A la altura de Florida Park vio luz encendida en casa y distinguió dos coches en doble fila a la puerta del Jute.
Eran catorce-treintas destartalados y, como cualquier taxista, Antonio los reconoció sin dificultad: ¡coches-K de la policía secreta!
Sólo Mari tenía otra llave de la casa.
¡Traición!
Le había entregado a su amigo comisario, el tal Torrecilla.
Antonio dio media vuelta y volvió al piso franco de la calle Sicilia.
Bebió una ginebra.
Quizá dos o tres, no recordaba bien.
En la cocina, apartó el calendario y pegó el ojo a la perforación. Al otro lado de la pared, su pupila reemplazó a la de Lenin en la estación Finlandia.
Capítulo 33 EJECUCIÓN
Pedro Fonseca, en la soledad del poder, dictaba leyes de aleación de hierro.
Releyó el borrador del título VII de la nueva Constitución («De los cuerpos celestes, entidades trascendentes y vidrios rotos»):
Artículo 5. Queda prohibida la señal de la cruz.
5.1. Queda prohibido ensimismarse en presencia de terceras personas.
5.2. Queda terminantemente prohibido el avistamiento de ovnis en las áreas rurales.
5.3. Se garantizará, no obstante, el derecho al recuento recreativo de entidades siderales.
Reflexionó, empuñó el bolígrafo, cambió un «queda prohibido» por «se perseguirá», tachó «entidades siderales» y escribió encima «cualesquiera constelaciones fijas». Mordisqueó el capuchón y añadió con pulso febril:
5.4. Los poderes públicos promoverán por todos los medios a su alcance la instalación de luz propia en planetas y satélites, así como garantizarán el acceso de todos a los interruptores para encender y apagar a voluntad dichos cuerpos celestes.
No lograba concentrarse. Consideraba una y otra vez el valor simbólico de la Princesa en su poder. ¿Qué habría hecho Lenin? Lenin habría hecho lo que había que hacer, por supuesto.
¡Él no iba a ser menos que el amigo Vladimir!
Bajó de dos en dos las escaleras hacia el sótano.
– ¡Corrige trayectoria! -le ordenó al encéfalo-artillero de guardia-. Las nuevas coordenadas son 40, 25', 33" Norte y 3, 45', 23" Oeste.
– ¡Eso es Madrid, España! -acertó el soldado.
Se trataba de la situación exacta del cogote de Claudio Carranza. No era posible localizar a Bobby Fischer, que de nuevo se encontraba en paradero desconocido, pero don Pedrito confiaba en que Carranza obedecería órdenes directas, aunque no fueran dictadas con la voz del ex campeón del mundo.
– Sin pérdida de tiempo, ejecutarás a una Princesa de este modo… -iba diciendo don Pedrito, detallando paso a paso el nuevo plan que desafiaba las instrucciones de Pitis.
Capítulo 34 LOS AMORES RECREATIVOS
Tenía ojos de estar extasiada, con esa cara que se les queda a ¡os que llevan un walk-man y creen que el resto del mundo también está oyendo la misma música.
A imitación de los espectadores, encendió un Marlboro antes de hacer la pregunta.
– ¿Te habrías imaginado alguna vez que acabaríamos así?
¿Así cómo? ¿Contándose el uno al otro más de lo que ellos sabían sobre sí mismos? ¿Desnudos? ¿Poniendo en práctica las nociones que la Princesa había aprendido de su madre y las que a Antonio no había querido enseñarle su hermana? ¿Compartiendo un cucurucho de violetas imperiales?
Si se refería a que acabarían sobre el estrecho colchón del Frigorífico, la respuesta era afirmativa.
Por imaginar, Antonio se lo había imaginado a cámara lenta desde que la vio a través de las pupilas asiáticas de Vladimir Íllich Uliánov.
– Nunca -mintió-. ¿Quién nos lo iba a decir?
– ¿Verdad, mi vida? Tú y yo, hombre y mujer, espectador y protagonista, libra y virgo, secuestrador y secuestrada… ¿Quién nos lo iba a decir? La felicidad me embargó tres veces consecutivas, corazón. ¡Fue tan lindo, tan comme il faut, tan chévere y supercrocanti!
