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Cuando hizo tablas con Bobby Fischer, en unas simultáneas en Berkeley, su foto apareció en las páginas de huecograbado del Abc y Antonio encontró así a su único amigo.

El gordo de la clase y el chico más raro del colegio, ¡vaya par de dos! Eran como antihéroes, según decía más tarde Rafael Ruiz. Vale, Rafa, se quejaba Toni, pero será antihéroes en el patio del colegio: precisamente uno de los pocos lugares de la tierra donde no tiene el más mínimo interés.

No molaba nada ser un antihéroe en los recreos.

– ¡Abajo periscopio! -ordenaba Antonio con las manos en las ramas del árbol.

– ¡Inmersión! ¡Inmersión!

La tripulación de dos personas obedecía con la disciplina total que es indispensable mantener a bordo de los submarinos. Hasta tocar puerto, ni mujeres ni dudas: ésas eran las órdenes.

En algún lugar del Pacífico, a más de mil quinientos pies por debajo del agua, permanecían en silencio absoluto, para no ser detectados por el sonar. Se oían los latidos de sus corazones, el tic-tac de un reloj y hasta las reglamentarias gotas de sudor que perlaban sus frentes.

Esa carga de profundidad les había rozado a estribor.

La siguiente hizo impacto en la popa.

Dieron una vuelta de campana.

Había que corregir trayectoria para efectuar reparaciones.

– ¡Rumbo 122 Nor-noroeste!

– ¡Arriba periscopio!

Emergieron en la Antártida, rodeados de pingüinos y bloques de hielo flotando a la deriva, como gigantescos terrones de azúcar insoluble.

Era en el puente de mando donde mantenían las conversaciones de la máxima importancia.

Hablaban de los asuntos que preocupan a los niños más pequeños: el miedo a la muerte, qué forma de suicidio escogerían, qué enfermedad incurable les asustaba más, si era preferible ser ciego, paralítico o sordomudo y qué era lo que en realidad les gustaba a las mujeres de los hombres.

Estaban de acuerdo al cien por cien en que lo peor era lo que Antonio llamaba el miedo al miedo.

Ignacio Ortueta, por su parte, confiaba en una muerte prematura. Lo antes posible, si no había inconveniente, porque se había propuesto pasar de joven promesa a malogrado sin parada en ninguna de las estaciones intermedias. -Estoy pronosticado, Toni, macho. Era lo que él llamaba un presentimiento. Puesto a escoger, si se le hacía demasiado tarde, se dispararía en la boca, con el cañón del revólver contra el paladar. O mejor una escopeta de caza, apretando el gatillo con el dedo gordo del pie. A Toni, en cambio, no le atraía tanto el proyecto de autoliquidarse a lo Fígaro. Obligado a elegir, se tragaría un bote de somníferos, para morirse roque, como los pajaritos.

Les asustaban por igual las enfermedades de la piel y a Antonio, en particular, el cáncer de garganta, porque entonces tendría que hablar a través de un agujero en el cuello, igual que el señor que duplicaba llaves en la glorieta de Iglesia. Lo que no acababan de decidir era si renunciar a la vista, el oído, la voz o el movimiento. O equis combinación de irreparables pérdidas: ciego y cojo versus sordo y manco, ponían por caso, ¿cuál era todavía peor?

A las mujeres, Ortueta era partidario de ir dándoles disgustos.

– Les va la marcha, macho. Lo están pidiendo.

Según él, eran como los intelectuales, que cuando un libro les divierte, desconfían; y cuanto más esfuerzo les cuesta terminarlo, mejor les parece.

Antonio, en cambio, no tenía ni la más remota, Ene-Pe-I, de lo que podría gustarles. Por lo visto, debía de ser alguna de las numerosas características que él no poseía: pies cavos, voz profunda, mentón partido o pulgares retráctiles, por ejemplo. Las que sí se encontraban en su posesión (impaciencia, exceso de peso y melancolía) ya tenía comprobado que no hacían ningún efecto.

Ortueta estaba repitiendo el último curso del bachillerato cuando Antonio se atrevió a pedirle que le entrenara.

