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Para ellos eran datos enciclopédicos, pero el doctor Carranza había estado allí y había tocado al Ángel Custodio y al mismísimo Renegado, con esa su propia mano derecha que mostraba como incontrovertible prueba a los presentes.

– Mirad aquí: ha sido estrechada por San Capablanca y el Renegado Alekhine.

En Lisboa, en 1931, había tenido el privilegio de sucumbir en veinte movimientos ante Capablanca, y Alekhine le había derrotado en treinta y tres en una sesión de simultáneas (Munich, 1942).

– Capa jugó unas setecientas partidas y sólo perdió treinta y cinco, sin duda después de noches sin dormir, pin-pan, pin-pan, pin-pan… ¡Capa era irresistible para las señoras, je-je!

– ¡Ja-ja! ¡Je-je! ¡Ji-ji! -etcétera, chicolearon los socios, utilizando por su orden las cinco vocales.

Siempre se empleaba el mismo adjetivo para describir el juego de Capablanca: cristalino. Eran sus propiedades: la transparencia, sí, pero también la fuerza diamantina. Construía sus partidas con la pureza extrema que es la señal del genio, como si resolviera en la pizarra una ecuación matemática. Había logrado acercarse al secreto más que ningún otro mortal: fue el Ángel Custodio que intentó impedir el avance de los Conjurados.

Precisamente en el juego de Capa lo había aprendido todo el Renegado, el perverso aristócrata Alexánder Alexandróvich Alekhine, el Ángel de la Muerte.

– La sombra de su vuelo nublaba continentes, camaradas.

Con Alekhine el juego perdió la inocencia y lo que hasta entonces ni siquiera parecía concebible se hizo realidad: Adolfo Hitler, las cámaras de gas, los experimentos genéticos, la destrucción de los átomos…

– Ahora, cada vez que movemos un peón, todos somos culpables.

Capablanca resolvía las posiciones simplificándolas. Sus movimientos eran tan exactos que lograba hacer visible, aunque sólo fuera un instante, lo que había al otro lado de una puerta cerrada. Se trataba de una experiencia artística.

Alekhine, en cambio, no intentaba resolver la posición, sino complicarla más todavía; aumentar la dificultad mediante la multiplicación de obstáculos minúsculos; fabricar un laberinto en cuyo centro él se alimentaba de carne y sangre de hombres. Sus partidas producían vértigo, porque en algún punto, tarde o temprano, se abrían al abismo del mal, que era el pozo sin fondo del que bebía el Renegado.

Frente a la fuerza luciferina de Alekhine, a Carranza le parecían pueriles las ideas de los hipermodernos, como Nimzóvich o Reti. ¿De qué podían valer el Cinturón de Hierro o las Misiones Pedagógicas contra la tempestad desencadenada por los Stukas? ¿Para qué habían servido los wilsonianos esfuerzos de Max Euwe, el pusilánime holandés que arbitró en Reikiavik 72?

En el año 1927, en la isla de Manhattan, los sombríos ejércitos del Renegado y la espada de luz del Ángel Custodio se enfrentaron cara a cara con un tablero en medio.

Treinta y cuatro partidas, veinticinco tablas y seis victorias de Alekhine sobre Capablanca.

Pocos años después se repitió la misma batalla en otro tablero más grande, aquel que muchos insistían aún (tan ingenuamente) en llamar la realidad. Esta vez, tras el Desembarco de Normandía, fue posible detener el avance del Renegado.

Como los reyes sin corona, Alekhine se refugió en Estoril, donde se convirtió en el único campeón del mundo que murió en posesión de su título.

– Bajo nuevas identidades, sin embargo, sigue vivo -les advirtió Carranza-. Por eso mismo era indispensable que también el Ángel Custodio volviera a reencarnarse en San Bobby Fischer, nuestro redentor.

Con ayuda de su regla de cálculo, Benito Vela había intentado averiguar de cuánto tiempo disponían.

Por mucho que aumentara las probabilidades, siempre llegaba al mismo resultado desalentador. Con media humanidad jugando contra la otra media sin interrupción, una secuencia equis de movimientos tardaría en producirse unos quince siglos.

