Con el sujetador no fue capaz de llegar a ninguna conclusión, así que durante un par de semanas estuvo transportando unas bragas sucias en el bolsillo de la trenka y, a veces, en el metro, las sacaba apelotonadas en el puño y se las llevaba a la nariz, como un pañuelo, para aspirar el olor secreto de la mujer que amaba.
En su habitación las puso bajo el quinqué y examinó unas pequeñas manchas que tiraban a marrón rojizo.
Las contemplaba como si fueran a revelarle un secreto.
Como no lo hicieron, acabó devolviéndolas al cesto de la ropa sucia y juzgó esta decisión muy acertada.
Debo de estar madurando, macho, se felicitó.
Mari también.
¡Eso era lo más grave!
Salía por las noches y ese mismo verano se fue de viaje con unos compañeros de facultad en un Land-Rover. Se metió en política hasta conseguir que la detuvieran. Tuvo que ir su padre a sacarla de la comisaría y ni siquiera le dio las gracias.
Mientras tanto, Antonio se repetía la misma pregunta: ¿Lo había hecho ya? ¿Hasta el final? ¿Todavía no? ¿Sí? ¿Con quién?
Una tarde, cuando no estaban sus padres, fueron dos hombres a casa con Julia, que era la mejor amiga de Mari.
Los individuos eran intercambiables entre sí, como cromos repes, ambos delgados, con melena, sin afeitar, vaqueros, jersey gordo de lana y las grasientas botas de ordenanza. Uno transportaba una guitarra en una funda de tela a cuadros escoceses y el otro empuñaba una botella en bolsa de plástico; pero nada más entrar, en el pasillo, las cambiaron entre sí y ya no hubo forma humana de distinguir a Hernández y Fernández.
Se encerraron los cuatro con unos vasos en la habitación de Mari y, a través de la pared, con otro vacío, Antonio escuchó música y retazos de una conversación acerca de un tal Torrecilla, que había abandonado la universidad para irse a vivir a una comunidad que no le dio la impresión a Antonio de que fuera religiosa.
Parecían tenerle envidia, y escuchó a su hermana levantar la voz afónica (debía de llevar más Ducados de la cuenta) para proclamar que Torrecilla tenía más huevos que todos los demás juntos (ella incluida al parecer).
Quitaron el tocadiscos y, acompañándose a la guitarra, entonaron una monótona letanía en lo que parecía latín, aunque muy corrompido. En el estribillo subían la voz y repetían «¡Tomba! ¡Tomba! ¡Tomba!», como en las películas de Tarzán. Más adelante invocaban a una estaca y otra vez vuelta al refrán: «¡Tomba! ¡Tomba! ¡Tomba!».
Pintoresco, oquéis, pero inofensivo. Por lo menos no follaban como descosidos, que era lo que Antonio había estado temiéndose. Por favor, suplicaba, por favor, que no se hagan los unos a los otros coitos inconsútiles, por favor te lo pido, compañero, que no folien por los codos.
Salieron en fila india, con la guitarra en su funda de falda de colegio y sin despedirse de él, salvo Mari, que gritó: «¡Ta-luego!», y añadió: «Diles que no vengo a cenar».
Lo que más tarde hicieran en la calle, eso ya no lo sabía él. No descartaba que aquel par de dos, Hernández y Fernández, se turnaran para introducírsela a su desprevenida hermana; o que la pusieran mirando a Soria, como decía Ortueta, y la atacaran por detrás; o incluso que le efectuaran una doble intromisión o tipo sandwich (Ortueta dixit), a la vez por hache y por be.
No lo podía descartar, no, pero se le antojaba poco probable. Aún diría más: le parecía muy improbable.
Más tranquilo, se echó un trago del coñac antes de volver a su camarote.
Allí fue donde empezó a darse cuenta del verdadero peligro: ¡la mayor amenaza a la que nos hemos enfrentado jamás!
¿Cómo había podido ser tan ingenuo? Lo más grave, lo peor de todo era que Mari hablaba de irse de casa.