Respondió que había abandonado el ajedrez, el verdugo de lana y la voluntad de vivir. Ahora le daba lo mismo coger frío y acatarrarse. A propósito, salía a la calle con la cabeza mojada, andaba descalzo y dormía sin taparse. Se entregaba fuíl-time a actividades de autodestrucción: fumaba cigarrillos tragándose el humo, metía los dedos en los enchufes, bebía ginebra andaluza, le echaba mucha sal a la comida, suspendía evaluaciones continuas, se tragaba soldaditos de plomo, cruzaba los semáforos en rojo…, ¡lo único que le interesaba era desaparecer del mapa!

– A mí me da lo mismo ocho que ochenta, tío -explicó, en lo que inhalaba dos tubos de pegamento Imedio y un bote de goma arábiga -. Yo no me prolongo, tío: soy un pronosticado.

– Pero enséñame algo, tío. Hay que compartir, ¿no?

– El ajedrez hace daño, tío. Mejor te la cascas.

– Le proporcionó instrucciones.

También le informó de que a las mujeres había que metérsela.

Sí, vale, muy bonito, pero ¿por dónde? ¿Y sería fácil? ¿O muy difícil, como enhebrar una aguja? ¿Cuestión de maña o de fuerza? ¿Cuánto tiempo había que esperar antes de poder sacarla? ¿Era como ponerse el termómetro? ¿Había que quedarse quieto, apretando el brazo, mientras el calor dilataba la columna de mercurio? ¿Dolía mucho?

Con semejante mar de dudas, sus fantasías zozobraban sin remedio en los procelosos puntos suspensivos.

Se disparaban solas en cuanto cerraba los ojos. La parte invariable era que tocaba los pechos de su hermana. Había reglas obligatorias: Maribel no podía mirarle, no había sonido y Antonio no se quitaba ninguna prenda de ropa. Papá estaba muerto. Mamá estaba muerta. Los demás (¡esos cabrones!) habían desaparecido, porque era el día siguiente a una explosión nuclear. Soplaba el viento, braceaban las ramas de los árboles, no se veía ni torta y ellos dos eran los únicos supervivientes de la raza humana. El Corte Inglés de Princesa estaba intacto, en cambio, con un oportuno blindaje antirradiación. Qué buena suerte, porque así comían de lata en el supermercado de la sexta planta. Tomaban berberechos, bolsas de ganchitos y patatas fritas, bebían cocacolas sin que les quitaran el sueño, ponían discos y enchufaban la tele (había electricidad: ¡debía de ser el típico generador autónomo!). En una cama de la sección Todo para el Hogar, Antonio iba apretando las líneas ilegibles de su destino contra el cuerpo de Maribel casi desnuda: sólo llevaba falda escocesa, cerrada con un imperdible dorado…, ¿y luego qué?

Puntos suspensivos. No sabía por dónde seguir.

Mientras tanto, tenía que encerrarse en el cuarto de baño.

Para sus ensimismamientos, utilizaba la mano izquierda o la derecha. Una vez intentó hacerlo con la mano dormida, porque había leído que así parecía la de otra persona.

Imposible. Le daban calambres y no valía la pena.

Antonio ponía buena voluntad para aprender de los libros. Desde pequeño era ese lector ideal que intenta asimilar. Tomaba medidas, levantaba planos y hacía sus comprobaciones. Cuando leyó el manuscrito de Rafael Ruiz, no pudo pasar de la primera página:.'Bruno cabalgó una pierna sobre la otra y, aspirando una bocanada de humo, estiró el brazo para apoderarse del revólver abandonado sobre la alfombra». Antonio encendió un Marlboro y se sentó con las piernas cruzadas. Le daba un ataque de tos cada vez que intentaba alcanzar el suelo con la mano.

– Imposible, Rafa, no lo aguanta la anatomía -le hizo saber-. Lo que has escrito no es la verdad.

– Pues por eso mismo escribo novelas, chaval. Así, cuando no sé qué poner, me lo invento todo.

– Eso es muy elástico, Rafa, ¡pero que muy elástico!

Total, que se ensimismaba con las manos despiertas. Al levantarse, tenía en las nalgas marcas rojizas de la tapadera del váter. A veces se hacía una paja de pie frente al espejo, para ver la cara que se le quedaba. Cuando se corría le parecía que iba a caer redondo sobre las baldosas. Tendrían que rescatarle, abriendo con una aguja de ganchillo el seguro de la puerta.

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