– Comprendo. Pues ahora ya lo sabe: su forma natural de expresión es crear problemas.
Antonio le miraba cabizbajo, patidifuso y boquiabierto.
– Venga el pronóstico. Voy a resucitarle, amigo. Con la fórmula Omega, podrá usted olvidar a voluntad -Antonio asintió con gratitud-. Olvidarse de sí mismo. ¡Imagínese! Invito a otra ronda, pero esta vez sin análisis. Hay que guardar intervalos de setenta y dos horas para repetirlos -añadió y, sin transición, le hizo una seña a Arturo, absorbió coñac suficiente como para permanecer buceando dos piscinas, accionó el reloj con una vigorosa palmada y movió e4.
Antonio perdió en doce movimientos. Al fondo a la izquierda, se prosternó en la penumbra morada de los lavabos, bajo la luz que volvía invisibles las venas. Le ardía la frente y la apoyó contra el borde de la taza del váter para enfriarla.
La gratitud hacia el Maestro le empapaba el esponjoso esqueleto.
Cuando se apagó la bombilla temporizada, permaneció a oscuras, con las rodillas sobre serrín y la cabeza en contacto con la refrescante loza sanitaria.
Reflexionaba genuflexo.
Una decisión súbita le iluminaba el rostro cuando fue a devolver en la barra la llave, que estaba unida por una cadena a un listón de contrachapado de unos quince centímetros.
– ¡Haga usted de mí lo que quiera, doctor, se lo suplico! – le pidió a Carranza, entregándose sin reservas.
Durante años entonaron en el café las letanías de San Bobby Fischer y jugaron cientos de hostiblís, que Carranza interpretaba según su parecer y la ortodoxia del Anillo Analítico.
Unas veces Antonio parecía querer que le sodomizaran, puesto que esperaba a que Carranza avanzara el rey para atacar la pieza desde atrás. «¡Por detrás y con un alfil circunciso, modelo Staunton!», se escandalizaba el Maestro. Otras veces se trataba de equis fijaciones orales que le empujaban a combatir el enroque del adversario. Lo más corriente, sin embargo, era que Antonio representara en un peón de dama el amenazado pene de su infancia, ofreciéndolo en gambito para recibir cuanto antes el castigo que se merecía, aunque no supiera qué era lo que había hecho.
Capítulo 11 El arte de la elipsis
Espeluznado retransmisión diabólico aquelarre populacho stop clasificado interzonal cono suii stop dotación premio indispensable reparación palieres stop sigue carta stop w.
– Uve doble… ¡Que viva Venezolandia!
– Que viva, nena, que viva -contestó maquinalmente la Reina, tras comprobar el remite con semblante nublado-. Éste viene desde el anuncio de la nueva campaña de Bélcor.
– ¿Son sostenes, mami?
– Microsujetadores descapotables, para poder darse de vez en cuando un lípstick en los pezones. Una desfachatez, figúratetú.
El punto de origen de los sucesivos telegramas de Alejandro Antonio causaba cada día más inquietud a la Reina, pero su corazón de madre confiaba en que habría alguna razón ultrasecreta para que su primogénito y heredero al trono telegrafiara desde un anuncio de gel de baño; importantísimos motivos desconocidos le retendrían en aquel programa de aerobio mientras la patria agonizaba so el poder de don Pedrito; muy graves sucesos de carácter confidencial explicarían sin duda sus desplazamientos a través de canales codificados, llevando de paquete a la modelo que anunciaba desvestida yogures desnatados.
Don Pedrito, por su parte, pretendía llevar a la práctica sus funestas Tesis de Septiembre: obtener por la fuerza la tierra, la industria, los recursos naturales y el patrimonio artístico. En otras palabras: apoderarse nada menos que del Estado para entregárselo a los secundarios, cuyas roncas gargantas repetían la consigna por las aceras de Petroburgo, la ci-devant Caracópolis D. F.: «¡Todo el poder a los soviets pedritistas!».
Con las armas de una miniserie británica sobre la guerra civil española, los desharrapados, convertidos ahora en la soidisante Milicia del Pueblo, patrullaban las calles de la capital.
