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– Reclaman su castigo para quedarse por fin en paz – sintetizó Torrecilla.

– ¡Pero si son inocentes! -Algo habrán hecho… El comisario meditaba.

De pronto, se dio una palmada en la frente.

– ¡El hermano de Isa!

Había recordado que Isabel tenía un hermano que era taxista y jugador de ajedrez. Él podría ayudarles.

– Carmen y Miguelito: al amigo Carranza lo quiero vigilado veinticuatro horas al día.

Esa noche invitó a cenar a su amiga María Isabel Maroto. Le dejó escuchar la cinta.

A las diez de la noche Torrecilla ya tenía el nombre y apellidos del secuestrador: Antonio Maroto Martínez.

– Lo siento. De verdad, Isa.

– No tiene importancia. Tenía que acabar así. Es un tarado.

– Vamos a necesitar tu colaboración.

Capítulo 30 La servidumbre voluntaria

Caissa parecía contenta, pero tenía la mirada parcialmente nubosa, brazos de evolución diurna, inestabilidad en la vertiente norte de los pómulos y una mirada de pupilas anticiclónicas que hacía temer un pronóstico reservado para las próximas horas, con riesgo de precipitaciones que serían de nieve por encima de los 1 500 metros.

Con el delantal puesto, estaba friendo huevos para el desayuno.

Antonio escuchaba el parte meteorológico en la tele.

– Buenos días, Señor -apareció Ortueta con una toalla anudada a la cintura.

– ¡Si estás chorreando! ¡Anda a vestirte, que te vas a coger la muerte así descalzo!

Sin atender a Paquita, miraba con gesto suplicante a Antonio.

– Tengo lo que necesitas, Vulcano, tranquilízate. Después del desayuno te lo doy.

– Prefiero al contrario, Señor, si no es molestia.

– ¿Con el estómago vacío?

– Lo prefiero, Señor.

– ¡Pues no faltaba más! -intervino Paquita-. Primero, almuerzas algo, no te vaya a caer mal.

– ¡Qué más dará que le caiga mal, Paqui! ¿Es que no te das cuenta de que es heroína?

– Por mí, como si es Maizena. Que tome un bocado y luego se pone todas las inyecciones que le dé la gana.

– De acuerdo, Paca. Vulcano: vístete y desayuna.

A los escasos segundos reapareció Ortueta. Llevaba vaqueros y la cabeza cubierta por el niki que estaba poniéndose. Bebió una taza de café y se tomó un huevo frito de un solo bocado.

– ¡Jolínes, qué ansia! ¡Hijo mío! -Listo.

Antonio le entregó la papelina.

– No, si éste, con tal de autodestrozarse a sí propio, es capaz de cualquier barbaridad. El día menos pensado nos va a dar un buen susto.

– ¿Y qué quieres que le haga, Paca, tía, si estoy pronosticado?

Cuando Paquita volvió de recoger la bandeja de la secuestrada, estalló la tormenta.

Antonio intentaba hacerles entrar en razón. Lo primero, que no estaban privando a una persona de «un bien tan preciado como la vida misma» (esto es: la libertad, según Paquita), sino todo lo contrario: le estaban proporcionando el inolvidable sabor de la aventura, algo que contar, la oportunidad de salir por la tele y una buena razón para cambiar de costumbres sin tener que dar explicaciones… ¿Qué más querían, jcoño!? Como término medio, ¿qué podía durar un secuestro? ¿Cinco días, seis? ¿Una semana en chándal, con una dieta equilibrada, ejercicios gimnásticos y tiempo libre para reencontrarse con uno mismo y pensar en las cosas que realmente importen en esta vida? ¿Qué daño podía hacerle a nadie? Bien mirado, ¿no era incluso preferible a las típicas vacaciones en la Manga del Mar Menor?

– Pues ni le sale la voz -cabeceaba Paquita-. Deberías ir a verla, Señor.

– Le estamos haciendo mucho daño.