¡Demasiado tarde!

– Ésa tiene que ser la fecha exacta del fin del mundo – explicaba el Maestro-. En teoría, es posible dar con la fórmula probando una tras otra todas las combinaciones. ¡En teoría…! En la práctica, siempre se agotará antes el plazo. Nos encontraremos en pleno zeitnot o, como quien dice, en apuros de tiempo. Y siempre a la misma distancia del secreto, igual que si fuera un horizonte…, pero callemos, camaradas, callemos y que San Bobby juegue y se manifieste…, schsss…, schsss…, schsss…

La revelación transmitida a Carranza aventajaba a la que recibió en 1301 el Gran Maestre en que añadía una información decisiva: la fórmula Omega se haría visible en la secuencia de movimientos de una partida de Fischer.

¡Y ahora la acababan de aplazar, debido a la presión norteamericana!

De nuevo, la realidad visible había hecho impacto contra la realidad real, como un elefante en una cacharrería. ¡Por culpa de una guerra revolucionaria de más o de menos Fischer había dejado de jugar!

¿Y si no volvía a mover?

Entonces sí que se trataría de… ¡el mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!

Algo tenían que hacer, ¿no?

Sí, pero ¿qué?

Don Claudio esperaba instrucciones occipitales.

Capítulo 13 La ley dela GRAVEDAD

«¿Estás ahí? -volvía a preguntar Maribel-: contesta, ¿estás o no estás?»

Antonio buscaba la respuesta en su fuero interno, ese espacio de pequeño tamaño que él se representaba como una habitación vacía y cerrada por dentro con llave.

Por humanos que a él le parecieran vistos por la tele, esos venezolandeses eran de naturaleza distinta, opuesta a la de los espectadores inclusive.

Para hertzianos y catodios resultaba muy sencillo, porque en el momento apropiado sonaba una música que lo aclaraba todo: esto es amor, no tengas miedo; atención, se acerca el peligro; ahora es de risa, etcétera. En cambio, en las vidas sin partitura que llevaban los espectadores era prácticamente imposible distinguir esos días excepcionales que traían cambios de rumbo, piedras negras o blancas, esas encrucijadas que presenta el destino (tras el parapeto de opciones banales), esos momentos decisivos disfrazados de actos insignificantes. Precisamente, la mayoría de los telespectadores se pasaba media vida preguntándose en qué lugar de la otra media fue cuando dieron un mal paso, cómo empezó lo que ahora les sucede, en qué momento exacto, qué mañana cualquiera se equivocaron y a partir de qué instante ya no había vuelta de hoja.

Así se preguntaban y también esto otro: ¿por qué entonces no nos dimos cuenta de nada?

Antonio creía que su vida cambió de rumbo el día en que le vio las tetas a Maribel.

Entonces atravesó una puerta, pero todavía no sabía en qué dirección. ¿Se había quedado dentro o fuera? ¿Estaba o no estaba ahí?

Fue sin querer. Al menos, eso se dijo, como siempre hacían los telespectadores: ¡ha sido sin querer!

Sucedió una tarde de primavera, mientras sus padres habían salido a dar un pésame. Ahí empezó todo. Sin música.

Lo primero que vio fue lo único que vio durante una fracción de segundo (que debía de ser bastante elástica, porque aún seguía transcurriendo, después de los años mil): dos pechos blancos rematados por puntiagudos pezones.

Lo siguiente que vio es que se movían. ¡Se movían, podía jurarlo! Rebotaban de arriba abajo.

Después vio el resto, la blusa sobre la cama de matrimonio, el sujetador encima, las dos puertas del armario abiertas, la luz del atardecer y ese viento suave que entraba por el balcón desde el Retiro.

Maribel se cubría cruzando los brazos, con los dedos apoyados en las clavículas.

Años después, Antonio seguía preguntándose si aquel gesto era suyo o si lo habría aprendido en los cines de sesión continua, donde él lo había visto repetido muchas veces y donde reconoció más tarde la mayoría de las enseñanzas con las que contaba su hermana para enfrentarse a la vida.

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