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Y él, ¿dónde estaba entonces? ¿Dentro o fuera? ¿Dónde estaba ese cuerpo que sí correspondía a su alma? ¿De quién era este otro, el del gordo que se había quedado dormido escuchando los mensajes grabados de su hermana?

Capítulo 16 INTROSPECCIÓN

Con la espalda muy derecha sobre el respaldo del asiento en posición vertical, la Princesa conectó el omphahscopio y seleccionó la modalidad monólogo dramático como vía de acceso a sus sentimientos más íntimos.

Escuchaba su propia voz en off, algo metalizada, que iba haciendo inventario del contenido de su corazón:

«Héteme aquí -los monólogos automáticos preparados por la máquina siempre comenzaban con la repetición de estas dos palabras-, héteme aquí, pues, huérfana por decapitación y con mi amada patria so el poder del infame don Pedrito y profanada, por ende, día tras día, a manos de rencorosos secundarios. Atrás dejo a mi idolatrada madre, víctima de un descomunal dolor de cabeza (resultado sin duda de su incesante reflexión para encontrar una salida a las calamidades venezolandesas). Atrás dejo a mi díscolo hermano, encadenado a los lascivos cantos de sirena de esa cualquier cosa que anuncia infusiones laxantes. Hete aquí, pues, sobre la mesa camilla de psicoautopsias, mi corazón despedazado, viviseccionado, hecho añicos cual frágil vidrio. Hete aquí, pues, a la vista, ese diamante puro de mi rabia irrompible y antichoc. Según los últimos informes de nuestros servicios de inteligencia, ya asciende a cinco el número de mártires, tras el cobarde homicidio por electrocución (transistor sumergido en la bañera) de la ci-devant Duquesa de la Tele-Tienda, la infeliz Almudena de Guzmán Vázquez, descubierta por sicarios de don Pedrito bajo su hábil caracterización de masajista diplomada por correspondencia. Así las cosas, ¿me dejaré abatir? ¿Seré víctima de una franca desmoralización? ¿Sucumbiré acaso al pánico? ¡Ni muchísimo menos! Y esto por un motivo bastante sencillo y muy fácil de comprender: ¡porque tengo una misión que cumplir! De mí puede depender la salvación de la amada Venezolandia. Voy a llevar a cabo una misión secreta, sí…, ¿he dicho secreta? ¡Pues he mentido! ¡Súper-ultra-archisecreta, quería decir! ¡Toma castaña! ítem más: en pleno territorio enemigo, en esa ciudad desconocida a la que me transporta un confortable turborreactor pilotado por el comandante Martínez Peral. Otrosí: estaré a merced del ASPA, la terrible arma secreta de don Pedrito, ese poderoso haz de rayos voligénicos. Otrosí: tendré que ocultar mi identidad, mezclarme entre imprevisibles telespectadores autoinescrutables, confundirme con ellos, tal vez efectuar equis coitos corporales por hache o por be, para sonsacar equis valiosas informaciones. Bajo la identidad supuesta de Silvia Martín Pérez, de profesión azafata-recepcionista de convenciones y congresos, debo establecer contacto con nuestro gobierno en el exilio y servir de correo entre el bunker del Viso y la residencia La Vachepourrie. Total, chica, que me he convertido en el campo de fuerza creado por intensas emociones de signo contrario: que si la cobardía y el valor, que si el miedo y la curiosidad, la tristeza y la esperanza, etcétera y etcétera, se debaten en mi interior y van acumulando el aparato eléctrico de una tormenta que podría desencadenarse en el momento menos oportuno. Héteme, pues, aquí, sobreponiéndome, sí, decidida a cumplir con mi deber, sí, dispuesta a llevar a cabo mi misión súper-ultra-archisecreta, sí, por el bien de la patria, sí, yes sí dije yes sí quiero Sí.

El comandante Martínez Peral anunció el inicio de la maniobra de aproximación a Madrid-Barajas y Chituca (perdón: Silvia, a partir de ahora) desconectó la máquina para evitar interferencias con los radio-mensajes de la torre de control.