El usurpador dictaba leyes tan bolcheviques que la reacción de las potencias no podía hacerse esperar. Sin embargo, se intentaba evitar a toda costa el uso de la fuerza, pues era sabido que don Pedrito contaba con el Arma Secreta del Pueblo Anónimo (ASPA) y, en caso de invasión, no dudaría en utilizarla contra el Occidente cristiano. La ONU se había limitado por lo tanto a una declaración de intenciones, la Comunidad Europea se mantenía a la expectativa y sólo Estados Unidos insistía en su implacable bloqueo comercial contra el régimen pedritista.
Mientras tanto, imperaba el terror televisado.
Con fanática puntualidad, cientos de miles de teletricoteuses conectaban los lunes el nuevo Canal RIP para asistir en directo a la ejecución de los protagonistas capturados por secundarios durante la semana.
Docenas de familiares y amigos, seres queridos de Reina Zenaida, iban siendo conducidos en carreta a su siniestra cita con Monsieur Garrot.
S. A. R. llevaba a cabo admirables esfuerzos para retener las lágrimas.
– No pienso darles esa satisfacción.
Quienes conseguían escapar, buscaban asilo en España, la monarquía amiga, donde se veían obligados a adoptar identidades falsas para engañar a los agentes de don Pedrito. Ascendía ya a cuatro el número de mártires inmolados en Madrid. La dependienta estrangulada en los probadores de El Corte Inglés no era otra que Moña García-Vaquero, la ci-devant Emperatriz del Teatro Televisado. El ci-devant Marqués del Telefolletín, Eduardo Francisco dos Santos, había sido encontrado en su taller de chapa y pintura, apuñalado con un destornillador. Lo mismo Clotilde Mazuecos, ci-devant Condesa de la Sitcom (veneno) y la pobre y ci-devant Marujita Navascués (tiro en la nuca).
Madrid se había convertido en un hervidero de espías, agents provocateurs, mercenarios, correos, cuádruples agentes, tramas secretas, pedritistas clandestinos y venezolandeses blancos al volante de los taxis. Los teléfonos estaban intervenidos, los carteros transportaban misivas en las que había mensajes escritos con zumo de limón, y en los domicilios particulares se tenía que llamar al telefonillo con contraseñas preestablecidas (por lo general, dos largos y uno corto, los lunes, miércoles y viernes; y dos cortos y uno largo, el resto de la semana, o algo parecido).
En octubre se constituyó el Gobierno de Venezolandia en el exilio, con sede en Madrid, en un chalet acorazado de la Colonia del Viso. La Presidencia le fue ofrecida de inmediato al legítimo heredero, el Príncipe Alejandro Antonio, que respondió con un telegrama enviado desde un anuncio de aparatos de gimnasia.
A GOBIERNO EXILIO CALLE GUADIANA 16 STOP MUY SEÑORES MÍOS STOP OBLIGADO RECHAZAR CARGO PRIMER MANDATARIO STOP CIRCUITO Azteca gran cilindrada reclama atención total stop
ÚNICO DEBER CRUZAR LÍNEA META INMEMÓRIAM PAPI QUEPO STOP SIGUE carta stop Alejandro A. William Martell.
– ¿William? -se asombró la Princesa al leerlo publicado en el periódico.
– ¡¡Gallina!! Me lo veía venir…
– ¿No será la Pimpinela Escarlata, mami?
– ¿Tu hermano Álex? No me hagas reír. Ahora ya no cabe duda: ¡es un cobarde congénito!
El cambio de nombre constituía la prueba definitiva que obligó a la cabeza de estadista de S. A. R. a imponerse sobre su corazón de madre. Había que reconocerlo. Mientras la patria se debatía entre la vida y la muerte, el joven disoluto se entregaba a la débauché, se revolcaba por gusto en plena boue y se iba despeñando cuesta abajo por spots de perfumes, colirios y compresas. ¡Qué vergüenza! Ni era la Pimpinela, ¡qué iba a ser!, ni quería mantenerse au dessus de la mélée, como había sugerido el banquero La Vachepourrie.