Habían follado fotograma a fotograma, dando diente con diente, como ruedas engranadas, como bielas, transformando el movimiento de vaivén en otro de rotación sobre su propio eje.
Antonio se corrió como si se le estuviera saliendo el alma por una raspadura, que era precisamente lo que su madre le había advertido que acabaría pasando.
– ¡Ten cuidado, a ver si se te va a salir por ahí el alma! -le decía cuando le enseñaba sus heridas.
La Princesa le dio un beso, se levantó tapándose con la sábana y se fue al diminuto cuarto de baño.
Salió peinada y maquillada, todavía cubierta con esa sábana que parecía sujetarse en el aire a la altura de sus pezones, prendida de alfileres invisibles.
– Un dólar por tus pensamientos o ciento veinte bolívares al cambio.
– No te va a pasar nada malo, confía en mí.
– Eso ya lo sé, tonto.
– Te quiero a cántaros.
– Te quiero a mares.
¡Qué raro es todo! pensaba Antonio: ¡pero qué francamente raro!
Encontró una anotación arrinconada en su cabeza: «Si me embotello, más pierdo yo».
Sí, claro, pero ¿cómo evitarlo? ¿Cómo saber a qué lado de la puerta se está? ¿Cómo entrar fuera?
– ¿Cuándo vas a ver a tu jefe?
– Hoy mismo.
Lo cierto era que don Claudio llevaba cuarenta y ocho horas sin dar señales de vida y Antonio tampoco gozaba de gran libertad de movimientos, puesto que la policía sabía quién era.
– Te veo mañana por hoy, como dicen los periódicos -le prometió a la Princesa.
– Chau-chau, mi corazón.
Le sopló un beso en la palma de la mano.
Chituca calculaba que apenas necesitaría dos o tres de aquellas monótonas sesiones para ganarse la confianza del Pato Donald.
Lo conseguiré, se dijo, aunque aparezca a traición el cocodrilo.
Capítulo 35 ¡Traidores!
No encontró al Maestro en el café. Benito Vela tenía un mensaje, sin embargo: Carranza se había incomunicado en la pensión Claramundo, pues sospechaba que le seguían.
Compró violetas imperiales y, de vuelta al piso franco, iba premeditando un plan perfecto.
Se había propuesto dos objetivos: 1) más lentitud de ejecución; y 2) intercambio de sentimientos.
¡Verdaderos sentimientos profundos, cualesquiera que fuesen!
No lograba experimentar sentimientos que le hicieran salir de la botella.
¿Qué sentimientos sentía?
Ene-Pe-i, así que por eso mismo necesitaba que se hicieran visibles sobre la colchoneta del Frigorífico, costara lo que costase.
Tomaba anotaciones mentales. Lo primero, desvestir a la Princesa a la mínima velocidad posible. Lástima que el chándal no tuviera botones. Después, mirarse mucho los cuerpos mutuos. Eso era decisivo. Utilizar más la boca que las manos. Anotó la instrucción permanente de llevarse a la boca lo que tuviera entre manos. Dedicar tiempo a los pezones. Acariciarlos con los dientes y los labios. «Prolongar pez. máximum», apuntó con letra nerviosa. Sobre todo: lentitud, lentitud, lentitud. «Al ralentí», garrapateó por fin. La lentitud era el procedimiento mediante el cual los cuerpos adquirían conciencia de lo que estaban haciendo. Que se dieran cuenta. «¡OJO!», escribió con mayúsculas. Tenía el proyecto de parar sin previo aviso. ¡Quietos todos! ¡Manos arriba! Abrir los ojos y mirarse a los ídems sin moverse un milímetro. Sentir el latido de los respectivos genitales, como un solo corazón que compartieran de cintura para abajo.
Y luego reanudar aún más despacio.
La banda sonora era un inconveniente. Conforme al plan previsto, se encontrarían entonces fuera de las cartas de navegación, más allá del punto sin retorno, doblando el cabo de tormentas. ¡Sálvese quien pueda!