Entre las nubes acababa de aparecer un alegórico rayo de sol que alumbraba cerros pelados y una chimenea de ladrillo rodeada de naves industriales, campos yermos y árboles con ramas secas, en forma de análisis sintáctico.

Tras pasar los trámites de aduana, Chituca, o sea, Silvia, cogió un taxi hasta el domicilio que le habían proporcionado los servicios de inteligencia, un apartamento amueblado en la calle Agustín de Foxá.

Lo más importante era instalar sin pérdida de tiempo el contador Geyger IV modificado y el sistema de radio-transmisiones.

Oculto en un azulejo del monje-barómetro, el contador detectaría la presencia de cualesquiera malévolas irradiaciones enviadas por don Pedrito y sus esbirros. El emisor-receptor de alta frecuencia, por su parte, se encontraba empotrado en el microondas.

Esperó a la hora convenida (las 2.02 en punto) para realizar su transmisión.

Arrodillada, metió la cabeza en el horno y acercó los labios al micrófono incorporado:

– ¿Mami, me escuchas? Soy yo. He llegado bien. No hubo quilombo. Madrid se ve regio y tenemos un día muy lindo – pronunció con claridad.

Automáticamente, sus palabras fueron codificadas en la clave criptográfica de máxima protección y enviadas vía satélite a la residencia La Vachepourrie.

Tras el intervalo preestablecido de nueve minutos, se empañó el cristal del horno y aparecieron unos números, como si hubieran sido escritos con un dedo desde dentro. Silvia-Chituca copió en un bloc los veinte caracteres y puso en funcionamiento el microondas para desempañarlo y evitar así que se autodestruyera él solo, pasados cincuenta y cinco segundos, como era su obligación (por motivos de seguridad).

Localizó el ejemplar de Caballo de Troya 69, un título tan repetido en las bibliotecas de los telespectadores que no despertaría sospechas en ninguna inspección visual del apartamento.

122.4 correspondía a la cuarta palabra de la página 122, que era precisamente la palabra hija.

Empleó catorce minutos en efectuar la sustitución y descifrar la totalidad del mensaje:

«Hija mía de mi alma suerte te desea esta tu madre que te quiere.»

Masticar el papel y conseguir deglutirlo, con ayuda de zumo de pomelo, le llevó cuatro minutos de reloj.

Capítulo 17 La paja en el ojo ajeno

Por fin acababa de sonar la hora hache en punto de la acción trepidante.

Antonio recibió en pijama las instrucciones telefónicas del Maestro. Con la Vespa de Ortueta y su taxi, tenían que seguir a una mujer durante veinticuatro horas al día e informar de sus movimientos.

– Diga -dijo Paquita en el piso franco de la calle Sicilia.

– Activación…, ¡ya! Prepara el Frigorífico y dile a Vulcano que se ponga.

– ¿Vulcano?

– Acabamos de entrar en plena clandestinidad, tía. A partir de ahora, sólo nombres en clave, ¿recuerdas, Caissa?

– Vale, vale.

– ¿Cómo dices?

– ¡Uy, perdón! Se me ha escapado. Quería decir que sí, Señor.

Tenían órdenes de llamarle Señor, con mayúscula, como en las películas norteamericanas.

Antonio les había sometido a un entrenamiento generalizado, panorámico y polivalente, puesto que ignoraban la naturaleza exacta de la misión que les iba a tocar cumplir. Aprendieron a hacer nudos marineros y señales morse, a disparar, a obedecer sin hacer preguntas y a dejar inconsciente al enemigo con técnicas japonesas (golpes secos en los oídos).

– Ven a mi casa ahora mismo y vamos juntos para plaza de Castilla, Ort…, o sea, Vulcano.

Era difícil no llamarle Ortueta u Ortu, que era como le había llamado desde que se convirtió en ese locutor de continuidad que Antonio había estado esperando.

En aquellos entonces era el alumno menos popular del colegio. Hasta los más pequeños, los de la ciase de Antonio,. le pegaban coscorrones y le tiraban arena a los ojos. Llevaba siempre un verdugo de lana gris, no sabía atarse los cordones de los zapatos y se comía las uñas hasta que le corrían hilos de sangre por los dedos.

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