– ¡Ortueta, joder! No me seas simple, por favor. Desde luego, ¡cómo se nota que estás drogadicto perdido! ¡Mira las estadísticas, tronco! Después de un secuestro, en el noventa y nueve por ciento de los casos, los prisioneros vuelven a casa convertidos en mejores personas. ¿Sabías tú eso? Pues vete enterando. Números cantan, Vulcano: es una experiencia positiva. Se vuelven menos egoístas. Aprenden a valorar lo que tienen. Se hacen medio filántropos y dejan de pensar todo el tiempo en sí mismos. Hay empresarios que, tras un secuestro de tres o cuatro días, le suben el sueldo a los obreros…, ¡y estamos hablando de aumentos lineales de cien mil pesetas, Vulcano! Hay maridos que dejan de pegársela a su señora. Hay ejecutivos que lo abandonan todo para irse a vivir en contacto con la naturaleza y dedicar más tiempo a su familia. ¿Sabías tú que un gran porcentaje, más del ochenta por ciento, me parece, acaba dedicándose a actividades creativas? No lo sabías, ¿verdad? Pues sí, mira tú por dónde. Escriben poesías, hacen collages con las manos, aprenden a tocar un instrumento musical…

– Pero no ha probado bocado…

– No le gustará lo que cocinas, Paquita.

– ¿Y su familia qué? Estarán pasando verdadera angustia…

– ¿La familia? ¡Dale con la familia!

Que no le vinieran a Antonio con familias, por favor.

¡El mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!

Precisamente, las familias sólo vivían a la espera de acontecimientos dramáticos, para poder convertirse por fin en un camión volquete, que era lo único que de verdad querían en esta vida. Su mayor deseo era que se repitiera: hay que reconocer que Fulanito se volcó cuando lo de su hermano. Qué secreta alegría les producían las llamadas a las cuatro de la mañana. Cómo contabilizaban las noches sin dormir, las horas a pie de teléfono, el número de viajes ida y vuelta al hospital. Qué insistencia en no probar bocado, con la esperanza de contraer anemias diagnosticabas de las que enorgullecerse como de condecoraciones. Cómo añadían sacrificios innecesarios. Que no le vinieran a él con el sufrimiento de las familias. Una oportunidad para volcarse, eso era lo único que quería la célula familiar. Entregarse al ciento por ciento. A la familia sí que le habrían dado la alegría de sus vidas. La ocasión que esperaban para convertirse en un camión volquete.

Antonio sabía lo que de verdad querían: ¡sacrificios! ¡Entrega! ¡Morir los unos por los otros, si posible fuera!

No sabían qué hacer consigo mismos y buscaban ansiosos el momento de poder dar la vida a cambio de un mínimum de sentido: ésa era su propia fórmula Omega.

– Escuchadme los dos. No va a sufrir ningún daño. Garantizado. Cobramos el viernes y para el fin de semana está de vuelta en su palacio. Fin de la historia. -¿No podíamos darnos más prisa, Señor? -Cumplimos órdenes, Caissa. -¿Le gustarán las croquetas de bacalao? – ¡Y yo qué cono sé! Somos un Ce-Ese, no un restaurante, ¿enterados?

– Sí…, Señor.

– Está bien, está bien… Iré a verla -prometió por fin para atajar la rebelión de los peones.

Un Ce-Ese o Comando Suicida tenía que vivir en permanente situación de emergencia y, cuando se estaba en alerta roja, no se podía sucumbir a sentimentalismos.

Hacía tiempo, sin embargo, que Antonio calificaba de situación de emergencia cualquier actividad que requiriese la participación de otra persona. Secuestros, por ejemplo. O sexualidad. O ajedrez. Aborrecía el trabajo en equipo (por eso se ensimismaba a mano y componía problemas de mate en tres), especialmente si tenía que contar, no sólo con el imprevisible factor humano Ortueta, sino también con el misericordioso factor Paquita Montoya.

En la tele estaban poniendo una tertulia sobre Jesucristo. Un jesuíta miope intentaba convencer a sus contertulios de que el Crucificado era el Hijo de Dios y no (como aseguraban los demás) un extraterrestre que había viajado en la máquina del tiempo, tripulada por los cuatro evangelistas con sus cascos en forma de cabezas de animales. Negó también que recibiera instrucciones secretas de sus superiores. "Su misión no era nada secreta -afirmó-: vino a redimir con su muerte a la humanidad…, ¡si eso lo sabe todo el mundo!»

Ja, ja, ja…, los contertulios rieron ante la ingenuidad del sacerdote. Pérez Gómez, el director de cine al que Antonio conocía como Hernández o Fernández, aseguró que la eucaristía era un interface para establecer comunicación con el hiper-espacio: "Está demostrado que el vino de misa es uno de los superconductores más potentes». Añadió que Jesucristo era lo que él llamaría una cyborg-criatura y que el monte Calvario estaba hueco, porque se utilizaba como caja de resonancia para una potente emisora clandestina.

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