaba con raya al medio. Lóbrega, no. ¿Qué más? Pues eso: que era demasiado sincera. Para agente secreto, se refería. Ella iba siempre con la verdad por delante, no podía evitarlo. Creía que los demás eran como ella y luego se llevaba tremendas decepciones. Qué vida.

– Mi franqueza, que a veces puede parecer hasta brutal -respondió por fin.

¿Qué defectos ajenos le inspiran más indulgencia?

Ninguno. De verdad que no. Lo que no soportaba era la envidia. ¡Había tanta envidia! ¿Qué era a fin de cuentas sino envidia, bajo sus siniestras modalidades del odio de las clases y el resentimiento social, lo que había conducido al poder al infame don Pedrito? Si tuviera que volver a empezar, ¿qué cambiaría de su pasado? Poca cosa. Algún que otro maquillaje que en realidad no le favorecía…, cierta falda-pantalón de la pasarela Cibeles…, ¡ay, había que ver lo que eran los pocos años! ¡Qué inconsciente, qué pizpireta, qué aturdida esclava de la moda es una a tan corta edad, ¿no es cierto?! Fuera de eso, nada de nada, je ne regrette rien. ¿Querían saber por qué? Pues se lo iba a decir. Porque en esta vida ella lo había conseguido todo a base de tres cosas: trabajo, trabajo y trabajo. He aquí mi única fórmula secreta, amigas, mi fórmula Omega. ¿Por qué iba a arrepentirme, oiga, si yo me he equivocado siempre en la dirección correcta? ¿A qué tiene miedo? Personalmente a nada. Política, socioeconómica e institucionalmente hablando, me asustan la disolución de la patria en el marxismo-pedritismo, el funesto tándem aborto-divorcio, la espiral de la droga y esos curas que ahora van y se quieren casar… ¡Jolín, es que no se puede tener todo!

Apenas tuvo tiempo de desconectar la máquina cuando oyó abrirse la puerta.

Le reconoció de inmediato por el volumen: era aquel inmenso Pato Donald sin careta.

Se trataba de un hombre obeso, de unos treinta y cinco, con pantalones vaqueros, camiseta negra y cazadora de cuero.

– ¿Cómo se encuentra usted? ¿Estaba rezando?

– Pues ya ve, me encuentro privada de la libertad, que es un bien más preciado que la vida misma…

– Ya, vale, vale -interrumpió el Pato Donald. Le aseguró que no sufriría ningún daño y quiso saber de qué forma podría hacer más llevadera su situación. -¡Nocilla! -exclamó la Princesa. -¿Nocilla?

– ¡Qué va! Perdone usted. Quería decir: violetas imperiales. No se imagina lo que representaría para mí disponer de ellas. De las clásicas, claro, las que venden en la Violetera. Me tranquilizaría mucho, ya que constituyen mi golosina super-favorita.

La mirada del secuestrador no se apartaba de ella. Tenía los ojos negros y, al mirarla, parecían adquirir sucesivas facetas, como los de ciertos insectos, como piedras preciosas o como la conducta de determinados individuos cuando beben.

Enfocaba la cremallera de su chándal.

Chituca recordó los prudentes consejos de su madre. Sin duda el Pato Donald quería efectuarle un coito en sus aparatos, por hache o por be y sin saber que eran de adorno. Sin embargo, él debía de pensar que actuaba a impulso de la compasión o cualquier otro humanitarismo. Para cuando llegara a darse cuenta de lo que de verdad sentía, habría dejado ya de sentirlo.

Convenía no perder de vista que no sabían quienes eran y utilizaban para lo que no servía todo aquello que se ponía a su alcance.

– Veré lo que puedo hacer. ¿Desea alguna otra cosa?

– Me gustaría quedarme a solas. Ahora mismo iba a empijamarme.

El Pato tragó saliva, cerró los ojos, dio media vuelta y abandonó el Frigorífico tambaleándose.

– Creec…, creec…, creec… -murmuraba.

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