De hecho, cada vez discutía más con su padre y más acaloradamente. En la mesa del comedor le había llamado reprimido y otro día hasta le motejó de burgués. Su padre le pronosticaba que, si seguía por ese camino, iba a acabar muy mal y él no quería hacerse responsable.
Por fin un día le dio una sonora bofetada.
Mari abandonó el comedor sin decir una palabra.
Su madre, en cambio, lloró una lágrima que fue aumentando de tamaño hasta ocupar la pantalla entera, donde se convirtió en el cristal del espejo retrovisor del taxi.
A su espalda se oían bocinas. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Podía considerarse abducido? En caso afirmativo, ¿por cuáles marcianos? ¿Le saldría un chichón en la frente, donde había golpeado contra el volante?
Arrancó aturdido, frotándose los ojos.
Al llegar a casa recibió la llamada del Maestro con nuevas instrucciones.
Ahora resultaba que la azafata era en realidad una Princesa y tenían que secuestrarla.
No entendía nada, quizá porque siempre que le sobrevenía un flask-back así, sin previo aviso, se quedaba después como embotado durante un buen rato.
Capítulo 22 Sintagma y paradigma
Una pregunta: ¿quién no ha contemplado el reflejo de su rostro adulto en el cristal de una fotografía de niño?
Respuesta: cientos de miles de personas que no saben por qué ventana vuelve a entrar la tristeza al cerrar la puerta.
Otra más difícil todavía: ¿quién se ha dejado abierta esa ventana que no da a ninguna parte?
Tenía en la boca las rodillas; su cabeza de niño, entre ceja y ceja; desde uno de sus propios ojos, Maribel le miraba con trenzas; y sobre la frente pensativa estaba sujetando los picos del Guadarrama cortados a serrucho.
Se iba a hacer de noche. Tendidas de un alambre, detrás de la M-30, quedaban nubes negras; pero la luz de la tarde estaba ya escurrida en un charco de la acera de la calle Viriato, que no se podía ver desde el Retiro.
El segundo flash-back del día lo vio llegar.
¡Otro no! ¡Por favor, no tan seguidos, que voy a reventar!
Sin compasión, en el marco de la foto, las moléculas del cristal comenzaron a agitarse, cada vez más deprisa, hasta que consiguieron cambiar de estado: ¡floooooooops!
A través del líquido se vio a sí mismo con dieciséis años y la espalda doblada por efecto de la refracción, como las cucharas de los libros de texto.
¿Qué hacía allí, agachado en el pasillo?
Era un entrenamiento: quería aprender a forzar el pestillo del baño sin que se notara y que pareciera que Maribel se lo había dejado abierto. Sucedía con frecuencia, lo que le había permitido sorprender a Mari sentada en la taza, con los vaqueros enrollados en los tobillos y un libro abierto sobre los muslos. Otra cosa muy personal suya que conocía eran sus deposiciones, bien porque se olvidaba de tirar de la cadena, bien porque hubieran regresado para traer un mensaje desde las profundidades sanitarias. También ocurría con frecuencia. Desaparecían como por ensalmo, pero a veces, con el reflujo del agua, volvía un solitario chorizo insumergible. Antonio había llegado a la conclusión de que se trataba de lo que los psicólogos llamaban el retorno de lo suprimido: ese viaje de las heces indelebles de su hermana, remontando la corriente del alcantarillado para entregar un mensaje secreto que intentaba reproducir la forma exacta de su polla.
Más cosas conocía. La había visto hacer pis en un orinal en el que luego metía su madre una tirita de colores para comprobar si tenía acetona; había interrogado a la luz del quinqué las manchas tenues de sus nada elocuentes bragas (nunca le revelaron aquel secreto que protegían); había recogido del suelo del baño recortes de las uñas de sus pies, como lunas menguantes, y los había masticado.
No era suficiente.
Pensaba que, si podía elegir el momento, lograría su propósito.
La ocasión se presentó una semana más tarde. Estaban solos (sus padres devolvían una visita) y Maribel se encerró en el baño con su bibliografía maoísta.
Antonio se quitó los zapatos y escuchó desde el pasillo, al otro lado de la puerta.